Ahogado

Se ocultó el Sol. Primero tras los campos trabajados que veían el fin de la jornada. Poco tiempo después, lejos en el puerto, lo vieron ponerse también. Los juegos reflexivos del mar y las nubes que compartían según su capricho un poco del brillo ígneo que los prendía en las horas más cansadas, inspiraron entonces a un jovencito poeta que vivía cerca de los muelles. Con una entonación infatuada cantó que el gran astro se sumergía en las aguas del océano. Cantó que después de un día sofocante y bochornoso, quiso refrescarse con un chapuzón. Cantó que iba a pasar la noche muy lejos de quien pudiera verlo: lejos de los campos, de los puertos e incluso de los barcos comisionados a arriesgar la vida en soledad. Muy lejos de los ojos desapareció lentamente todo el color de las cosas del mundo. Las acusaciones de los pocos testigos que escucharon la invocación del poeta bastaron para condenarlo, pues al día siguiente, los campos trabajados no amanecieron y los arados quedaron relegados al frío de una noche que duró hasta mucho después que todos los granos y los huesos se hicieran polvo.

Transmutación Humana

No olvide el hombre al mundo

que el mundo recuerda mucho más, y mucho más olvida.

Al-Fahayut, “Historias Breves de Días y de Noches Memorables” 

Por fin, después de años de ardua investigación y de invertir una cantidad incontable de recursos, el aclamado científico Piotr Wong Yi, logró constituir y perfeccionar el proceso por el que pudieran manufacturarse seres humanos sin necesidad de intervención genética alguna. Mitos milenarios habían pronosticado tal potestad entre culturas de obscuras creencias y dudosa confiabilidad, y normalmente habían asociado el método con rituales de lo más desagradables o inciviles; también había sido el sueño de los no tan incivilizados alquimistas que en sus libros fingieron esconder los secretos cifrados de la preparación de la materia humana, requiriendo también -por supuesto- una fuerte inmersión en la magia. Sacrificios de ocultismo, preparaciones vudúes, sucia y sangrienta necromancia, siempre habían propuesto posibilidades imaginarias que lograran cosas semejantes; es más, hasta los cabalistas judíos habían jurado que en la Torah se encontraban las pistas que indicaban históricas ocurrencias de generación humana. Sin embargo, el único y verdadero modo de lograrlo lo había hallado un científico moderno, limpio y civil, sin ningún sacrificio ni necesidad de hacer contratos con fuerzas sobrenaturales de ningún tipo. Sólo requería método riguroso, una cantidad muy cuidadosa de ingredientes, y una dosis abundante de energía.

Ésta última había sido el problema para empezar. En efecto, el famoso descubridor había maquinado un modo de combinar los componentes de la semilla humana en cierta disposición, tal, que al ser estos expuestos a diversísimas y cuidadas reacciones químicas tuvieran como resultado un cuerpo humano completo, balanceado, y listo para que por medio de la incubación in vitro pudiera después desarrollarse como una persona plena y funcional. La fuente de tan grande energía fue por muchos años solamente una figuración imaginaria, y se creyó que la transmutación necesaria para la manufactura humana sería solamente teórica; pero Piotr Wong Yi fabricó (o más precisamente, mandó fabricar), un canalizador de energía solar con la potencia suficiente como para suministrar poder a cien reactores nucleares por días con tan sólo unas horas de trabajo. Toda su propia energía la obtenía de los rayos solares, y no tenía ninguna desventaja en absoluto. Bueno, sus detractores dijeron por años que, de acuerdo a una teoría (de apariencia muy turbia), el supercanalizador podría ocasionar que la energía solar misma se absorbiera dejando en el astro rey una pérdida de calor que, al compensarse naturalmente, lo obligaría a quemarse más de prisa. Otras quejas, tildadas por todo el mundo científico de necedades, incluían el calor insoportable que producía la máquina en las zonas más cercanas (como si no se pudieran alejar), y que no había en el mundo abasto de materiales para hacer el canalizador sin perder importantes yacimientos minerales que se utilizaban para un sinfín de otras cosas. Esta última objeción la había sorteado el grupo favorable al Dr. Wong Yi arguyendo que cualquier falta mineral podría después suplirse con la potencia que un canalizador así les otorgaba, dejándoles la capacidad de transformar cualquier elemento de la tabla periódica en cualquier otro de su elección en el momento en el que lo quisieran.

Así pues, cuando Piotr Wong Yi logró en un laboratorio juntar suficiente energía con su supercanalizador como para que los ingredientes que había medido con básculas micrométricas se estabilizaran en la forma de un ser humano, la humanidad entera (con las mencionadas excepciones y otras afines) celebró jubilosa. Ya no era necesario nada más que la receta para poblar pueblos enteros que sufrieran de disminución de habitantes, o para apoyar las reformas humanas en pro del matrimonio entre «seres de variable tendencia y disposición física o anímica» (como era ahora mejor llamar a cualesquiera para no herirlos u ofenderlos por su preferencia sexual), o para resolver álgidos casos de infertilidad sufrida o paternidad perdida o arrebatada de algún modo. Con el primer nacimiento artificial por entero, los seres humanos se volvieron amos y señores de ellos mismos por fin. ¡Se rompieron las cadenas de la naturaleza!

Lástima que no les duró mucho tiempo, porque en unos años (lo que implicaba una aceleración de su decadencia en un porcentaje de decenas de cifras) el Sol dejó de emitir su luz. Se había consumido. Y así la humanidad se perdió para siempre, olvidando las palabras de un sabio que hace mucho tiempo dijo que «el hombre se genera por el hombre y por el Sol».

Ilustración

Cuando se dormía en medio de la obscuridad, veía la luna y, las estrellas guiaban mi camino y en ocasiones importantes mi vida, podía saber en dónde estaba y a dónde iba con sólo dirigir la mirada a los cielos, podía notar quién era y hasta dónde llegaban mis límites porque sentía fácilmente en dónde terminaba yo y comenzaba el mundo.

Pero un día quise más día y pretendí encerrar al sol en un frasquito. Dejé de escuchar a esa voz que me advertía que no podía tapar el sol con un dedo y me apresté a conseguirle al astro rey un buen encierro. Sobra decir que nunca logré contener siquiera un rayo pequeño, pues estos se escurrían por mis ojos y sólo permanecían en la memoria de los amaneceres y los atardeceres alguna vez contemplados.

Entonces dejé de contemplar amaneceres y me perdí de muchos atardeceres para poder trabajar y fabricarme un sol chiquito, uno que sí pudiera encerrar en un frasquito y emplear durante las noches oscuras en las que no me apeteciera contemplar las estrellas o dormir bajo la luz plateada de la luna. Por desgracia para mí, tuve éxito en mi empresa y ahora no puedo distinguir el día de la noche, ya no veo a las estrellas porque éstas se pierden entre las luces de tantos solecitos artificiales, ya no sé dónde estoy, a dónde voy y menos sé qué propósito guarda mi vida. Y así como una vez quise inventarme días ahora quiero recuperar mis noches y con ellas la posibilidad de contemplar.

 

Maigo.

Sino sombrío

Sentada siempre sola, solitaria se sentía. Sufría saboreando su soledad supurante: seguido secaba sendos senderos salados. «¡Sal, solecito!», susurró suavemente. «Síguenme sigilosas», suspiró señalando siete sombras sádicas. «¡Sálvame!», suplicóle sudorosa. Su solecito salió, surcando semejantes sombras sin separarlas: solapábalas solamente. Socorro sintióse sumamente sola sopesando su situación sin salida. Simplemente sucumbió: sofocáronle silenciosamente sus sombras. Su solecito sólo sonrió.

Hiro postal