Suerte

— ¿Ya viste que al papá de Ramiro se le quemaron los dientes?

— ¿Qué? ¿Cómo que se le quemaron?

— Pues es que es mago. yo por suerte se los vi el otro día que lo encontré en la tienda. Se esforzó de más en ocultarlos a la hora de saludarme. No lo culpo, de verdad se le ven bien feo. Están como si se le hubieran podrido, todos negros y chamuscados. Se le sube una mancha negra de tizne desde el hoyo que le quedó en mero en medio de los dientes de enfrente.

— ¿Pero qué le pasó o qué?

—Ah, pues es que el señor por fin pudo atrapar una bala de una mordida. eso me lo contó Ramiro, porque la verdad me dio pena preguntarle al señor. Resulta que se le había ocurrido, después de mucho pensar, el modo en que podría agarrar la bala sin que se le escapara de nuevo. Y, pues, lo logró. Me dijo que él mismo le había disparado a su papá y que vio con sus propios ojos el momento en que la bala se detenía atrapada en la mordida. Dice que los ojos se le llenaron de lágrimas al señor, y que luego luego olió a pollo quemado. Yo le dije que tuvo suerte de que no le pasara nada más grave, pero Ramiro insiste en que su papá tiene suficiente pericia como para volverlo a hacer, pero que ahora le faltan los dientes y que si se pusiera unos de porcelana no le aguantarían la presión y se quebrarían. En fin, si ves al señor fíjate bien, verás qué fea le quedó la sonrisa.

Compensación

Derrotado y con la nariz rota yacía el asaltante que unos minutos atrás había amenazado la vida de Raul con un desarmador. ¡Dame tu teléfono y tu cartera! Dijo en voz baja poniendo el arma en contra del cuerpo del pobre muchacho, quien dando un grito de miedo, golpeó el rostro de su asaltante sin querer. Libre de toda amenaza, con el malhechor derrotado, se quedó mirándolo desde las alturas y sin el menor escrúpulo, le cobró por el susto robando la cartera y los zapatos del abatido asaltante. Luego se fue silbando admirado de su buena suerte.

Sabor a Sal

En alemán no poseen una palabra que nombre la mala suerte, allá (en Alemania) la suerte siempre es buena. Sin embargo de este lado del charco, la suerte es dual, y tenemos que lidiar con ella todos los días. No creo que sea ajeno a nuestra experiencia habernos cruzado con un gato negro de vez en cuando. Superstición aparte, lo que quiero decir con esto es que a todos nos ha ido mal de vez en vez y algunos se lo atribuyen a la mala suerte, otros a una falta de previsión y otros a un error de procedimiento. Sea cual fuere el caso, el término, a diferencia de los alemanes, confío yo en que no nos resulta extraño.

Bueno pues, en esta entrada exploraré un poco esta idea de la mala suerte que en un principio tiene ciertos tintes de misticismo y en un final, tiene de éste solo la parquedad que caracteriza a las cosas esotéricas. ¿Qué es la mala suerte? Propongo dos posibles respuestas a esta tan lejana pregunta. La primera de ellas es que la mala suerte es un suceso que ocurre fuera de nuestro control, pero que nos afecta directamente. La segunda respuesta que tengo para ofrecer, es igual a la primera, solo que en la segunda, la necesidad de la situación hace todavía más fatídica la experiencia. Es decir, en la primera cabe la cándida solución que propone Maquiavelo al problema, una sólida previsión y preparación antes de enfrentar a una situación. Dice aquél que las inundaciones se pueden evitar si construimos presas en los ríos de modo tal que podamos contener el cauce cuando se eleva, y no habla con mentira, la temporada de lluvias es algo que, a pesar de que a nosotros citadinos nos resulta un tanto extraño, en general es un fenómeno que se repite con cierta regularidad y que nuestros amigos que viven de la siembra, deben conocer de pe a pa, ya que es lo que les brinda sustento. Cuando viene la temporada de lluvias, que es relativamente por las mismas fechas cada año, es sencillo construir una presa, diques o alguna especie de contenedor para que nuestras casas no se inunden, si esto llegara a pasar, sería responsabilidad de nosotros por no haber previsto que eso sucedió. Sin embargo, puede llegar a suceder también que a pesar de construir un contenedor, sea cual sea, la lluvia inunde nuestras casas de todas maneras, esto, nuevamente se pudo haber evitado si hubiéramos construido una barrera más alta o de mejor calidad. Ok, el ejemplo es bastante claro y hasta un tanto obvio tal cuál nos lo muestra el buen Maquiavelo, pero, ¿cómo aplicamos esto a la vida real? Vaya, a la vida que nos compete a nosotros hombres del siglo XXI y que tenemos unas vidas un tanto extrañas para un ciudadano del siglo XVI.

Nuestra experiencia de la mala suerte, no depende tanto de la tiranía de la naturaleza, sino de un ligero descuido en la técnica. Un ejemplo común en nuestros tiempos, a diferencia del ya antes señalado, sería contraer alguna enfermedad por haber comido en lugares insalubres. Sí, la presencia de la naturaleza sigue jugando un factor, las bacterias o los virus que se encontraban en el taco de tripa que comimos en la calle, nos llevaron a sentirnos mal. ¿En qué sentido es mala suerte a diferencia del dique desbordado? En que nos tocó a nosotros. Pensemos que ese puesto de tacos está en una ciudad con millones de habitantes (pienso en la Ciudad de México) y que de todos los clientes que tiene, el único que se fue a enfermar fue uno. Mala suerte, ¿verdad? Sin embargo, puede haberse prevenido, se pudo haber comido en otro lugar, o el taquero pudo haber sido más higiénico a la hora de preparar la comida. En este sentido, nuestra mala suerte no es otra cosa que un descuido en el procedimiento, en la técnica de preparar deliciosos tacos de tres por diez pesos. La mayor parte de los ejemplos de mala suerte que vivimos en nuestros tiempos caen en esta categoría, y como ya dije, se pudieron haber evitado. Si el que padeció por comer tacos malhechos hubiera ido a otro lugar, no se hubiera enfermado. El enfermo sabía que era posible que los tacos estuvieran malos, porque el lugar no se veía limpio o el taquero muy experimentado. Entonces, ¿por qué comió ahí? La respuesta es sencilla, quiso tomar el riesgo, quiso jugarse un volado para ganar algo a cambio. Puede ser que se ahorrara unos pesos comiendo ahí, o se ahorrar tiempo que iba a invertir en otras cosas. No lo sabemos, sin embargo, es por este riesgo que uno se expone a estos posibles casos de mala suerte.

Entonces, en este primer caso, lo único que hay que hacer es alejarse del riesgo, ¿cierto? Los pobres hombres y mujeres que tenemos mala suerte es porque sencillamente corremos más riesgos que los demás. A los pobres difuntos que mueren arrollados debajo de un puente peatonal, no se les puede adjudicar que corrieron con la mala suerte de que el conductor estaba borracho o conducía a exceso de velocidad, ¿cierto? Ya que pudieron haberse evitado ese accidente si hubieran cruzado por el puente elevado que estaba ahí justo para prevenir esa situación. Pensémoslo así un buen rato, prestemos atención a cuántas veces hemos corrido con cierta mala suerte que se pudo haber sorteado sin pena alguna si no hubiéramos sido tan descuidados, tan flojos o tan ambiciosos.

Como decía unos párrafos anteriores, la segunda respuesta tentativa, es igual a la misma, sin embargo, se da en una situación necesaria. Lo que quiero decir con esto es que se da de un modo en el que no puede suceder de otro modo, y estirando un poquito esta acepción de la necesidad, podemos entender como sucesos que no se pueden evitar. Ejemplos sobra, sin embargo uno que me parece sería de utilidad para señalar lo que tengo en mente es que cada año hay un cierto número de personas (varía dependiendo dónde vivamos) muere por que les cae un rayo durante una tormenta. Bien, también sabemos que para que es rarísimo que eso suceda, y por este amplio campo de posibilidad, me atrevería a afirmar que a ninguno de mis lectores les ha caído un rayo nunca, ni siquiera a alguien que ustedes o yo hemos o llegaremos a conocer. Tal vez me equivoque, sin embargo, el punto que quiero mostrar aquí es que nos cuidamos más de no comer cosas en mal estado que de que nos caiga un rayo bajo la lluvia. ¿A qué se debe esto? Sencillo, son dos factores, el primero es que es muy poco probable, el segundo es que si sucede, no podemos evitarlo. ¿Cómo escapamos al castigo de Zeus? No somos tan rápidos como para correr de las centellas, no podemos ni siquiera preverlas como el buen Maquiavelo proponía, no hay un patrón que podamos encontrar de modo que podamos prepararnos para cuando se repita. La caída de los rayos sobre la tierra son completamente azarosos. Que te caiga un rayo, amigos míos, no se los deseo a ninguno de ustedes, sin embargo, eso es puritita mala suerte. No solo porque es una situación que nos afecta directamente sin que podamos hacer nada al respecto, sino porque es muy poco probable que suceda. Piensen en algo que les haya sucedido en su vida, que efectivamente no pudieron haber hecho nada para evitarlo, nada. ¿Cuántos de estos hechos en su vida hay? Me aventuraré de nuevo a adivinar que al que peor le haya ido de los reunidos en la lectura de hoy, no contará más de cinco casos en su propia experiencia. ¿Por qué? Sencillo, un factor determinante de la suerte en general, es que sucede muy rara vez, y sucede así porque no tiene patrón. La lluvia, aunque no dependa de nosotros, tiene un patrón establecido marcado por las leyes de la naturaleza (las conozcamos y dominemos o no), un patrón que se puede aprender tan solo con mirar y llevar notas. ¿Cuántas veces nos ha pegado una bala perdida? A mí ninguna, supongo que a ninguno de ustedes les ha pasado tampoco. Sin embargo, sucede. No hay manera de preverlo, y no hay mucho que podamos hacer. ¿Cuántos de ustedes duermen alejados de la ventana para evitar una bala perdida o cuántos de ustedes procuran estar siempre alejados de la ventana para que esta situación no les llegue a pasar? Apuesto a que ninguno y es sencillo, la idea, la sensación de que “a mí no me va a pasar” es lo que nos ayuda a vivir el día con día. No podemos ir por el mundo tratando de prevenir todo mal, porque resulta sencillamente imposible.

El Suertudo de Tresmontes

En la pequeña habitación, única de toda la casucha que había quedado intacta después de la malaventura, el comandante Cámpsai se sentó en su vieja silla de mimbre tejido. Las bolsas bajo sus ojos nunca habían pronunciado tanto su vejez como esa noche. Los hondos surcos de su cara como hendiduras de maizal hoy parecían más bien fosas mortuorias. Sus manos aún se sentían pegajosas, pero no volteó a verlas por el desagrado que seguro le causaría mirar su diestra sosteniendo el cálido vaso de armañac. No quería arruinar su trago. Quiso suspirar, pero inmediatamente recordó la tarde que condenó a muerte al más joven de Armeto, y antes de jalar el gatillo éste había suspirado con el aliento tembloroso. “Como tu padre, collón”, le dijo para coronar el estallido que terminó las negociaciones. No, no suspiraría. Dio otro trago más. Frente a él, única fuente de luz, los últimos chispeantes leños todavía tenían la fuerza como para prender si se les azuzaba; así que se quitó el sombrero para abanicar. Viejo ya y desgarbado, de ancha ala, buena marca y originalmente muy vistoso, tenía al frente bien centrado un hueco por donde había pasado una bala. Era su sombrero de la suerte, siempre recordándole que nadie podría tomarlo antes que Dios mismo lo quisiera. El Suertudo de Tresmontes, lo llamaron sus hombres muchos años, más de los que había sido joven. Mirando ese hueco en el tejido roído bufó con recelo. “¿Y a quién se llevan que no quiera?”, pensó. Lanzó el sombrero sobre las brasas y no tardó en consumirse levantando crepitantes lenguas, y soltando luego un humo dulce. Detrás suyo, escuchó lo que esperaba, y no volteó: la puerta se abrió muy lentamente.

Salud y Suerte.

Salud y Suerte.

 

La técnica propia de la medicina no es tan fácil de aprender, al parecer se requieren más de diez años para poder decir que se tiene algún dominio de la misma; sin embrago, el estudio de ésta no garantiza que el médico siempre mantenga los pies en el suelo (bien arraigados a sus propios límites). Más bien parece todo lo contrario, porque un buen médico es aquel que no acepta en sus diagnósticos la presencia de la buena suerte, pues considera que todo funciona debido a causas perfectamente asequibles al entendimiento humano.

Quien es médico difícilmente verá que los límites de su técnica están junto a los linderos de la fortuna; y si llega a ver tales considerará su deber para con la humanidad que esos linderos se pierdan después de las debidas batallas por conquistar a esa dama escurridiza y caprichosa, que impide que las cosas salgan tal y como la razón lo ordena.

Considerando estas cosas, no es de extrañar que aquellos que pretendan ver en el cuerpo político a un cuerpo enfermo necesitado de la mejor de las medicinas se vean a sí mismos como médicos, capaces de curar cualquiera de las enfermedades que amenazan la supervivencia de su paciente, y que emprendan las batallas más difíciles con tal de dominar a la fortuna, la cual ha de ser desterrada del Estado con tal de éste llegue a las condiciones óptimas de salud.

Un buen médico según nuestra visión moderna de las cosas, no es aquel que suministra remedios para soportar los males que aquejan el cuerpo, pues el soportar no es lo mismo que curar, y la salud es necesaria cuando se pretende hacer mucho en la vida, como progresar en la búsqueda de placeres perfectos, es decir, aquellos que no traigan daño consigo.

Si tomamos en cuenta que aquel que se considera buen médico siempre sabe qué recomendar para mantener o recuperar la salud del cuerpo, no es de extrañar que veamos entre médicos y técnicos discursos enfocados a decir qué es lo que debe hacer el Estado para vivir bien, sin que ello exija que se diga con detalle en qué consiste vivir bien, pues parece que todos los que escuchan a los doctores están de acuerdo, sin necesidad de hacer exploraciones al respecto.

Escuchando la conversación de un médico y la de aquel que pretende curar un Estado es muy fácil notar que ninguno de los dos acepta la presencia de la fortuna en lo que hace o en lo que recomienda que se haga, más bien al contrario ambos ven que sus recomendaciones tienen como fundamento lo racional y el funcionamiento mecánico de aquello que pretenden curar, lo que destierra y aleja lo más posible a la fortuna. Quien deja de ser una juguetona diosa y pasa a ser una esclava conquistada y sometida por la fuerza de la razón.

Pero, no sólo la conversación del médico y del doctor delata su confianza en la razón, a veces también sus actos, en especial cuando estos conducen al fracaso aquello que pretenden realizar, siempre se presentan excepciones a la regla, y hay pacientes que mueren aún a pesar de los esfuerzos de los médicos por controlar todo lo que en sus cuerpos pasa, de igual manera los doctos fallan en sus recomendaciones, y lo que se supone sería un estado feliz se convierte con facilidad en un estado totalitario, que ordena la felicidad que no se ve en el rostro de los ciudadanos.

El médico falla y doctor también, y ambos lo hacen debido a que se presenta nuevamente la desterrada, cuando menos se le espera, como siempre ha sido, y nuevamente juega y deja ver que parte de su juego era la confianza que había otorgado al médico y al doctor en ellos mismos, pues por esa misma confianza ambos olvidan fácilmente que lo que hacen se encuentra en constante contacto con la buena suerte.

La suerte se desquita, y lo hace llevándose consigo la vida del paciente, o bien ayudando a que éste recupere su salud en la medida en que pierde al médico y al doctor que la arriesgaron en aras de una razón, que irracionalmente olvidó su sitio en el mundo

Caro pagan el médico y el doctor cuando olvidan que el hipo se cura con un incontrolable estornudo.