Haciendo sonar un ruido IV

Haciendo sonar un ruido IV

A partir de la intención que Namasté Heptákis tuvo al mostrar la efectividad de distintas versiones del Haiku más famoso, así como de su propia aproximación al mismo, pensé si acaso podía mantener la brevedad poética junto al sonido, tratando de dar distintas impresiones de un mismo hecho sin violar la escena del poema, de la que brota lo instantáneo junto a la palabra. Recurrí a los enunciados. Tengo tres intentos en los que dominan distintos sonidos, todos relativos (unos más que otros, quizás) tanto al clavado de la rana como a la apreciación de la escena. Organicé los elementos de distintos modos conforme la perspectiva lo requería. Espero haber contribuido en algo al descubrimiento. Espero sobre todo haber mantenido el ruido sonando.

Croando en el eco de la noche rompe la rana la lengua del lago.

Rana paciente y rapaz funde un chasquido pascual en su piel de chubasco.

Vista de plata sellada en el silencio: catapultada la rana en ondas te desparrama.

 

 

Tacitus

La palabra y el sonido

La palabra y el sonido

Sólo los seres humanos tienen una capacidad específica para escuchar que ningún animal tiene y que lo saca de los esquemas biológicos comunes. Involucra su facultad del oído, pero no tiene nada que ver con el mero funcionamiento sensible. El ser humano es el único capaz de escuchar palabras; es el único capaz de apreciar la música. Ambas actividades se realizan por medio del sentido del oído: los sordos jamás podrán saber lo que es la música, por más señas que se gasten en intentar ilustrarlos, y las señas no son, como tales, palabras. Por eso se llaman señas. Son quizás sólo partes de la sensibilidad auditiva, pero considero que son las más complejas experiencias que muestran la complejidad de esa palabra llamada sentido en el hombre.

En sentido estricto, el sonido de una palabra podría ser separado de su significado. Un niño puede escuchar a su padre discutir con su madre sobre la quincena sin tener idea de lo que quieren decirse. Pueden ser sólo sonidos, pero, aun así, los distingue del ruido que produce el choque de sus zapatos con los charcos acumulados en la calle. Quizá algo parecido suceda al escuchar un idioma ajeno. Puede que la manera en que los animales domésticos aprenden su nombre y las órdenes parezca idéntico, pero no lo es en realidad. No lo es simplemente porque, aunque distingan su nombre del sonido del timbre de la puerta, no saben lo que es una palabra. El hombre podrá no saber definirla, pero vive utilizándolas, no sólo reaccionando a ellas. Su mundo y esa facultad, introducida por medio del oído y asimilada, dotada de sentido por la inteligencia, tienen una relación de intimidad.

Los sapos tienen algo semejante al aparato auditivo, el cual, según los biólogos, no les sirve para oír. No pueden siquiera oír los gritos ni zumbidos. Perciben vibraciones por medio de sus patas. No experimentan el sonido: no son capaces de esa actividad. Don Quijote y Sancho perciben sonidos extraños, temibles, en la oscuridad, un estruendo parecido tal vez a las pisadas de un gigante. Uno teme y el otro se envalentona. Ninguno de los dos sabe a ciencia cierta lo que escucha, pero saben que están escuchando. El animal teme frente a los truenos en una tarde de lluvia, pero no sabe que son truenos. Lo que el animal y el hombre escuchan no puede ser equiparado no tanto por su reacción, sino por la diferencia en el trabajo de la inteligencia. Ni siquiera en el caso de don Quijote puede hablarse de una experiencia meramente funcional del oído. Rocinante no podía tener hipótesis sobre el origen de los estruendos. Evidentemente, ni siquiera el ruido es oído de la misma manera por ambos entes. No es sólo problema de la frecuencia de sonido para la que cada oído fue diseñado. El ruido puede aislarse, pero sólo en el caso del hombre es reconocido como ruido.

No sé si la música valga como ejemplo para reflexionar en este caso, pues es evidente que sólo el hombre ha nacido con el don de acceder a ella. La labor de la imaginación en relación con el sentido es, en este caso, muchísimo más compleja. No es ajena a la razón, como nada lo es para el ser humano, lo cual se prueba en el hecho de que hay una ciencia a partir de ella: la notación y la composición. La música está hecha por unidades. No por puntos de sonidos acumulados, sino, como en una línea euclideana, por un continuo limitado (por más contradictorio que parezca). El punto no es la única posibilidad de la unidad. Unidad, no átomo. Tanto las canciones populares como las sinfonías, con toda la enorme diferencia que entre ambas hay, poseen dicha característica.

La música queda en la memoria, lo cual se prueba por las tonadas chifladas y el tarareo, con todo y distinción básica de los tonos. El sonido que de ella proviene no se encuentra en la naturaleza. No nos engañemos, la inspiración concreta para que los instrumentos musicales y los primeros arreglos surgieran no pudo provenir del deseo de reproducir el canto de las aves. Y si provino de ahí, llevó al descubrimiento de que sólo las aves pueden graznar o gorjear y no cantar en sentido literal, sino metafórico. Por eso la imaginación intervino de manera decisiva en su surgimiento. Los instrumentos de viento y de cuerda, la afinación de una voz tienen algo que las aves no. Si las aves «cantan» es gracias a una relación con el hecho musical; el hecho musical no es gracias a lo natural. El viento no es musical hasta que viaja en esa forma cilíndrica que lo expulsa y lo retiene a la vez en distintas formas. Lo que se requirió para la creación de un instrumento fue el aprovechamiento del potencial de los materiales y el sonido, cuya organización se debe a la obra de la imaginación. Ninguna otra cosa pudo dar el orden de las cuerdas en una cítara, ni el acomodamiento de los dedos en una flauta. Nada más pudo después hacer música atonal, que no caótica, porque el caos nunca es musical.

Si es así, el gusto tiene relación evidente con la imaginación. Lo que no se puede sopesar fácilmente, es la manera en que la imaginación es educada, o si acaso es educable. Si, como los románticos creían, la música puede incidir en el “espíritu” de los hombres a partir de la guía de esa facultad de manera evidente. Esa idea se convierte fácilmente en el prejuicio burgués que Nietzsche observaba al hablar de la ópera, sin coincidir con los revolucionarios, pregoneros de la protesta. Podemos simplificar el problema de la educación y de la música por esa vía, y eso decía el hombre de Sils-Maria. Sólo puedo agregar que, hasta ahora, las diferencias en el carácter que pueden relacionarse con la música parecen apuntar, según veo, una cosa: Eros se manifiesta de manera templada hasta en el gusto. No hablo del erotismo como impulso. No hablo del gusto como reacción a la estimulación sensitiva. Hablo de algo que se hace patente en las emociones y su saludo a la musicalidad. Un rasgo de humanidad distinto a la palabra, pero no enemistado con ella.

Tacitus

Un acorde en silencio

Hasta donde tengo entendido la música se compone de sonidos y silencios, algunos llegan a ser más duraderos que otros; hay momentos en los que el oyente puede sentir lo agudo o lo grave de la vida, o en los que su andar por la vida se dibuja por pausas ligeras o por pasos pesados. La constitución de la música es igual a la de  la vida: en ésta hay momentos agitados y otros pausados y calmos, también los hay carentes de movimiento y concentrados en sí mismos, carencia que no es eterna porque el movimiento nuevamente se presenta, sólo deja de hacerlo cuando la vida ha terminado. La identidad entre una vida y una pieza musical no puede ser gratuita, ambas son resultado de lo mismo, la vida anima a la música así como la música da vida al alma. Hay variedad de piezas y también la hay de almas, algunas son desafinadas y otras muy bien afinadas, algunas brillan por sus acordes y otras por sus desacordes, pero la variedad nunca nos había impedido juzgar y distinguir a lo grato de lo ingrato, a lo bello de lo terrible y a lo bueno de lo malo. Sin embargo, ahora ya no juzgamos, vivimos animados por un espíritu tolerante; ya no distinguimos porque no tiene caso hacerlo y procuramos callar silenciados por la abundancia de voces, gritos y cantos que al mismo tiempo hablan sin escuchar.

 

Maigo.

Operando el olvido*

Llevaba toda la semana diciendo que cambiaría ese foco fundido, pero nunca ponía manos a la obra. Prefería sentarse a ver la televisión en aquel sillón mullido con una lata de cerveza al lado. A sus pies se hallaba El Flaco, tan fiel y guardián como siempre. Ese día, sin embargo, no había luz.

Empezó a cambiar los canales casi por inercia cuando El Flaco comenzó a ladrar, lo cual era normal pues él solía alarmarse al escuchar cualquier sonido cercano a la casa, Sin embargo, los ladridos eran diferentes esta vez, eran impacientes y se alcanzaba a notar un atisbo de miedo en ellos.

Se paró y se dirigió a la cocina por otra cerveza, pero cuando abrió la nevera se dio cuenta de que la lucecita del interior no se encendía. En ese momento reaccionó y se dio cuenta de que era imposible que hubiese estado viendo televisión hace un rato porque todo el día había estado sin luz. Recordó los ladridos de El Flaco y volvió corriendo a la habitación.

Por fin estaba haciendo algo: pensar en qué demonios podía ser lo que causaba esta obscuridad tan repentina. El Flaco seguía ladrando; tal vez no estaban solos, esa podría ser la razón de tanta obscuridad.

Al regresar a la sala de estar, un sonido estridente hizo que él perdiera el equilibrio, que perdiera la cordura. El sonido agudo y profundo en los oídos que sucede a un gran estallido de sonido vino a él irremediablemente. El Flaco no estaba, él mismo no estaba. La rutina había cambiado, el olvido estaba operando.

En su mente ya no quedaba nada, ni recuerdos, ni experiencias pasadas; sólo representaciones de objetos, de palabras, de hechos. Sólo era ya “la silla”, “la cerveza”, “el perro”, pero ellos ya no le significaban nada. Apareció inerte, arrodillado –sus largos cabellos le cubrían el rostro mojado por el sudor–, en medio de la obscuridad de su profunda desesperanza. El tiempo se eternizó y él se perdió…

-¿Qué hago aquí?- se preguntó. Se dirigió a su baño y se observó en el espejo. Sabía quién era, pero no recordaba a nadie ni nada de lo que había pasado en su vida. De repente, una angustiante preocupación llegó a él; se sintió solo y las lágrimas le empezaron a desbordar. No entendía lo que había hecho, pero odiaba sentir esa terrible ansiedad.

El Flaco ladró de nuevo y su dueño despertó enseguida con la respiración agitada y el rostro empapado por sendos lagrimones. Parpadeó varias veces y vio que todo seguía igual: el sillón mullido, la casa sin luz, El Flaco a su lado, pero ciertamente ya nada era como antes. Pesadilla o no, el olvido lo había trastocado hasta el tuétano, dejando únicamente intacto el recuerdo de un foco fundido…

Hiro postal

*En coautoría con mis asesorados (Claudia, David, Lilian, Enrique, Jael y Laura).

Pensando en la Sinfonía

La vida está llena de contrastes: entre que tenemos días movidos y atareados, y otros plenamente aburridos, o entre alegrías y enconos, o entre cientos de otros ejemplos que vienen en parejas, hacemos de los recuerdos de nuestros días redes de contrarios sujetos por la misma experiencia. Nosotros mismos somos así un poco, no podemos evitar que salga de nuestra supuesta congruencia alguna opinión que nos traiciona, o alguna actitud incomprensible; no tenemos carácteres de caricatura cuya única particularidad resaltable pinta todas nuestras acciones de un mismo tono.

Estas diferencias son fuente constante de imitación en la poesía y el arte en general porque causan gran maravilla cuando nos parece que están bien representadas. La música sería imposible sin nuestra capacidad de atender esos contrastes, para empezar, entre lo errático y lo estático, y para continuar, entre lo breve y lo largo, lo fuerte y lo quedo, lo agudo y lo grave. Toda teoría harmónica se basa en el movimiento que reconocemos en el sonido cuando pasa (de innumerables maneras distintas) del reposo a la tensión y de vuelta, porque nuestros instrumentos musicales nos dan la posibilidad de mezclar en infinitos modos todas estas caras del sonido.

Pensaba hoy por la mañana que la causa de que la que la sinfonía sea probablemente el modo más completo de hacer música es que, de todas las formas, es la que mayormente posibilita que se den todos los contrastes imaginables que le corresponden (digo que le corresponden porque, obviamente, no son de la música las características de otras formas de arte como la pintura o la escultura). No solamente incluye los más numerosos colores entre tantos instrumentos que se agrupan, sino que puede mejor que ninguna otra hacer cualquier cambio: por velocidades no tiene límites más allá de los que los escuchas se permitan; tampoco por tonos, o por texturas, o por motivos, o por cualquier otra cosa. En general, no hay matiz acústico que la sinfonía no pueda producir. Obviamente, hablando sólo de la forma no estoy opinando sobre ninguna pieza en particular ni afirmo que cualquier sinfonía sea mejor que cualquier otra cosa de música en el mundo. Simplemente eso: que por sus posibilidades, es la que más ofrece al compositor.

Otra cosa es pensar en la musicalidad de las palabras y su relación con la sinfonía. Confesaré que es ésta la segunda causa que me motivó a pensar en la preeminencia sinfónica: la canción bien podría estar en su máximo esplendor en el poema sinfónico. No todo poema está pensado como canción entre instrumentos, y no toda presentación de la voz tendría por qué ser incluida en una asociación orquestal; pero en cierto modo las mismas razones por las que la obra sinfónica tiene toda la capacidad de hacer lo mejor posible por la música incluirían al canto, en el poema sinfónico (o en algo parecido a él).

Al final, creo que es importante tener claro que en cualquiera de los dos ámbitos, si es verdad lo que aquí especulo como posibilidades para la composición, aún se necesita un talento excelente para hacerlas valer en toda su amplia extensión.