El vendaval II (otros tres intentos)

El vendaval (otros tres intentos)

 

El pasado lunes en este mismo blog, mi amigo Cantumimbra presentó tres versiones de su poema “El vendaval”. Hoy presento tres intentos más del mismo poema. No puedo llamarle revisitaciones, pero les diré rediversiones. ¿Alguien más se anima a vendavalizar?

 

Versión 4: lira

Arrastrando despojos,

deshilando en lágrimas la voz;

anublando los ojos

el vendaval nos inunda atroz:

es la crueldad que reina a sovoz.

 

Versión 5: haiku

Tras la matanza

nuestra voz torturada

yace en el polvo

 

Versión 6: copla infantil (para niños crueles)

El vendaval sin rostro

que viene por ahí,

la voz tendrá por costo

y nadie podrá reír.

 

Námaste Heptákis

 

Estantería. 1. El novelista Rafael Pérez Gay, en compañía de Gutiérrez Nájera, nos enseña a ver a las lluvias torrenciales en su relación con la humildad. 2. Reconocer los rasgos velados del alma del amigo cuando revisamos los libros que dejó tras su muerte, conocer al otro en otro tiempo, continuar la amistad en otra vida. Hay que leer «Los libros de mi amigo» del poeta David Huerta. 3. Para el poeta e historiador Tomás Calvillo vivimos «el reino de la desnuda violencia como fuente de poder económico y político».

Coletilla. Leo con gusto una reseña de la obra «Herodes Hoy». Es la puesta en escena de la obra «H» de Richard Viqueira, incluida en Tragedias Tempranas [Tierra Adentro, 2007]. Parecen buenas noticias que se monte teatro contemporáneo, que los jóvenes vean teatro contemporáneo y que lo reseñen en su sitio.

 

Detrás de cámaras

Los que con frecuencia ven películas o series en sus casas están familiarizados con los «materiales extra» o «características especiales» o cosas por el estilo. Estas colecciones de documentales detrás de cámaras abundan, y más mientras más fácil se hace grabarlos. Su demanda es grandísima. Grabar a los que están filmando una película, en su caso, no se acerca a lo caro de filmar la película y ofrece oportunidades para entretener con ligereza y humor, o para hacer saber detalles interesantes a los conocedores de la obra. Hay cierta atmósfera casual en la producción de estos anexos que ayuda a los espectadores a simular que participan del equipo creador (sin sentir el tedio de la repetición ni el cansancio de la carga del equipo o demás inconvenientes). Incluso se ha dado la desproporcionada ocurrencia de que se grabe, desde algún dispositivo poco profesional y de baja calidad ‒como un celular a manos temblorosas‒, un ‹detrás de cámaras› de la preparación del material extra que será incluido junto con la película que estaba filmándose en el momento.

¿Qué tan provechoso es conocer lo que ocurre detrás de la cámara? Puede ser placentero para quien se emociona contemplando el arte que arma toda la obra. Creo que esto es comprensible para cualquiera. Hay bastante que admirar en el tramoyista del teatro y se merecen mucho elogio los que son muy buenos. Pero la emoción sensacional por el ingenioso escenario puede llegar a distraernos de la representación en escena. La admiración por esta técnica ocupa nuestra atención en este mundo y no en el representado por la obra. Tal vez, más allá de lo que pasa detrás de cámaras, haya algo benéfico en no pensar ni en la cámara que graba el drama. La extensión del aprecio por el aspecto técnico de las películas y las series tiene un exceso y podríamos estar llegando a él por la prevalencia de este material extra. Puede llegar a volverse tan corriente, que se olvide por qué hubo quien lo llamara extra›. El creador suele ocuparse de que los espectadores tengan un espacio para ejercer tan ampliamente como puedan su imaginación. Este ejercicio incluye admirar un personaje y entender su acción (o sus acciones) como enmarcada por un principio y un final. El movimiento siempre empieza en un lugar y termina en otro, y los espectadores logran comprenderlo como si estuvieran en una posición privilegiada para ver la verdad de lo que ocurre al interior del personaje: el espectador puede presentarse bien a sí mismo el orden en el que se toman esas decisiones del drama, como si las intenciones pudieran verse, como si la deliberación fuera obvia y como si las finalidades, consecuencias, y todos los elementos del contexto estuvieran disponibles para que los sepa quien está haciéndose las preguntas correctas. Cuando esto sucede, el personaje no es visto nunca como personaje, sino como persona. Hay un cuento que deja de ser «puro cuento» y se vuelve historia. El carácter de la persona está representado por el buen actor cuando éste se funde en el espectáculo y se oculta detrás de quien se supone que es. Lo que el espectador está haciendo gracias a su posición aventajada es precisamente este suponer, poniendo en un lugar lo que no es, como si fuera, y pudiendo entonces observar mejor lo que en la vida real no podría observar nunca. La mentira del creador tiene en su mira revelar alguna verdad sobre las acciones de la vida real que sólo se hace aparente en la vida de su ficción; pero es imposible que logre su cometido cuando la imaginación atiende el entramado de la ilusión porque ésta se desvanece.

Si la demanda por documentar lo que pasa detrás de las cámaras se antepone al aprecio de la ficción, el espectador queda insensibilizado ante la imagen del creador, o del poeta. Esto es vistoso en los que son muy conocedores de directores de cine o de actores, pues se la pasan durante toda una película hablando de cómo se hicieron qué tomas y de cómo significaron no sé qué tanta cosa para la historia de la iluminación o del encuadre o todos esos temas que mucho los entusiasman; o que para entender por qué tal actor dijo así tal diálogo hay que saber de su historia con Fulano o Mengana en su época de depresión, o demás accesorios a la ficción. Incluso hay quienes han aprendido muy a fondo ciertos dogmas de la representación y no pueden evitar estar pensando en la «suspensión de la incredulidad», la «propia identificación con las motivaciones de los personajes», el «giro de la trama», la «inmersión en los efectos visuales» y otras cosas así durante la experiencia del drama, y cuadran su recuento de ésta a esos conceptos. No creo que esto sea nuevo; lo nuevo sería que nos hiciéramos la mayoría así, que esa fuera la forma en la que nos acostumbráramos a ver las obras dramáticas (estoy incluyendo las cómicas), porque eso significaría una pérdida muy lamentable para la imaginación. Temo que, por esa relación tan íntima que tienen los deseos de los espectadores con las formas en las que los creadores se aproximan al drama, eso nos dirigiría a un descuido de lo importante en la representación de la acción. La calidad de las obras disminuiría aun más y la posibilidad de encontrar poesía dramática que expresara alguna verdad importante se vería severamente reducida. Esto puede ocurrir sin que siquiera nos demos cuenta de si estamos apreciando de más o no todo el revuelo secundario del drama, porque no es un ejercicio reflexivo de discriminación científica el que nos aleja de sumirnos en la ilusión imaginativa, ni tampoco es un capricho voluntario; hay muchas cosas que podemos acostumbrarnos a pensar y también hay muchas que pueden desacostumbrarse con el tiempo. Podemos desensibilizarnos, podemos debilitar la imaginación; y no hay elección instantánea que nos devuelva de súbito a los adentros de la representación. Ya es prácticamente imposible que la enorme industria del cine y la televisión ofrezcan alguna obra que no esté vestida con todo el espectáculo que sucede detrás de las cámaras y dentro de los camerinos y al rededor de todo el estudio; pero es posible cuidarse por hacer una distancia y recordar por qué son ajenos al verdadero espectáculo.

Primera función

Ir al teatro es para mí una experiencia nueva. Hoy iré hacia ese mítico lugar por primera ocasión (realmente no es la primera, pero la anterior fue hace tanto que la he olvidado). No sé qué esperarme cuando esté ahí, ni cómo saldré de la función. ¿Será cierto que al ver extraños actuar algo se aprende?, ¿eso no pasa cuando se ve una película en la adormecedora comodidad de un sillón?

Llegando a la sala veo a muchas personas, todas hablando incesantemente, como si fueran dueñas de un secreto oculto que sólo se pudiera transmitir con más de mil palabras. ¿Hablarán de la función antes de verla?, ¿o acaso estarán criticando a los diletantes espectadores? Afortunadamente nos llaman la atención y todos callan; escucho a lo lejos una garganta que protesta carraspeando por el silencio al que fue condenada y a un niño deseoso de seguir platicando. Nuevamente soy afortunado, pues el silencio se impone obligando a los inquietos a quedarse callados. La función comienza. Todo inicia con mucha intensidad para mí: la luz sorprende a mis débiles ojos, la voz de los actores desgarra mis oídos, sus pasos retumban en el escenario y los latidos de mi pecho copian la constante rapidez de aquéllos. Aunque la impactante emoción inicial dura poco; comienzo a acostumbrarme a la función; me tranquilizo. Las acciones fluyen en el escenario como si fueran sucesos del día a día; más bien me parecen situaciones mucho más entretenidas, pues el día a día suele ser aburrido. Baja el telón y una brisa de aplausos llena la sala, quizá porque la gente necesitaba hacer siquiera un ruido ligero después de una de mantenerse callados. Fin del primer acto.

En el intermedio las personas dejan caer sus pies por un suelo alfombrado mientras sus voces corren velozmente entre sí, como en competencia (como casi todas las personas están hablando, no puedo ver quién va ganando); pobrecillos, pienso, cuántos deseos de hablar tenían. Otro sonido atraviesa los pasillos, obligando a que las voces aminoren… es una campana que nos avisa el fin de nuestro intermedio.

Al comenzar el segundo acto no me espanto como al inicio de la función. Esto no es señal de que la trama se haya debilitado en algún sentido y las ejecuciones actorales dejen de ser verosímiles; incluso a mi lado veo el rostro de una persona que parece estar padeciendo los sufrimientos junto con los personajes. La escena me impresiona tanto que comienzo a percatarme de algo que se mueve en mi interior, también mi rostro lo siente. Deseo hacer algo, expresar lo que siento con un abrazo fraternal a mi hermana o a un amigo, es como si los extrañara y los sintiera cerca al mismo tiempo; qué bien se siente tener a quien abrazar fuertemente. Evidentemente esto no es como ver una película, pues ahí a los actores no los ves tan cerca, los sientes lejos, sus voces son más débiles, así como sus pasos son más quedos (casi no se escuchan).

Al finalizar la función todos los presentes aplaudimos estruendosamente, alguno que otro se seca las lágrimas de un rostro que ostenta una decidida sonrisa. Veo a todos los demás como compañeros, sus voces me comparten las sensaciones que experimentaron durante la función, lo que pensaron sobre algún personaje en particular o la obra en general, detalles de vestuario y escenario, etc.; en varios asuntos nuestros comentarios difieren, pero en un punto todos coincidimos: las actuaciones estuvieron llenas de emoción. Cierto, eso es indudable. Lamentablemente es muy tarde y debo irme. Me despido y les gradezco a mis compañeros los comentarios. Espero asistir proximamente a otras funciones.

Yaddir

Malabaristas, elefantes y payasos

Había una vez un lugar enorme, lleno de gente variopinta de opiniones fugaces, de juicios feroces y deseos inclementes. Todos los pobladores de este lugar tan enorme, asistían todo el día (y algunos se quedaban buena parte de la noche) al colosal circo que estaba montado de manera permanente en el centro del pueblo. Muchos de ellos asistían en la bestialidad indolente de la rutina, pero se contaba también a muchos otros que reían a carcajadas y aplaudían indecorosamente durante todo el espectáculo. La algazara constrictora de estos últimos encubría por tanto al resto, que a un forastero en la audiencia lo habría movido a pensar: «no hay aquí dentro uno solo que no ame el circo hasta derramar el alma y entregar el corazón». Otros pocos, y los había, iban solamente porque no hallaban ninguna otra alternativa. Así es: en este lugar enorme, con su colosal circo, todos estaban obligados a asistir.

Por mucho tiempo, las tramas y tramoyas circenses fascinaron a los espectadores que, como serpientes encantadas por un hábil flautista centímano de cincuenta cabezas, parecían haber olvidado hasta respirar. Para el ingente espectáculo que montaban, había un ejército de malabaristas, elefantes y payasos, y un menor (pero no menos llamativo) batallón de volatineros, encantadores y faquires. Todos se coordinaban para montar toda clase de ilusiones, desde las muy complicadas y demandantes, hasta las exclusivamente sensacionalistas (que sacaban la mayor cantidad de risas y aplausos). Cada día era una fiesta que no celebraba otra cosa que el furor de la celebración. Todo movimiento de las aparatosas farsas complacía, divertía y, tal vez más importantemente, ayudaba a olvidar que en ese enorme lugar no había nada más que un colosal circo.

Pero la inconsciencia fue demasiada. Generación tras generación, lento como ver crecer el muérdago, el olvido fue tomando también a los actores del circo hasta que ellos mismos se extraviaron en sus artes. Dejaron de advertir que sus trucos eran trucos, tomaron al alboroto por el orden cotidiano y confundieron sus carpas con el Cielo. Gradualmente el destello de sus funciones se empolvó, hasta estar varios metros enterrado: su teatro perdió los límites y, sin principios ni finales, las obras dejaron de entenderse, los trapecios tornaron tendederos, de los andamiajes únicamente se usaban los peldaños, las cuerdas flojas ahora sujetaban mantas informativas y los circuitos que antes vieran furiosas carreras eran ahora depósitos de bahorrina. El malabarista, confundido, ya no sonreía al lanzar sus pinos, que hace mucho ya no coloreaba con pinturas iridiscentes. El bailarín sólo brincaba y el saltimbanqui se sentaba en el trampolín. Nadie vestía a los elefantes con mantas y sombreros graciosos, y los dejaban pasearse entre las tarimas y pabellones como la única fauna silvestre que conocían. Los payasos –quizá de todos el caso más triste– perdieron toda técnica para hacer burlas, bromas, contar chistes e interpretar mímicas, y ya solamente platicaban sin concierto anécdotas de sus vidas corrientes.

Un día, uno de los funámbulos (que tenía además una honrosa herencia de afamados tragafuegos) se enfureció al ver a un hombre roncando frente a uno de los torpes contorsionistas, así que lo despertó para preguntarle «señor, ¿qué, a usted no le gusta el circo?». El amodorrado, tallándose los ojos, respondió todavía un poco desorientado «¿cuál circo?». Pasmado por la contestación, el funámbulo sintió mucho miedo: ¿podía ser que la audiencia de ese enorme lugar perdiera esto, lo único que tenía en su vida? Entonces lo asaltó una sorprendente idea. Corrió por entre decenas de planchas de cuyos usos originales sólo la ancestral tierra tenía memoria, hasta que llegó con el Jefe de Pista. Éste era un viejo acre que pasaba sus jornadas sentado en el camerino principal, asintiendo a todo lo que los intérpretes le preguntaban y que hacía mucho había perdido el gusto por el maquillaje y los bigotes falsos. El funámbulo tardó en capturar su atención, pero tan pronto logró que el gastado maestro de ceremonias separara su vista del pringoso espejo, le relató su revolucionario plan. Podía ser ridículo, pero los ojos ambiciosos del funámbulo inocularon al Jefe de Pista con una confianza que no había sentido desde que era joven. Después de un momento de reflexión, accedió. Realizarían esta arriesgada hazaña.

Empezando al alba del día siguiente, todos los histriones y artistas articularon una función como nunca antes se había montado en el colosal circo. El funámbulo había pensado: «nuestros ancestros disfrutaban tonterías de lo más simples: arrojaban una pelota contra una pared, atendían a sus animales, o insultaban al vecino más molesto que conocían. Ésos eran sus placeres más lujosos. Sus costumbres insípidas por poco los matan. Fue el circo el que los salvó: convirtió la bola arrojada en una proeza increíble; les trajo tigres, camellos y monstruos para eclipsar a sus perros ovejeros; deslumbró sus mentes con rimas y remedos tan ocurrentes que les arrancaban las risas como estornudos. Pero los ingratos dejaron de admirarse… hasta ahora. Si antes nuestros bufones parodiaron a la gente de a pie, hoy necesitamos parodiar a nuestros bufones. Si el circo puede hacer una gala del estiércol, ¿cómo no podrá hacer una gala de la gala?». Así pues, se dispuso un espectáculo inaudito: todo el colosal circo se transformó en una monumental mofa del circo, y cada actor caricaturizaba su profesión con desvergüenza. ¡Qué impresión tan grande causaba ver al mago desternillándose de risa revelando los mecanismos de todas sus ilusiones, y al equilibrista jurando con toda desfachatez que nunca más pondría su vida en un peligro tan absurdo! Se dejaba que los niños se abalanzaran a intentar gestas para las que no tenían ninguna destreza, y no parecían tener fin el pitorreo, la chacota y la rechifla. El alboroto hirvió como aceite, arrojando gritos en todas direcciones a un grado que nadie vivo había visto nunca allí. La audiencia estaba cautivada. Y, por fin satisfecho, el funámbulo miró entre la infatuada multitud al hombre que antes tanto lo había molestado, con los ojos pelados y la boca trabada en un continuo grito de entusiasmo.


Se desconoce exactamente dónde existió este «colosal circo», pues el relato que nos ha llegado de él es muy vago en detalles geográficos. Sin embargo, existe una amplia discusión académica al respecto. La mayoría de los expertos se ha pronunciado contra la posibilidad de que una organización humana haya podido existir exactamente así. La versión más aceptada es la que cree probable que la descripción que conservamos no sea sino una exageración del autor o autores anónimos. Tampoco es impensable, por lo tanto, que la ubicación haya sufrido con la hipérbole. Concediendo de todas maneras, por el principio de caridad, que este recuento sea en alguna medida histórico, podrían buscarse sus orígenes en grandes ciudades de las antiguas civilizaciones como Uruk, Babilonia, Tenochtitlán o Shangdu, de las que podría argumentarse (no sin algo de cautela) que el cronista pudo haber visto como un «lugar enorme».

“A Dios rogando…”

“¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.”

Pedro Calderón de la Barca

Era de noche cuando llegamos al lugar, el cual aunque bonito era extraño, pues a simple vista resultaba imposible determinar si se trataba de un café o de un bar, lo que causó mi desconcierto. En realidad era ambos, afirmó uno de mis acompañantes y el grupo numeroso del que formábamos parte ocupó casi toda la sección del café. Los sillones nos llamaban a sentarnos y si a la vista resultaban agradables, al tacto eran simplemente encantadores, ¡tan mullidos y tan blancos! Seguro que así era la nieve, pensé. Y lo mejor de ellos era el espacio, de modo que cupimos todos holgadamente. La luz emanada por las lámparas era lo suficientemente baja para darle calidez al ambiente, sin caer en la apariencia de intimidad que, por lo general, necesitan sólo los enamorados. Enseguida nos dieron la carta y ordenamos nuestras bebidas, y mientras esperábamos nos pusimos al tanto de nuestras vidas, gustosos de estar reunidos todos juntos como era antaño. A algunos de ellos hacía tiempo que no los veía, desde que habíamos salido de la preparatoria –casi tres años para ser exactos–; en cambio había otros que veía seguido, por tratarse de mis amigos más cercanos. Como fuera, estaba contenta de verlos y vernos a todos sonrientes y felices por las nuevas cosas que estábamos viviendo y que ese día compartíamos con los demás. Había alguno que otro que no me era conocido y ver a Mariana, mi antiquísima amiga, conviviendo con uno de ellos me desconcertó de momento, pero dado su carácter parlanchín no era nada extraño en realidad, así que no dije nada. Me limité a sonreírles y continué escuchando las pláticas que tenían lugar a mi alrededor; simplemente nos la estábamos pasando de maravilla. Un momento después, cuando volteé a ver el reloj, no pude creer la hora que marcaba: eran las cuatro de la madrugada.

¡Cielo santo! El tiempo se nos había pasado volando tan rápido que ni siquiera noté cuando el reloj marcó la una, hora en la que supuestamente tenía que llegar a mi casa. Un sudor frío recorrió mi espalda; mi madre no me había marcado todavía y eso era mucho peor que si me hubiera marcado. Estaba en problemas, lo sentía en cada poro de mi piel, en la gota de sudor, helada como mi bebida, que me recorría la espalda lentamente, pero sin detenerse. Pero hace mucho que no los veo, pensaba yo con desesperación, y ella lo sabe. ¡Es más! Hasta los conoce, pues crecí con ellos, así que no puede enojarse… Pero es principio de semana, dijo burlonamente una voz en mi cabeza, lo cual significa que tienes escuela mañana a las ocho en punto y además, como todos los martes, te toca trabajar en la tarde, ¿lo olvidaste? De repente fui presa del cansancio, lo sentía oprimiéndome los hombros, cerrando mis párpados, aletargando mi mente. Lo peor es que le había dicho a mi mamá que cualquiera de ellos podía regresarme a casa, pero la verdad era que ninguno daba señales de querer irse. ¿Quién era yo para comprometerlos de ese modo cuando ni siquiera me había tomado la molestia de preguntarles si podían regresarme? ¿Y si le marcaba a mi madre ahora…? No, su respuesta tintineaba en mis oídos aun antes de terminar de formular la pregunta. Te fuiste sola, ¿no? Regrésate sola, me diría.

Mariana, sentada al otro lado con el extraño conocido, se dio cuenta de mi turbación y no tuve que decirle de qué se trataba, simplemente me dirigió una mirada y comprendí que ella me llevaría, ya fuera que vinieran sus papás o que convenciera al extraño de llevarnos. Por un momento, respiré aliviada, pero sólo fue eso: un momento. Transcurrían los minutos y Mariana no daba señales de que nos fuéramos; la ira de mi madre ya estaría en su punto a estas alturas. Tenía que hacer algo. En eso todo mundo comenzó a levantarse de su asiento, las risas dieron pie a las despedidas y de nuevo respiré tranquila. No pasa nada, me dije, todo estará bien. En algún momento perdí de vista a Mariana y al extraño y cuando vi que todos se iban y ellos no aparecían, tuve que improvisar. Le pregunté a Andreas que si por favor me podía llevar a mi casa. Él, tan amable como siempre, me dijo que sí. Llamó a Navi, uno de sus amigos con el que había llegado, y nos fuimos los tres. Comenzamos el recorrido hacia el auto y no dejaba de pensar en mi madre y en la escuela y en el trabajo. Gracias a Dios, por mi mente no cruzó la imagen de mi abuela; con el terror que ya sentía por todo lo anterior era suficiente. Para colmo, no tenía crédito y Navi, siempre bonachón, tuvo a bien prestarme su celular. Intentaba pensar en alguna excusa creíble y cuando la tuve, los nervios me impidieron escribir el mensaje. Apretaba las teclas erráticamente y por más que intentaba calmarme, nada conseguía. Desistí después de varios intentos. ¡Por favor! Que todo sea un sueño, imploraba. Llegué a mi casa y ya no me atreví a mirar la hora; con un poco de suerte ni siquiera notarían que la puerta de mi cuarto seguía abierta a semejantes horas.

A la mañana siguiente, Mariana y Daniela estaban ahí en la casa. ¿Se iban a quedar conmigo a dormir? No lo recordaba, y sin embargo las encontré en la cocina sentadas bebiendo café. También habían preparado el mío, bien cargado para que aguantara todo el día, pero ninguna de las dos me miraba. A los pocos segundos apareció mi madre en el umbral de la cocina, acababa de sacar la basura a la calle, y me miró secamente, pero no dijo nada. Luego arreglaríamos cuentas, pensé yo mientras apuraba el café, pues ya se me hacía tarde para la escuela. Ya clareaba el día y mi madre era seguro que me había visto llegar al amanecer, pero aun así yo seguía rogando que todo fuera un sueño. De la nada, mi vista comenzó a nublarse y entonces abrí mis ojos. Mis ruegos habían sido escuchados.

Hiro postal

Reflexión sobre la Imaginación y el Drama

La imaginación suele representarse como una salida de la rutina, viniendo durante el día en forma de fantasías o en los reparadores sueños nocturnos. Sin embargo, la realidad es que estamos imaginando todo el tiempo. Un caso en el que se vuelve llamativo el trabajo de esta tan estimada facultad del pensamiento es cuando somos espectadores del drama, como en el teatro o en el cine, porque es asunto de imaginación ese conjunto tan complicado de comprensiones fantásticas, de esperanzas, de miedos y, en general, de vivencias que tenemos tan sólo observando una ficción. El drama para nosotros es como los juegos de los niños en algún sentido, porque imaginamos las acciones en un mundo que al mismo tiempo es ajeno al nuestro, pero que no podemos aceptar como falso mientras dure el encanto.

Pensaba hace poco en una gran diferencia entre el teatro y la televisión con respecto a este modo de vivir el drama. La imaginación siempre trabaja en un entrelazado muy complicado de lo que vemos, lo que escuchamos, y lo que pensamos, por decirlo de la manera más sencilla que se me ocurre. Por un lado, el teatro tiene pocos recursos para complacer a nuestros ojos, y suele depender de los planteamientos de la trama y del peso de los personajes para que disfrutemos ser espectadores de la representación. Por el otro lado, en el cine y la televisión, el creador se aventaja del poder de manipular lo que se da a la vista del público de un modo que rebasa totalmente las posibilidades teatrales. El movimiento y la perspectiva cobran un sentido nuevo para el que tiene la posibilidad de fraguar las escenas en sus más íntimos elementos visuales. Esta posibilidad, no obstante, con más frecuencia que renuencia se abusa.

El abuso consiste en afanarse en que se vea mejor todo, tanto, que sucede que se olvida qué cosa es la que se quiere que se vea mejor. Es el ridículo caso en el que el adorno termina volviéndose más importante que lo adornado. El pulso dramático late en la acción, en la fuerza de su historia y sus personajes (no aislados de todo lo demás, pero sí predominando). Mientras más nos acostumbramos al espectáculo, más nos inclinamos a confundir el placer del drama con los gustos de la vista. Algunos programas viejos de televisión tienen algo de atractivos en su parecido con el teatro, y no porque el teatro sea mejor que el cine o la televisión en cualquier caso, sino que accidentalmente le sucede que al no poder poner la suma atención que se le confiere a lo visual en estos dos últimos, no corre tanto el riesgo de olvidar la importancia de la historia que se quiere contar. El cineasta con alma de fotógrafo olvida lo importante del cine tanto como el artista de teatro que piensa antes que todo lo demás, en los vestuarios.

Podría ser, ahora que lo pienso, que lo mismo que funcionó en favor del teatro luego obrara en su contra al confrontarse con un libro, pues más aún que él supone que la imaginación del lector forjará las cosas que mira y estimulará que su interpretación sea consecuencia de su pensamiento y no del orden visual o auditivo del autor; pero tal vez sea demasiado bélica la vena que tanto quiere confrontar. En general es poesía bien hecha la que profundamente nos mueve. Seguramente puede encontrársela en libros, canciones, teatro, televisión, cine, radio, etcétera. Ahora, tampoco hay que olvidar que no son necesariamente lo mismo la buena poesía y la poesía bien hecha. Eso es tema para después; pero que baste por ahora que nos complace cuando nos hace pensar y nos inclina a imaginar soluciones a problemas que nos planteamos al momento de ver ese mundo fantástico y, en él, maravillarnos.