Había una vez un lugar enorme, lleno de gente variopinta de opiniones fugaces, de juicios feroces y deseos inclementes. Todos los pobladores de este lugar tan enorme, asistían todo el día (y algunos se quedaban buena parte de la noche) al colosal circo que estaba montado de manera permanente en el centro del pueblo. Muchos de ellos asistían en la bestialidad indolente de la rutina, pero se contaba también a muchos otros que reían a carcajadas y aplaudían indecorosamente durante todo el espectáculo. La algazara constrictora de estos últimos encubría por tanto al resto, que a un forastero en la audiencia lo habría movido a pensar: «no hay aquí dentro uno solo que no ame el circo hasta derramar el alma y entregar el corazón». Otros pocos, y los había, iban solamente porque no hallaban ninguna otra alternativa. Así es: en este lugar enorme, con su colosal circo, todos estaban obligados a asistir.
Por mucho tiempo, las tramas y tramoyas circenses fascinaron a los espectadores que, como serpientes encantadas por un hábil flautista centímano de cincuenta cabezas, parecían haber olvidado hasta respirar. Para el ingente espectáculo que montaban, había un ejército de malabaristas, elefantes y payasos, y un menor (pero no menos llamativo) batallón de volatineros, encantadores y faquires. Todos se coordinaban para montar toda clase de ilusiones, desde las muy complicadas y demandantes, hasta las exclusivamente sensacionalistas (que sacaban la mayor cantidad de risas y aplausos). Cada día era una fiesta que no celebraba otra cosa que el furor de la celebración. Todo movimiento de las aparatosas farsas complacía, divertía y, tal vez más importantemente, ayudaba a olvidar que en ese enorme lugar no había nada más que un colosal circo.
Pero la inconsciencia fue demasiada. Generación tras generación, lento como ver crecer el muérdago, el olvido fue tomando también a los actores del circo hasta que ellos mismos se extraviaron en sus artes. Dejaron de advertir que sus trucos eran trucos, tomaron al alboroto por el orden cotidiano y confundieron sus carpas con el Cielo. Gradualmente el destello de sus funciones se empolvó, hasta estar varios metros enterrado: su teatro perdió los límites y, sin principios ni finales, las obras dejaron de entenderse, los trapecios tornaron tendederos, de los andamiajes únicamente se usaban los peldaños, las cuerdas flojas ahora sujetaban mantas informativas y los circuitos que antes vieran furiosas carreras eran ahora depósitos de bahorrina. El malabarista, confundido, ya no sonreía al lanzar sus pinos, que hace mucho ya no coloreaba con pinturas iridiscentes. El bailarín sólo brincaba y el saltimbanqui se sentaba en el trampolín. Nadie vestía a los elefantes con mantas y sombreros graciosos, y los dejaban pasearse entre las tarimas y pabellones como la única fauna silvestre que conocían. Los payasos –quizá de todos el caso más triste– perdieron toda técnica para hacer burlas, bromas, contar chistes e interpretar mímicas, y ya solamente platicaban sin concierto anécdotas de sus vidas corrientes.
Un día, uno de los funámbulos (que tenía además una honrosa herencia de afamados tragafuegos) se enfureció al ver a un hombre roncando frente a uno de los torpes contorsionistas, así que lo despertó para preguntarle «señor, ¿qué, a usted no le gusta el circo?». El amodorrado, tallándose los ojos, respondió todavía un poco desorientado «¿cuál circo?». Pasmado por la contestación, el funámbulo sintió mucho miedo: ¿podía ser que la audiencia de ese enorme lugar perdiera esto, lo único que tenía en su vida? Entonces lo asaltó una sorprendente idea. Corrió por entre decenas de planchas de cuyos usos originales sólo la ancestral tierra tenía memoria, hasta que llegó con el Jefe de Pista. Éste era un viejo acre que pasaba sus jornadas sentado en el camerino principal, asintiendo a todo lo que los intérpretes le preguntaban y que hacía mucho había perdido el gusto por el maquillaje y los bigotes falsos. El funámbulo tardó en capturar su atención, pero tan pronto logró que el gastado maestro de ceremonias separara su vista del pringoso espejo, le relató su revolucionario plan. Podía ser ridículo, pero los ojos ambiciosos del funámbulo inocularon al Jefe de Pista con una confianza que no había sentido desde que era joven. Después de un momento de reflexión, accedió. Realizarían esta arriesgada hazaña.
Empezando al alba del día siguiente, todos los histriones y artistas articularon una función como nunca antes se había montado en el colosal circo. El funámbulo había pensado: «nuestros ancestros disfrutaban tonterías de lo más simples: arrojaban una pelota contra una pared, atendían a sus animales, o insultaban al vecino más molesto que conocían. Ésos eran sus placeres más lujosos. Sus costumbres insípidas por poco los matan. Fue el circo el que los salvó: convirtió la bola arrojada en una proeza increíble; les trajo tigres, camellos y monstruos para eclipsar a sus perros ovejeros; deslumbró sus mentes con rimas y remedos tan ocurrentes que les arrancaban las risas como estornudos. Pero los ingratos dejaron de admirarse… hasta ahora. Si antes nuestros bufones parodiaron a la gente de a pie, hoy necesitamos parodiar a nuestros bufones. Si el circo puede hacer una gala del estiércol, ¿cómo no podrá hacer una gala de la gala?». Así pues, se dispuso un espectáculo inaudito: todo el colosal circo se transformó en una monumental mofa del circo, y cada actor caricaturizaba su profesión con desvergüenza. ¡Qué impresión tan grande causaba ver al mago desternillándose de risa revelando los mecanismos de todas sus ilusiones, y al equilibrista jurando con toda desfachatez que nunca más pondría su vida en un peligro tan absurdo! Se dejaba que los niños se abalanzaran a intentar gestas para las que no tenían ninguna destreza, y no parecían tener fin el pitorreo, la chacota y la rechifla. El alboroto hirvió como aceite, arrojando gritos en todas direcciones a un grado que nadie vivo había visto nunca allí. La audiencia estaba cautivada. Y, por fin satisfecho, el funámbulo miró entre la infatuada multitud al hombre que antes tanto lo había molestado, con los ojos pelados y la boca trabada en un continuo grito de entusiasmo.
Se desconoce exactamente dónde existió este «colosal circo», pues el relato que nos ha llegado de él es muy vago en detalles geográficos. Sin embargo, existe una amplia discusión académica al respecto. La mayoría de los expertos se ha pronunciado contra la posibilidad de que una organización humana haya podido existir exactamente así. La versión más aceptada es la que cree probable que la descripción que conservamos no sea sino una exageración del autor o autores anónimos. Tampoco es impensable, por lo tanto, que la ubicación haya sufrido con la hipérbole. Concediendo de todas maneras, por el principio de caridad, que este recuento sea en alguna medida histórico, podrían buscarse sus orígenes en grandes ciudades de las antiguas civilizaciones como Uruk, Babilonia, Tenochtitlán o Shangdu, de las que podría argumentarse (no sin algo de cautela) que el cronista pudo haber visto como un «lugar enorme».
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