Una muerte radical

Una muerte radical

Estaba detenido, de pie, absorto en torno a un suceso mundano, tanto como puede serlo cualquier cosa que nos sorprenda. Digna de sorpresa era también esa pausa. No era la prisa su costumbre, no gustaba de cortar el viento con prisa negligente. Miraba encogido el suelo. Había tirado un montón de papeles por la torpeza de sus manos, que no se alineaban con su control impuesto. Le sorprendió la presencia de una hormiga, que parecía huir de todo ese ajetreo al que era ajena, pues eso hace la organización colonial de esos insectos que sirven a veces de espejo científico detrás de una vitrina. Era sorprendente porque estaba en medio de la calle. Así no se comportan esos animalejos. Él no era dado a sorprenderse. Tal perplejidad podía ser interpretada como parte de su torpeza burocrática. Olvidó por un momento el nerviosismo que le había arrebatado la estampa señorial que la daba el saco color azul marino que portaba. ¿A dónde iba esa maldita hormiga? No podía ser solitaria. Su memoria lo atacó con el recuerdo de una película: la otra mano trémula, emoción disfrazada de seriedad, que recogía sus papeles caídos debido al choque empalagoso y totalmente accidental de dos caminos. Ahora sólo estaba esa hormiga, que no daba mirada gentil y que no fingía tierna demencia con los ojos en pugna entre el suelo y su rostro. Se dirigía extenuada con su alimento a su refugio.

Se levantó en cuanto terminó de levantar aquel desastre. Perdió de vista al animalito. Recordó lo que lo apremiaba. Esos papeles eran importantes para su jefe, que lo había llamado con esa voz imperiosa que ya había identificado como signo evidente de su apuro. No sabía qué los hacía importantes (o al menos fingía no saberlo), hasta que los vio regados como agua y no pudo entonces inventarse versiones secundarias. Nombres, ubicaciones, teléfonos, rostros, debilidades, preferencias. Regresó el nerviosismo que lo había conducido a ese accidente en primer lugar. Pensó en la manera de justificar su retardo.

Estamos contigo, mi Henry- espetó Javier, que lo había encontrado justo a punto de renovar su nervioso paso rumbo a la ubicación de su jefe.

Javier era un antiguo conocido, compañero de la preparatoria y la licenciatura, pero nunca pudo llamarlo su amigo. Lo había abordado con esa frase publicitaria que Enrique (Henry) había propuesto como slogan de su jefe y de toda su empresa. ¿Estaba ahí de nuevo ese viejo sarcasmo por el cual él nunca consideró reducir distancia emocional entre ambos, con esa frase que parecía mostrar algo de conocimiento de su trabajo por parte de su excompañero? Sólo él y unos cuantos más sabían o creían saber lo que hacían. Sólo él y su equipo se sabían creadores de aquella frase.

-Parece que tú también eres víctima de la publicidad- respondió Enrique, buscando la manera de encarnar esa sospecha suya en un intento de regresar lo que le pareció una burla en torno a su espíritu corporativo. Y sonrió para sí, al tiempo que mostraba una mueca que era una farsa de bienvenida. Su respuesta obedecía a que Javier siempre se creyó limpio de todas esas aspiraciones modernas que compartió su generación. Estudió, decía, para sobrevivir, pero no quería cambiar las cosas, y eso, según decía, era lo que lo hacía distinto a los demás. No tenía ambiciones del tamaño de sus compañeros, por lo cual no podía entrar en esa lógica que se convierte en depredación en el momento de competir curricularmente. No se decía realista. Creía, según dijo en más de una ocasión, que el realismo era parte de una dialéctica que debía rebasarse, para no ser esclavos del mundo moderno. Eso lo sabía bien Enrique, quien se acomodaba ahora el cabello engominado, revisando, sin espejo, que su peinado estuviera aún formado para el momento fotográfico de ingresar por primera vez en el día al recinto de mando. Por eso su respuesta le divertía, al tiempo que le permitía pensar en su ligera revancha con placer.

Pero Javier lo abrazó, como si estuviera dispuesto a olvidar esa lucha relampagueante entre egos. Él sabía que Enrique no podía hacer nada para vulnerarlo moralmente mientras siguiera sirviendo a ese aparato laboral.

-¿Qué haces mirando hormigas, cabrón? ¿A poco estás renovando la burocracia introduciéndole momentos dramáticos de autognosis y reflexión?- le respondió mientras le estrujaba la mano, terminando el ritual tradicional del saludo familiar, amistoso, con un tono que además del sarcasmo reiterado lo hacía convertirse en una especie de juez, como si leyera todo a la manera de quien dialoga con un narrador omnisciente.

Le sorprendió que hubiera podido notar su nueva afición. Se preguntó si había alcanzado a observar el desorden con los papeles, además del contenido de cada hoja, y sólo alcanzó, el nerviosismo ahora convertido en un capullo para la vergüenza, a responderle con poca amabilidad:

-Nada, iba yo a entregar algo; eso fue accidental, no seas mamón- terminando con una risa nerviosa, que evidenciaba su deseo por despedirse de inmediato, pero con cordialidad. No podía traicionar el espíritu de esa frase, creada por él mismo, y mucho menos en frente de ese juez espontáneo que aparecía para recordarle eficazmente el asco y el vértigo que él mismo había sentido al momento de ver esos papeles de cerca. El mismo asco que lo hizo distraerse fácilmente con el paso de una hormiga solitaria. Un sonido metálico poco conocido por él le hizo el favor de terminar abruptamente aquella primera conversación. Sintió una férrea presión en su vientre.

-No te muevas, y no cambies de semblante- le dijo Javier mientras sostenía lo que parecía un revólver, una extensión de ese ego calmado y alegre segundos antes. La calle era poco concurrida. Sólo estaban ellos dos y la hormiga escondida en alguna grieta cercana, quizás.

-Quizá por ello la hormiga podía caminar sin temor- pensó, mientras el escalofrío recorría su ser. La piel se le erizó. Controló el temor de sus manos. Javier lo hizo caminar en línea recta por un callejón cercano, mientras lo abrazaba.

-Sabes bien lo que haces- volvió a decirle el del revólver. –Esos papeles no van a llegar a ningún lado. Pensé que eras más inteligente, mi Quique. Pensé que tú eras quién movía secretamente los hilos en la mente de tu jefe. Sabes que la dominación es un teatro, ¿no? Es una mentira radical que tiene que terminar. La burocracia no seguirá metiendo las narices hasta en nuestra privacidad-. El revólver hacía una sátira de sus palabras. Pero parecía que eso no le preocupaba. Con un tono de jactancia, le dijo en voz queda y soltando una débil carcajada, como si hablara solo: “¡Mírame queriendo cambiar las cosas!”.

-¿Para quién trabajas?- terció Enrique.

-Todos y nadie sabemos para quien trabajamos. El rostro de nosotros está en cada uno de los demás. Abolir la ilusión del éxito es desmentir tu felicidad. Estamos contigo, ¿recuerdas? Lo acabo de decir, Henry.

-¿Qué tiene que ver tu perorata nihilista con…?-

-No seas imbécil. No hago esto como terrorista. No pienso ir en contra del sistema sólo por robar una bola de papeles-.

El callejón terminaba en un estrecho paso entre dos casas, que daba hacía un amplio jardín en el que tampoco había nadie. Lo había alejado lo suficiente de su jefe para que nadie oyera un posible disparo o enfrentamiento. Su teléfono sonaba. Intuyó que era una llamada para apurarlo. No podía contestar. Estaban frente a frente de nuevo; él sostenía el arma con vehemencia todavía.

-La pistola sólo es teatro ¿No me pusiste atención? ¿Qué más te hubiera jalado hasta aquí? El éxito se ve bien en ti, Quique. Seduce como una puta, ¿no? Apuesto a que no sabías que tu jefe es también el mío. Es mi padre. Esta es su pistola, de hecho. Le inserta más dramatismo al asunto. Te gusta todavía el teatro como en la escuela, supongo. Ni cuenta te diste del parecido. Te confieso, aquí, abruptamente, que he pensado en el parricidio, pero no funcionaría de nada. Seguiría en mi rostro, en mi voz. Eso me enfurece más. Te traje aquí para que presencies un finale, como dicen esos que escriben guiones. Tú debes ser el único espectador. Te aviso que no vas a morir, eso te lo dejo a ti. Eso te compromete. Espero que sepas qué hacer con todo, pues por eso eres exitoso, según recuerdo. No son celos profesionales ni familiares. Verás un final digno. Llámalo, si quieres, un mensaje absurdo con doble intención, para que sueltes de nuevo tus papelitos, que parecen un libreto valioso por la manera en que los sostienes ahora. No cambiar nada, en eso está el secreto en contra del éxito-, y la oración fue terminada por el punto final de un estruendo. La sangre de Javier salpicó sus brillantes zapatos. Soltó sus papeles, que volaron con un aire violento que se apoderó del ambiente justo después del disparo. Una mezcla de histeria y miedo incontrolables lo invadió.

Se levantó como el filo de una navaja suiza, rompiendo el silencio nocturno con jadeos, empapado en sudor. Vio sus manos, el techo, el suelo y las ventanas para asegurarse de haber vuelto de esa muerte extraña. Apacibilidad total. Se puso de pie y buscó con la mirada el montón de papeles. Pensó en no entregarlos. Pero su pensamiento se disipó gracias a ese garrotazo de realidad. Un sueño después de todo. Una exageración a partir de un encargo tan simple. El nombre de Javier, el suicida, y su rostro aparecían hasta arriba de esa pila. Supo cómo se fraguó tal sueño. El frío del revólver desapareció. Y como si le hubieran disparado, regresó para cruzar el umbral del sueño.

Tacitus

Amistad y caducidad

Amistad y caducidad

 

El diálogo ciceroniano sobre la amistad, Lelio, es una evocación del pasado. No es de extrañar: muchas veces los amigos se reúnen a evocar el pasado. Pasa el tiempo en que florece la amistad y los amigos se reúnen a imaginar las coronas que podrían haber construido con las flores marchitas. Pasa el tiempo de la amistad y los amigos, avejentados, juegan un rato a creer que el tiempo no ha pasado o a fingir que todavía podrían vivir en el pasado. Porque la amistad caduca es que, cuando nos reunimos con amigos, evocamos el pasado conjunto. Y el diálogo Laelius de Cicerón es la reflexión más profunda sobre el término de la amistad.

         La caducidad de la amistad es, en sentido estricto, el tema del Laelius; pero está tan creativamente resguardada que es necesario leerlo con mucho cuidado para notarlo. Explícitamente la caducidad de la amistad sólo se menciona en dos momentos: después de la definición de la amistad –que coincide con el fundamento metafísico de la amistad en Aristóteles- y al final del diálogo –donde la mayoría ve una preceptiva del cuidado de la amistad-. Implícitamente, el problema de la caducidad de la amistad está planteado desde la selección misma de los personajes del diálogo. El diálogo evocado tiene tres personajes: Lelio, Fanio y Escévola. Además de aparecer en el diálogo aquí comentado, Lelio aparece en dos diálogos más: Catón el mayor y Sobre la república; en ambos, por cierto, aparece junto a Escipión. Escévola, por su parte, aparece tanto en De Oratore como en Sobre la república. Y Fannio sólo había aparecido previamente en Sobre la república, aunque no durante todo el diálogo. Los tres interlocutores del Laelius sólo vuelven a aparecer juntos en Sobre la república. Dramáticamente, el Sobre la república es anterior al Laelius, pues se realiza en las ferias latinas del invierno previo al asesinato de Escipión; mientras que Laelius tiene lugar en la primavera de 129 a.C., tras los nueve días de luto por la muerte de Escipión. Sobre la república acontece mientras se celebran las fiestas públicas por la fidelidad a la alianza latina; Laelius acontece tras la infidelidad que asesinó a Escipión. En Sobre la república habla principalmente Escipión; en Laelius la palabra la toma Lelio; en Sobre la república, Cicerón nos apunta que la pareja de amigos tenía un acuerdo tácito: en la guerra, Lelio daba el lugar principal a Escipión; en la paz, Escipión se lo daba a Lelio. En Laelius, explícitamente el lugar lo tiene Lelio; implícitamente, en cambio, todo lo que se dice de la amistad está bajo la sombra de Escipión; como si entre caballeros la justicia fuese para la paz y la amistad para la guerra. En la paz, los amigos se reúnen a evocar; quizá la evocación es lo justo.

         Catón el mayor, el otro diálogo en que aparece Lelio, es el diálogo en que Cicerón fabula la inmortalidad del alma. La vejez (y la muerte) deja de ser terrible ante la fábula del alma inmortal. Para quien no ha pensado el problema de la justicia, la fábula sobre la inmortalidad es suficiente. Si no es posible que los amigos sean justos, al menos han de estar bien dispuestos al cuidado del alma inmortal. La evocación de las buenas amistades es la oportunidad de hacer justicia para quien no es del todo justo. La evocación, en este sentido, es lo justo. Catón, hombre justo, puede hacer caballeros, aunque no logre hacer filósofos. En sentido estricto, sin embargo, el tema de Catón el mayor es la excelencia de la memoria. Sólo el filósofo reconoce la excelencia de la memoria. Sólo el filósofo reconoce la justicia –o la injusticia- de la evocación. Algo enseña Cicerón al filósofo en torno a la memoria que le permite comprender el sentido de la evocación. El filósofo evoca ciceronianamente de acuerdo a lo aprendido en De Oratore, el otro diálogo aquí implicado. La evocación filosófica es una excelencia del orador; no por nada el nombre de Lelio significa, a través del griego, gran orador.

         La amistad, tal como se presenta en el Laelius, supone el conocimiento de la justicia y la memoria de los diálogos Sobre la república y Catón el mayor. Se conoce la amistad, puede presumirse por ahora, en tanto se reconoce cómo es que la justicia y la memoria se involucran en su práctica. La caducidad de la amistad se entiende, además, en función de la memoria y la justicia. Por ello, para Cicerón la amistad se presenta frecuentemente como una evocación de los amigos. Quienes no dejan pasar la amistad, quienes se esmeran en que nunca cambie, algo no han entendido. Quien comienza a entender algo sobre la caducidad de la amistad comienza a comprender por qué es justo que las amistades terminen.

 

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. En México se organiza una nueva guerrilla y los servicios de inteligencia federales intentan evitar su arraigo en las zonas urbanas, así como limitar sus vías de financiamiento. 2. Importante investigación de Animal Político sobre los seminarios para «curar» la homosexualidad, investigación que muestra la pequeñez del pensamiento de los «defensores» de la familia. 3. Humberto Padgett investiga la corrupción en el cuerpo policíaco de Naucalpan. 4. La posibilidad de que el EZLN postule una candidata independiente para la elección de 2018 debe pensarse como un llamado a imaginar una política posible, una renuncia al poder y la aceptación de la búsqueda de la comunidad; eso piensa Gustavo Esteva en un artículo reciente. 5. Creativa la lectura que Salvador Camarena ha hecho del enriquecimiento ilícito de Javier Duarte: es necesario arreglar la educación privada, donde se educa la «gente bien», donde se funda el mirreynato.

Coletilla. Aristegui Noticias dio voz a Elena Poniatowska, quien se dice víctima del odio de Luis González de Alba. Infantil, como siempre, la Poni cree que fue solamente el odio lo que orientó las críticas de González de Alba en su contra. Poni cree, declara y quisiera hacer creer, que al fondo de las críticas de González de Alba a La noche de Tlaltelolco se encuentra el celo por el éxito editorial. Olvida Elenita, y no es raro, que si su editorial modificó La noche de Tlaltelolco de acuerdo a las indicaciones de Luis González de Alba, lo hizo por mandato judicial, pues Poniatowska se había negado a corregirlo. En noviembre de 1997, en La Jornada, González de Alba solicitó públicamente que Poniatowska corrigiera los errores de su libro (alrededor de 50). Dice en No hubo barco para mí (p.152): “Ocurrió en noviembre de 1997: pedí a Elena corregir errores de su crónica tlatelolca y Monsiváis exigió a Carmen Lira: ¡O Luis o yo! Me echaron sin dejarme siquiera vender mis acciones del diario: un comité de salud política eligió quién tenía los valores necesarios para poseer esas acciones y a cómo iban a pagarme”. Las diferencias con la Poni habían comenzado en marzo de 1993, cuando González de Alba protestó públicamente por los ataque de Poniatowska contra José Woldenberg, quien había iniciado la ciudadanización de los órganos electorales y la campaña para que el Distrito Federal estuviera en condiciones de elegir a su jefe de gobierno. Poniatowska se lanzó públicamente contra el demócrata Woldenberg. En el 93 atacó la democracia, en el 97 avaló la censura (que duró hasta la muerte de González de Alba, asunto ni siquiera mencionado al paso en las páginas del periódico de las izquiedas), en 2006 inventó una legitimidad y ahora viene a decir, pueril, que Luis González de Alba le dirigió un odio inmerecido. A eso, cuando menos, se le llama hipocresía.

Sabiduría del desengaño

Sabiduría del desengaño

 

Sabio es el que sabe muchas cosas, pero también lo es el que sabe bien lo que sabe. Además es sabio quien conoce el bien, así como sabio es quien vive bien por lo que sabe. El sabio podría ser feliz por todo lo que sabe, porque sabe bien lo que sabe, por lo que sabe o por lo que su saber le posibilita. Por ello parece extravagante hablar de un sabio infeliz o afirmar la sabiduría de quien se ha suicidado. Sin duda resulta sospechoso afirmar la infelicidad del sabio o la sabiduría del suicida, sin que por ello sea menos digna de duda la sabiduría del desengaño. La extravagancia es mayor cuando afirmo la sabiduría del desengaño en Luis González de Alba. Del conjunto de necrológicas que, desde su suicidio el pasado domingo, se ha publicado, ninguna –bueno, sólo una, pero no en el sentido aquí considerado- lo ha afirmado como sabio, todas lo han erigido como ícono de la libertad, libertad de la vida y el pensamiento. Los íconos, empero, no se proclaman; perduran, prevalecen. No habla pues, aquí, el compañero o el amigo, el que lo conoció o se nutrió con su plática, ni el cofrade intelectual ni el tesonero de la historia; habla el lector, el admirador de sus letras, el coleccionista de sus libros, el que se alegra de no haberlo conocido porque sospecha que en la fascinación se hubiera perdido.

         Mi admiración por Luis González de Alba nunca atendió a su pasado político, sino que desde el principio fue una simpatía por su cursilería (Christopher Domínguez Michael dixit). Agapi mu fue un encuentro feliz de mi adolescencia, un preludio de buena parte de mi experiencia lectora: leer para mí, sabiendo que lo leído permanecerá en mí -delineando mi diálogo silencioso-, con poca esperanza de compartir mi lectura. Agapi mu inauguró un ventanal solitario de mi experiencia, escotilla de la vida, rincón que es un refugio, refugio que no es fuga. Agapi mu también descubrió para mí a Cavafis (Luis diría Kavafis porque siempre será más valiente que yo), sol que alumbra la destrucción. Por mucho tiempo mi lectura de Luis González de Alba fue la meditación constante de la soledad y la destrucción.

         ¿Acaso no vi soledad y destrucción en su primera novela sobre el 68? La lectura de Otros días, otros años me dio la respuesta. Mientras algunos consideran que la novela de 2008 es la historia de amor enmarcada en los días –y años- posteriores al 2 de octubre, la versión rosa del movimiento estudiantil, el amor que recubre a la masacre; yo vi sangre en la segunda novela sobre el 68. El tema principal de Otros días, otros años es la sangre: sangre que denota muerte porque está viva, sangre que denota destrucción porque está activa, sangre que mana soledad, soledad destilada por la enfermedad. La sangre de Otros días, otros años está teñida de VIH, y derramada ante el lienzo del ritual político de la Plaza de las Tres Culturas muestra por vez primera su verdadero color. Magistral e inteligente, Luis González de Alba compuso dos novelas paralelas en torno al movimiento estudiantil de 1968. En la primera, donde una mayoría fanática espera ver muerte y represión, el autor delinea los senderos de la vida y la alegría; el 68 fue efusivo, pero no una efusión de revolución libertaria, sino de vida libre, del deseo que se condensa en el sexo desprejuiciado. Si la Plaza de las Tres Culturas tiene forma de represión, se trata de represión sexual: el mayor mito político de la izquierda mexicana es homofóbico. En la segunda novela, en un contraste extraordinario, la vida exhibe su complejidad y la alegría se precipita en nostalgia. Son los ochentas, el camino de la alegría condujo al callejón del sida y la vida de los sesentas petrificó en el nacionalismo revolucionario. Cumplir la libación anual en Tlatelolco paga el olvido injusto de los enfermos de VIH. Otros días, otros años nos da la posibilidad de ver la sangre por primera vez roja. La sangre roja de estas novelas paralelas no es, empero, el centro de la sabiduría del desengaño.

         En el más bello capítulo de su último libro publicado en vida, Luis González de Alba se pregunta: “¿Cuándo se jodió mi vida?”. En Mi último tequila el lector encuentra el panorama de la respuesta. La vida se jode cuando el amor y la política nos dejan sin amigos. O dicho al modo en que le gusta a los intelectuales: la amistad no sobrevive ni a la política ni al amor. El desengañado, quien perdió el amor y fue derrotado en política, busca en torno la amistad y sólo encuentra a otros: pasados compartidos, tercos recuerdos, proyectos frustrados, el catálogo de lo que pudo ser y el inventario de lo que nunca fue. El desengañado ya no puede encontrar amigos, ya no puede ser feliz, y sólo el sabio sabe por qué; sólo Luis González de Alba pudo responder “¿Cuándo se jodió mi vida?”.

         Yo no me mato hoy porque todavía no sé cuándo se jodió mi vida. Sí sé, en cambio, que mi admirado Luis González de Alba describió un camino posible: conocerse tan radicalmente a uno mismo que al final la extinción deje de ser terrible, que en ocasiones cada intento termina por fracasar, quedando mi corazón –muerto- sin sepultar. El desengañado también acepta que sean otros los felices.

 

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. Una desaparición más en Veracruz, pero en esta ocasión ya se encontraron los cuerpos. Evidentemente falta la explicación del caso.  2. Una fosa clandestina más en Morelos. 3. El miércoles 5 de octubre se aprobó en comisiones del Senado una modificación al artículo 123 de la Constitución, a partir de la enmienda podría quedar cancelado el derecho de huelga. ¡Gravísimo! Avanza el Estado Servil. 4. Sin duda es un tipo de violencia de género, además de una censura interesante: el asesinato de una sexoservidora transexual en la Ciudad de México no ha convocado a las buenas conciencias que siempre protestan ante las injusticias. Sorpresivamente, el villano de la prensa militante, Televisa, sí pone atención en el caso.

Coletilla. Juan Villoro, Enrique Krauze, Javier Sicilia, Arnoldo Krauss, Francisco Bolívar Zapata, Mario Lavista, Antonio Lazcano, Hugo Hiriart, Vicente Quirarte, Ruy Pérez Tamayo, Elsa Cross, Hernán Bravo Varela, Luis de Tavira, Diego Enrique Osorno, Sergio González Rodriguez, Roberto Blancarte, Luis Fernando Lara, Miguel León Portilla, José Ramón Cossío, Javier Garciadiego, Claudio Lomnitz y Luis Felipe Rodríguez en un mismo evento gratuito. Aykir.

Crónicas Cenicientas (tercera parte)

Lee aquí la segunda parte.

De la noche de la cita no hay mucho que contar, no acordamos una fecha en específico y por momentos llegué a pensar que había sido víctima de una estafa. Tardaron cinco días en aparecer, llegaron poco después de media noche sin avisar, forzaron la entrada de mi departamento, todavía no sé cómo lo hicieron, el punto es que de buenas a primeras desperté con el frío toque del cañón de la que ahora es mi .22. Abrí los ojos desconcertado, con un poco de miedo que fue sofocado al momento por las inmensas pestañas que salían del antifaz negro de terciopelo en forma de ocho que tenía La Verónica en el rostro. Sus ojos verdes relucían como dos esmeraldas debajo de la luz de la luna y su dentadura bien alineada e impecablemente blanca se dejaba ver tímidamente entre sus labios rosas, brillosos y húmedos marinados en gloss. Retiró la pistola de mi boca, me besó suavemente los labios y después deslizó su guante sobre mi rostro como tratando de convencerme de que estaba soñando. Yo no dije nada, tenía una confusión tremenda y un poco de miedo más que de excitación. La verdad es que yo ni siquiera tenía aquella fantasía sexual, lo único que yo quería era una pistola. Pero ya estaba ahí, con la Verónica sobre mi cama deshaciéndose del grueso abrigo que cubría el coqueto conjunto de baby doll y ligueros rosados que contrastaban finamente con la blancura de su piel y su negro lacio cabello. Los mimos terminaron después de esta visión celestial y comenzó la acción, me soltó un par de bofetadas con toda la fuerza que puede una chica veinteañera desatar y a punta de pistola me arrastró fuera de la cama tomándome del cabello, me insultó, me escupió y me pateó las costillas y la barriga. Siguió así en una perfecta combinación de golpes y caricias que yo jamás podré representarme ni en mi sueños. Un poco desconcertado busqué al matón que la acompañaba, me incomodaba un poco que él hubiera entrado a mi habitación o que incluso estuviera entre las sombras observando la escena. Quién sabe, me incomodaba incluso pensar que podría estarse masturbando desde antes de que yo comenzara a gozar. La Verónica se volvió más mandona, más salvaje y de haber vestido yo una ridícula pijama como lo hacen mis amigos casados; los jirones que con maestría recortaron sus uñas hubieran sido de tela y no de piel. Qué más podía hacer sino dejarme llevar, total, el sexo es sexo y termina igual en cada una de las veces: en un interminable y odioso tedio cansino. No sé si lo notó, o fue parte del juego, pero mi incomodidad por el guarro que la acompañaba seguía siendo muy escandalosa, yo a veces creo que herí su orgullo femenino preocupándome más por la presencia de un hombre que por el tremendo mujerón deseoso de complacerme que tenía encima. Solo así me puedo explicar por qué se le pasó la mano en los golpes y cómo es que terminé desmayado en el suelo de mi propia casa antes siquiera de probar aquello por lo que había pagado. En fin, al día siguiente de la Verónica y del gañán no quedó más rastro que mi .22. No supe nunca si el tipo éste la acompañó o ella se presentó sola a mi departamento. Yo no volví a aparecerme por casa de la Chela, ni ella trató de contactarme jamás. Después de todo, la discreción es un punto fundamental en el negocio y la Chela era tremendamente formal. A fin de cuentas yo tenía lo que quería, salvo que ahora me hacían falta las municiones.

La cartera no se quejó tanto como imaginé, los moretones que me dejó la Verónica sanaron unos días después y los chismes en la oficina no pasaron de que un asaltante me había roto la crisma por resistirme a un robo. Incluso, gracias a este rumor (que no comencé yo, lo juro), me vi tentado en más de una vez a reportar mi tarjeta de crédito como extraviada y tratar de desconocer el cargo que me había hecho la Chela por el favorcito. No lo hice, a fin de cuentas yo había obtenido lo que quería y a la Verónica ya la había poseído en otras ocasiones hasta el tedio. Quien ha cumplido o ha estado cerca a lograr la difícil meta de dejar de fumar, sabrá de sobra que uno no puede sacar de su mente al cigarrillo, no importa que hayan pasado cinco o diez años, uno siempre cree que puede tomar en cualquier momento uno, encenderlo y darle el golpe como si el tiempo no hubiera pasado, como si el cuerpo no se hubiera purgado del todo de la dependencia a la nicotina. Con mi .22 en casa, me sentía un poco más tranquilo, en el sentido de que mi plan marchaba sobre ruedas, pero estando un paso más cerca de mi objetivo, ahora los días se me hacían más largos y el momento de darme un tiro para pegarle el más placentero de los golpes a un cigarrillo, se me hacía extremadamente distante.

El último abismo

El último abismo

El escepticismo es ya una moda burguesa. La afirmación voluntariosa de la verdad efectiva es su escaparate práctico. El suicidio puede confrontar el mundo burgués, pero con la duda evidente para el suicida de si su solución continúa siendo una elección burguesa. El escepticismo hace la vida soportable, el suicido termina con el ridículo de quien tiene tanta fe en el conocimiento que requiere el rigor absoluto de la duda, y abandona toda posibilidad de vivir en las atrocidades de la efectividad, pero sólo porque acepta que la verdad ya no tiene sentido. Se hunde ante la imposibilidad de conciliar la verdad y la práctica, más allá de la utilidad o lo posible. Se mantiene en el abismo del burgués: la acción se convierte en un absurdo, en una incomodidad radical.

Esa es la lógica: dado que aceptar la posibilidad de armonizar la práctica con la verdad es una contradicción o una justificación de la banalidad del hombre moderno, no puede continuar con la mentira de la acción. Su solución es radical, pero no verdadera. El romanticismo queda corto frente a su radicalidad: no acaba consigo porque sus pasiones lo lleven a penas insolubles en la confrontación con la moral burguesa; termina absolutamente porque sabe que dichas confrontaciones son inútiles. No hay más por amar. La justificación de la naturaleza es otra falacia moderna frente al verdadero caos anidado en sí.

Digo, no obstante, que se mantiene el suicidio todavía como una posibilidad del mundo burgués. De hecho, me parece que el suicido es una opción que nunca dejará de ser moderna, al menos desde que el paganismo verdadero se extinguió para siempre. La confrontación que nos hemos acostumbrado a hacer de manera superficial, y que debe ser combatida, es que del suicido nos salva la fe. Sería así si de verdad la fe fuera tan bien entendida por todo creyente, lo cual no es tan claro. Sería así si la fe involucrara inexplicablemente la negación totalitaria (evidente absurdo) del mal. El hombre cristiano era demasiado antimoderno como para necesitar que una creencia le salvara del infierno para indefinidamente. Él sabía que el infierno se manifestaba por la misma virtud por la que se sabía salvado. No necesitaba de Dios como un supuesto para su tranquilidad, porque no era escéptico como para hablar de Dios como un supuesto.

El filósofo socrático bien puede hablar de pecados por una razón semejante. Su versión del escepticismo comprometido con la verdad sabe que el pecado no es una definición del mal posible sólo por lo aceptación de lo irracional; de hecho, el pecado siempre es racional, y sin explicación alguna dejaría de ser pecado, puesto que no habría ausencia alguna del Bien. Los creyentes modernos necesitan de la fe como un bálsamo: consecuencia de su creencia en la verdad efectiva y, por ende, en la religión civil como necesidad ante el aburguesamiento moderno. Para el escéptico burgués la fe es un paralogismo; para el suicida es una demostración voraz de la voluntad de poder. Ambas salidas son igual de problemáticas, porque creen que la fe es un elemento necesariamente vulgar, evidente, poderoso.

Pero la verdad no es cuestión de poder. Eso es lo que no entiende el mundo moderno. Es también el peligro de Eros, que Sócrates supo ver para siempre. El suicidio es una salida falsa, porque aceptó que la lógica quedaba destruida por la vida burguesa. Si la vida moderna destruyó la lógica que hacía a la virtud racional, el suicidio sólo es cómplice de esa destrucción. Es el burgués que no soporta ver su rostro en el espejo. La destrucción sólo es salida si aceptamos lo mismo que los modernos: que el hombre es autoproducción. La destrucción es la fase más radical de la transgresión a la creación. No prefiere la justicia a la injusticia; afirma que la injusticia es perpetua. La virtud cristiana del mártir ilumina por el fuego con el que afirma la razón en el amor a Dios y al prójimo. Sólo en los tiempos que han proclamado el fin de la razón puede verse a Sócrates como el mejor suicida. El hombre moderno considera al suicidio como su opción frente al arrepentimiento. Por ese mismo motivo se ha negado su entendimiento.

Tacitus

Amistad y temporalidad

Amistad y temporalidad

 

Tan erróneo es creer que la amistad es una acción, como errado es considerar que la amistad es una pasión. Pensada como acción, la amistad es un proyecto constante. Supuesta como pasión, la amistad es una oportunidad sentimental. Proyecto y oportunidad hacen de la razonabilidad de la vida una opción, y por ende algo no necesario. La amistad como acción o pasión nunca sería algo razonable.

Que la amistad no sea algo razonable no implica, de ninguna manera, que carezca de razón. Todo proyecto, por más fantasioso que aparente ser, necesita usar a la razón. El afán proyectivo necesita considerar que siempre hay tiempo posible para producir la amistad. La amistad como proyecto nunca puede ser definitiva. El proyecto de la amistad siempre pide la indefinición en el tiempo. Por su parte, toda oportunidad, por más efímera que aparezca, necesita usar a la razón. El afán oportuno necesita considerar que siempre hay tiempo posible para consumar la amistad. La amistad como oportunidad nunca puede ser definitiva. La oportunidad de la amistad siempre pide la indefinición del tiempo. El futuro es la indeterminación del tiempo en que se consolida el proyecto; la indeterminación del tiempo en que se inscribe la oportunidad. El pasado es la indeterminación del tiempo que posibilita la oportunidad amistosa; la indeterminación del tiempo a que se adecua el proyecto. La amistad se hace desde la condición pasada hacia el proyecto futuro. La amistad se padece desde la condición pasada hacia la oportunidad futura. La única diferencia entre proyecto y oportunidad, como entre progreso y tragedia, está en el modo en cancelan la razonabilidad de la vida.

A fin de que la amistad sea algo razonable se ha de considerar que ni pasado ni futuro son importantes en relación con ella. La amistad, en tanto consentimiento de la existencia, sólo se da en presente. El pasado sólo afecta en la amistad del mismo modo que los hábitos afectan la sensibilidad. El futuro sólo altera la amistad del mismo modo en que la imaginación altera la sensibilidad. Sólo en el presente la amistad es una actividad. Sólo en el presente la amistad está abierta a la posibilidad de renovarse en sus fuentes. La renovación en las fuentes de la amistad sólo es posible de cara al fin de los tiempos. Mientras la amistad se considere a la luz de la indeterminación temporal, como proyecto u oportunidad, el consentimiento de la existencia es imposible. La amistad sólo seguirá siendo posible tras el fracaso de la política si todavía es posible el fin de los tiempos.

 

Námaste Heptákis

 

Los desaparecidos. Ya se han cumplido 17 meses de la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa. En entrevista con Héctor de Mauleón, dos de los miembros del GIEI afirmaron que no quieren interrogar al ejército y que no han dicho que no hubo incendio en el basurero de Cocula; en resumen, que se les ha malinterpretado. Obviamente, se desdicen. ¿Darán difusión suficiente a su retractación o dejarán que se les siga «malinterpretando»? Aquí la retractación de su retractación porque, dicen, algunos los están “malinterpretando”.
Por otra parte, ya se cumplieron dos meses de la desaparición forzada de cinco jóvenes en Tierra Blanca, Veracruz. Es importante notar tres cosas sobre el caso. 1. De los ocho policías detenidos, seis han tramitado amparos bajo el argumento de hacer sido torturados al rendir su declaración. 2. Según Jaime Rochín, titular de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas, la línea de investigación que se está siguiendo sobre el caso es la del pleito entre bandas por robo de combustible; presumiblemente los cinco jóvenes fueron confundidos con una banda de traficantes de diesel y atacados por una banda rival. No hay confirmación oficial. 3. Sin embargo, el pasado 7 de marzo el fiscal de Veracruz, en entrevista para un medio local, dio por cerrado el caso dado que ya está casi concluida la investigación; no hay pruebas, no hay explicación, no se ha resuelto la situación de los detenidos, pero el fiscal ya cerró el caso.
Por último, con el cuerpo encontrado por el colectivo “Los Otros Desaparecidos de Iguala” el pasado 6 de marzo, suman 132 cuerpos localizados en fosas clandestinas en el municipio de Iguala desde noviembre de 2014. Los desaparecidos no deben ser olvidados.

La república de la censura. 1. Interesante la reflexión de Ciro Gómez Leyva en torno a la censura a Andrés Manuel López Obrador. 2. Dice la consejera del INE Pamela San Martín que no hay una campaña de censura contra Joaquín López-Dóriga, sino que simplemente se está sancionando lo ilegal, ya que si bien es perfectamente legal criticar los comerciales de los partidos políticos, es ilegal hacer «mensajes-cortinillas» que alteren la percepción del mensaje; obviamente, es el INE el que determina si una crítica es un «mensaje-cortinilla», es decir, es el INE el que aprueba las críticas. Ah, pero dice la consejera que eso no es censura. 3. El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación falló, el pasado 10 de marzo, a favor de Joaquín López-Dóriga en la audiencia sobre las acusaciones del INE. La censura no fue a más, pero no por ello no es indignante.

Coletilla. “La primera felicidad está en no caer en la maldad de los pecados; pero la segunda es obtener el perdón de los pecados ocultos”. Pedro Crisólogo

Crónicas Cenicientas (segunda parte)

¿No has leído la primera parte? Pícale aquí

Tomé cuatro o cinco taxis durante una semana de regreso volviendo del trabajo con dirección a casa. Los días no se hacían más interesantes, y mi ansia por reencontrarme con mi amante prohibida de aquella manera que no dejaba de paladear desde que fue concebida, me hacían sobrellevar bastante bien los meses que ya llevaba de su ausencia. «A Blaze of Glory» le llaman los gringos a aquello que yo me proponía lograr, todavía no sé cómo, sin embargo, me emocionaba la idea de hacer algo discreto que, de salir bien, pudiera repetir para mí mismo en más de una ocasión. Hay quien dice que la prohibición le da mayor sabor a las cosas betadas, que ése es el secreto del éxito de las drogas, así como lo fue del alcohol durante la prohibición gringa y lo es ahora que la pedofilia está tan mal vista. Yo digo que quien dice eso, nunca ha sido un fumador o nunca ha dejado el cigarrillo por más de unos meses. Desde que dejé de fumar no hago otra cosa que pensar en él, en lo bien que me caería una bocanada de tranquilidad a cualquier hora del día. Claro, cabe aclarar que lo mismo pensaba mientras fumaba con regularidad. Verán, creo que el cigarrillo y el deseo que despierta, es siempre el mismo, igual de intenso, igual de peligroso y repulsivo a la vez.

A los primeros taxis que abordé, entre charlas les saqué el tema de que quería comprar una pistola, uno de ellos me contó como había salido hace poco del reclusorio y que lo estaban buscando para matarlo, añadió que si yo conseguía un arma le llamara a su celular para que él comprara una también, me dio una tarjeta y ofreció ser mi chofer en un futuro si le hacía yo ese favor. Por supuesto, le llamé después de conseguir mi .22. Otro de los taxistas me sugirió una idea un tanto descabellada, según él, si tenía el suficiente dinero, podía conseguir servicios desos que realizan a las que ahora se les llama escorts. Me dijo que con una buena suma de dinero podría conseguir a una chica armada, me dio la dirección de un burdel allá por Satélite y se dedicó a hablar del partido de fútbol que acontecería el siguiente fin de semana, lo borracho que se ´ndría y lo molesta qu acostumbra ponerse su mujer por no recibir más que indiferencia de su parte y de la de sus compañeros de juerga durante dos horas enteritas que dura el juego.  Descartando los cuentos que los demás taxistas me dieron gratis para amenizar el viaje, cuentos donde ponían en riesgo su vida realizando su trabajo, donde exponían con detalles toscos las conspiraciones del gobierno o las soluciones a la devaluación del peso frente al dólar; ninguna písta me sirvió más que la del burdel. No tenía mejor plan hasta el momento y no podía resistirme a la idea de que lo que estaba gastando en taxis sin provecho, bien podía invertirlo en una escort o dos. Así que el viernes de aquella semana decidí hacer una escala en la Casa de la Chela. Llegué pasadas las diez de la noche, la mayoría de las chicas todavía estaban desaliñadas, pero ya estaban dando servicio. Toqué la puerta al llegar y un tipo de traje, bien vestido y con cara de modelo me abrió la puerta de mala gana, me dijo que qué deseaba y yo le contesté así sin más que echar un polvo. Quitó el candado de la reja que daba a la calle y me invitó a pasar. Una vez adentro el cuate se mantuvo en la entrada mirandome en espera de que yo intentara algo indebido, algo como robarme un jarrón desos que había en la sala de estar y que se veían tremendamente finos, o que lo cargara y arrojara sobre la paré en un arranque de furia y ansiedad ciega, para así, ser sacado del lugar a golpes y terminar en la acera obligando a mover mis tullidos brazos para encender un pitillo que nivelara la adrenalina del momento. Yo no hice eso, jamás haría algo así, muy a pesar de lo que hubiera complacido a mi imaginación, logré contenerme y  esperé a que la Chela (así se presentó ella misma) me ofreciera a las chicas disponibles. Desfilaron una a una (después deque La Chela aplaudiera un par de veces) con muy poca ropa frente de mí en la sala de espera. Le hice saber, antes de elegir a la morena Alicia, que había acudido a ese lugar por recomendación de un amigo que me dijo que podrían complacerme con las fantasías más excéntricas que se me ocurrieran. La Chela asintió, pero me puso de condición que debía hacerme cliente del lugar para que pudiera confiarme la salud y bienestar de sus chicas (aún sin saber lo que yo pretendía). Me hizo la propuesta de que si yo volvía al menos otras dos veces antes de que terminara el mes, ella accedería a cualquier cosa que yo le pidiera. Yo acepté no sin antes decirle que me urgía y que si había un modo de apresurar las cosas, me lo hiciera saber, añadí, por supuesto, que el dinero no era problema. Ella soltó con sus penetrantes y cincuentones ojos grises, una de esas miradas que las mujeres emplean para desarmar a los hombres, antes de decirme que normalmente los que buscan acción muy específica ponen en riesgo a sus muchachas y que eso no le conviene a nadie. Alicia me sonrió lanzando suavemente un fino hilo de humo que se coló entre la comisura de su boca como una luz de esperanza,  yo no tuve la entereza de seguir negociando mientras ella esperaba el inicio de su jornada.

La Chela me saludaba de nombre las últimas veces que fui a cumplir el trato. Las muchachas eran profesionales, pero el sexo no dejaba de ser tan monótono como el que se tiene en los matrimonios. No importa qué tan buenas o qué tan dispuestas están a dejarse hacer lo que se le hinche la gana a uno, a final de cuentas el tedio post coito termina por deslavar el sabor del placer. Antes de partir, una vez completado mi parte del trato, hablé con la Chela para darle las especificaciones de mi fantasía. Lo había pensado ya varias veces, durante el trabajo, durante la ducha o durante el sexo. ¿Cómo introducir una pistola en la fantasía sexual de un hombre sin que suene demasiado extraño? La Chela tenía razón en desconfiar, supongo que por experiencia, aunque no puedo imaginar qué tipo de trabajos le habían solicitado con anterioridad como para advertir a un cliente potencial que la vida de sus muchachas podía correr riesgo. Cavilé mucho, por aquellos días se me daba muy fácil y entretenía las ganas de fumar. Hasta que al fin terminé con algo menos zonzo que la fantasía de una mujer policía, al contrario, le pedí a la Chela que simulara un atraco, le dije que quería sentirme sometido por una chica hermosa (la Verónica era la indicada, ya para entonces le había echado yo el ojo) quería que fuera una suerte de ladrona que entrara al cuarto sin que yo me diera cuenta y a punta de pistola me obligara a poseerla. Ahora que lo leo, dicho de esta manera suena hasta más zonzo que la idea de una policía que llegara a arrestarme. Añadí que quería sentir el miedo de verdad, y que quería que me sometiera con una pistola real, de preferencia un revólver, aunque cualquiera que pudiera conseguir estaría bien, hice hincapié especial en que quería quedarme con ella después de la fantasía, para revivirlo una y otra vez, le dije también que, si gustaba, podía traerla descargada para garantizar la seguridad de la muchacha sugerí a la ladrona potencial (la Verónica, cómo deseaba que no se negara) y la Chela me dijo que sí. El precio por tal disparate no fue barato, como dije anterioremente, hubiera sido más noble para mi bolsillo haber seguido fumando. Me dijo que no podía tener armas de fuego en las habitaciones del lupanar, que si quería que se llevara a cabo, debía darle la dirección de mi casa, para que la Verónica me visitara acompañada de un guarura, para evitar que yo le hiciera daño. Con una sonrisa en el rostro yo le anoté la dirección en una servilleta y después de un sablazo a mi tarjeta de crédito, salí de ahí complacido y dando saltitos como un chiquillo.