La costurera

En un reino muy lejano había una anciana costurera, hábil en uso del huso y en el arte de coser muy bien.

 La mujer había pasado muchos años con aguja en mano y su habilidad para unir piezas le había valido el reconocimiento por parte de todos los aldeanos, villanos y hasta de su majestad el rey.

En los esponsales del monarca la costurera confeccionó los trajes para la corte entera, pasó noches sin dormir y días y días trabajando con las telas más exquisitas que jamás se habían visto en la comarca, pero no por eso la costurera dejó que su ánimo se llenara de soberbia.

La hábil artesana que igual cosía trajes lujosos, vestidos para que las doncellas acudieran a misa los domingos y vestidos para quienes hacían trabajos pesados como la búsqueda de tesoros en la mina cercana, pasó años unida al huso, la aguja y la rueca.

Pero un aciago día a su taller llegó un soldado, ella lo saludó pensando en que algo necesitaban desde palacio, pero sin decir palabra el amargo militar tomó el huso, la aguja y la rueca y se las llevó, no sin antes romper un pequeño telar del que se valía a veces la mujer para hacer material para luego confeccionar.

Ella muy sorprendida vio como sus instrumentos eran echados a una hoguera, llorando suplicaba algo de piedad o clemencia, a sus gritos atendió un hidalgo, quien diera un anuncio para la costurera que entre sollozos pedía ayuda.

El mensajero real le dijo al pueblo que por decreto real se prohibía cualquier arte que implicara unir piezas entre sí, principalmente si la unión de las piezas se hacía con algo puntiagudo o de fierro, que la gente buscara otra cosa para trabajar porque desde ahora para salvar una vida algunos se debían sacrificar.

La costurera entendió que su hacer ya no era bienvenido, porque sus agujas y materiales tenían puntas, lo mismo entendió el zapatero, los mineros y hasta el herrero, que tardó en salir de su asombro cuando le dijeron el decreto.

Los únicos que de momento sintieron alivio y gozo fueron los campesinos, pues pensaron que en su haber no debían unir piezas de nada y que el decreto real en nada los afectaba, algunos de cortas miras en sus adentros al rey felicitaban.

Pasó el tiempo y la protagonista de esta historia se fue con sus pasos lentos y cansados a buscar suerte en otro reino, pero llegó a un lugar en donde ya no se preocupaban de la ropa, porque el rey había decidido ser austero a causa de una estafa que lo mandó a desfilar en cueros.

La anciana decidió seguir por otros lados en busca de algún sustento, pero no lo encontraba, aunque algunos de sus compañeros artesanos ya habían encontrado acomodo en otras villas o pueblos.

Se enteró de momento que siete de los mineros se convirtieron en niñeras de pequeños muy traviesos, su negocio era más o menos próspero y mejoró a causa de una ayudante que llegó huyendo de una suerte similar a la que corrieron ellos en el anterior reino.

Uno de los zapateros encontró acomodo en un pequeño taller, más como vendedor que como artesano, y es que los dueños trabajaban bien, pero no alcanzaban a ver siempre al cliente indicado.

Por lo que toca al herrero quien saliera del pueblo de las artes prohibidas, éste se fue junto con el carpintero y ambos dedicaron su trabajo y esfuerzos a laborar en distintos pueblos lo más alejado posible del que fuera su terreno.

La costurera, rendida por no encontrar empleo o acomodo, se regresó a lo que fuera su casa, vio las ruinas de su taller y se resignó a la pérdida que por decreto del rey había llegado a su vida.

Ella en ocasiones pensaba y se revolvía sobre la causa de su desgracia y a veces veía cómo es que el decreto real a todos afectaba, también a los campesinos, quienes con el paso del tiempo sin herramientas trabajaban, pues en el reino ya no había herreros o carpinteros que les ayudaran.

El pueblo bueno veía cómo es que su vida cambiaba y mientras su suerte maldecía lejanas noticias del castillo saltaban:

“A pesar del decreto por el cual el rey la vida de su hija salvaba, sus esfuerzos inútiles se tornaban, la esperanza del rey y de descendencia que tras él gobernara, caía en el profundo sueño al que ya estaba destinada”

La costurera entendió las razones del decreto que de su taller la echaron hacía más de quince años, y vencida por el cansancio y el hambre cayó en un sueño del que hasta ahora no se ha despertado, pero vio con sus propios ojos cuando se pretende escapar mediante decretos a lo que ya se está destinado.

Maigo.

Inocente preguntilla: ¿Cuánta fuerza retórica tiene la frase «no es por presumir»?

De la propia crueldad

De la propia crueldad

 

Al final del capítulo central de El hombre sin cabeza [Anagrama, 2009], Sergio González Rodríguez [1950-2017] se presenta: “Llevo en mi cuerpo cicatrices y prótesis en el codo, en el antebrazo y en el tobillo hasta la rodilla producto de operaciones quirúrgicas por golpes, fracturas y caídas. También otra cicatriz en la cabeza por una trepanación curativa. Y tengo prótesis en otro brazo, ante los ojos y en el oído. Soy lo que se llama una persona normal”. El capítulo indaga los motivos de la mutilación criminal, la desacralización del cuerpo, la nostalgia de lo salvaje. Las heridas del autor se equiparan con las torturas rituales, los despliegues del poder, las marcas de la crueldad. Y si todo ello inquieta, inquieta mucho más la conclusión: “soy lo que se llama una persona normal”. Para cualquiera esa es la crueldad del autor consigo mismo; para mí, es la presentación más completa que, en sus textos, hizo de sí mismo Sergio González Rodríguez. La crueldad está en no entenderlo.

         Se es injusto con la obra de Sergio González Rodríguez si se sitúa en su centro a la violencia, aun cuando a primera vista sea su tema explícito. Sí, él fue el primero en llamar la atención sobre las muertas de Juárez, el primero en hacer tema de reflexión pública las decapitaciones –del narco y del terrorismo-, el primero en señalar la planificación intrincada en la guerra contra el narco y también fue el primero –por desgracia tan desdeñado- en articular una respuesta coherente al olvidado “¿por qué?” colectivo tras la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa. Pero llamar la atención, reflexionar, señalar y articular la violencia fue sólo una labor preparatoria de su verdadera obra. La violencia no necesita de alguien que llame la atención sobre ella: llama la atención porque es violenta; aunque no estemos nunca tan seguros de qué es lo que de ella nos atrae. Reflexionar públicamente sobre la violencia no es, tampoco, inusual: el presidente Peña cree que la crisis de violencia está en nuestras mentes, el expresidente Calderón cree que la violencia es exclusiva de los criminales… Y no es suficiente señalar que reflexionamos sobre ella porque nos llama la atención; el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad nos dio la lección insuperable sobre esa insuficiencia. Señalar la violencia, ahora lo sabemos, es frecuentemente infecundo: dónde nuestros conteos de ejecutados, qué de los listados de desaparecidos, para qué nuestras efemérides de la barbarie… De igual modo, la articulación no agota la obra de González Rodríguez, pues en estos años de guerra civil hemos visto que se articula a gusto, zurciendo a un lado para incriminar al presidente, remendando del otro para inculpar al opositor, como si a nadie irritaran las costuras del trapo viejo que llamamos patria. La violencia, insisto, no es el centro de la obra de Sergio González Rodríguez.

         Creo que leeremos correctamente la obra de Sergio González Rodríguez cuando la lectura nos permita reconocer el papel fundamental de la técnica en la normalización de la violencia. La violencia se visibiliza cuando se fractura la normalidad, pero a la fractura hacemos frente con la intervención técnica: la violencia se normaliza. La violencia normalizada es invisible hasta que el desarrollo de la técnica impone una nueva fractura: normalizamos la violencia planificándola. Sergio develó la técnica de programación de la violencia. No nos confundamos, pues la estrategia bélica es agónica, mientras que la estrategia tecnológica es totalizante, ya que subsume la diferencia a la totalidad normalizada y emplaza la agonía a la posibilidad planificable. Los mecanismos para disminuir los feminicidios producen herramientas de exterminio y desaparición más sutiles, cual se refleja en la estadística de mujeres asesinadas; la autorregulación mediática de difusión de imágenes de la violencia del narco produce tanto la disolución de cadáveres en ácido como –en un futuro ya previsto en la obra teatral Antígona [Tierra Adentro, 2016] de Sayuri Navarro [San Luis Potosí, 1991]- la exhibición tumultuaria de cuerpos lacerados en el elegante Paseo de la Reforma; la planificación oficial del combate al narcotráfico convierte al territorio nacional en un campo de guerra y a la población en inevitables –y necesarias- “bajas colaterales”, y las “bajas colaterales” pueden ser utilizadas para políticas públicas de control a fin de “que no vuelvan a desaparecer 43 personas”. La normalización de la violencia es una sustitución técnica. La técnica hace a la violencia administrable.

         Al final de aquel capítulo de El hombre sin cabeza, Sergio González Rodríguez hizo la más completa presentación de sí mismo: fue una persona normal por la sustitución técnica de la mutilación violenta. González Rodríguez vio, quizá como nadie más, que no se puede ser simplemente espectador de la violencia o teórico o estudioso o crítico… Sergio nos enseñó que la violencia nos ha transformado, nos ha hecho normales, y que nada comienza a comprenderse de la violencia si no comprende uno el costo de la tranquilidad de lo normal. Pensar lo que de uno ha hecho la violencia no es en modo alguno ser cruel con uno mismo, sino reconocer la crueldad en uno mismo. ¿Acaso es cruel decirlo?

 

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. Hay que agradecer a Sara Sefchovich que señale públicamente un problema grave, muy grave, en la distribución de recursos destinados a la cultura. ¿Dónde está el periodista que investigará esto? 2. Como regia tradición europea, lea el lector la saga del poder mexiquense en la historia de Alfredo III.  3. El gobernador priista del Estado de México se autorizó, por decreto, regalar dinero durante el periodo electoral. 4. El pasado martes, en La Jornada, el Comité de Salud Pública de la hermana República Socialista de Coyoacán, agrupado bajo el mote de Observatorio Ciudadano de Coyoacán, denunció el «servilismo» del canciller-aprendiz y defendió la dictadura venezolana. Búsquese la carta de esos defensores de la dictadura que, ¡ay!, son entusiastas bastoneras de Morena. 5. Que RT es un medio de propaganda no es ninguna novedad, sí lo es que esa propaganda busque influir en la elección de 2018.

Coletilla. Murió el cultísimo Juan Miguel de Mora, el traductor del Rig Veda, los Upanishads, el  Ayurveda y El último lance de Rama. Por años el doctor de Mora promovió el estudio del sánscrito y de la cultura clásica india en nuestro país. Descanse en paz.

Óptimas facultades

Óptimas facultades

Cuando se piensa en el hombre como el animal que se distingue de los demás seres vivos, inclusive de los de su propia familia evolutiva, por la aplicación y desarrollo de la técnica, es casi imposible negar que precisamente esto es lo que lo separa de los demás, incluso resulta fácil aceptar que es precisamente el desarrollo y manejo de la técnica lo que lo hace ser hombre. Es decir que la facultad mejor del género humano es la que lo lleva a desplegar la ciencia. Si uno quiere ser hombre: ¡sapere aude!

Cuando la razón se reduce a la posibilidad que tenemos para encontrar modos precisos de enfrentarnos al mundo, de vivir en él, se entiende porque la humanidad ha estado ocupada en desarrollar tecnología que nos permita vencer cualquier abatimiento. De hecho es notoria la necesidad de una ciencia médica, entendida ésta como la aplicación del saber a la conservación y mantenimiento del hombre. Mantenimiento no en la burda comparación con las máquinas, -que bien sabemos que el cuerpo no es una máquina, sino un organismo. La medicina es la más necesaria de todas las ciencias que se puedan desarrollar, ya que si el perfeccionamiento del hacer humano está dirigido a encontrar el mejor modo de ser hombre, bajo la facultad suprema que es la razón, la técnica médica deberá estar encaminada a llevar hasta su más alto término cualquier función que contemple el hacer humano: desde optimizar el simple respirar, pasando por la posibilidad de autoregeneración, hasta el fortalecimiento de cada uno de los miembros musculares y sensitivos. Porque una cosa es refinar el gusto o corregir algún defecto en la córnea, y otra muy distinta mejorar lo que ya funciona bien.

El deseo a la eternidad junto al miedo a la muerte y el dolor, tendrán que ser en todo momento las mancuernas que ayuden a la facultad suprema, aunque cabe preguntar todavía ¿estos sentimientos también serán optimizados? Quizá alguno conteste que ya fueron perfeccionados, llamándose uno soberbia y el otro esquizofrenia. Lo que no queda claro hasta este punto es si la ciencia médica, al lograr en su mejor plenitud cualquier facultad del hombre, estará contemplando una mejora del alma.

Javel

Relatividad del progreso

Relatividad del progreso

El progreso técnico debe tomarse en su justa dimensión. Cuando uno habla de progreso en la técnica, no podría hablarse de algo universal. La técnica para hacer sillas sigue siendo la misma, aunque se utilicen distintos instrumentos para ella. ¿No es parte de la técnica el conocimiento que hay del uso de los instrumentos para elaborar algo y, por ende, la técnica cambia cuando el instrumento lo hace? No, porque los instrumentos fueron hechos a partir de la existencia del conocimiento para fabricar algo. Un carpintero de antes podría aprender a usar una sierra eléctrica, si su propósito sigue siendo hacer una silla. Si no supiera que se pueden hacer sillas, los instrumentos devienen inútiles. No cambia en nada su conocimiento en torno a la fabricación de sillas, sino que aprende a usar un medio distinto. De cualquier manera tiene que aprender cortar, clavar, pegar y pintar las partes correspondientes, aunque no sea lo mismo utilizar herramientas industriales que herramientas tradicionales.

Se puede decir que hubo progreso sólo si hay un fin que permanece siendo el mismo. Por ello, el progreso puede significar que el arte de la carpintería ha avanzado en cuanto a la eficiencia de sus instrumentos. Algo semejante se puede decir de otras artes. Porque la técnica, en cuanto conocimiento, depende no tanto del modo en que se manipula lo material cuanto del ingenio y la habilidad que se posea para producir algo. Tiene apariencia de práctica no sólo porque requiera de trabajo para realizarse, sino porque necesita de la idea del bien: una mesa no puede tener una pata en una sola esquina si no va a tener otro soporte, porque de lo contrario no serviría para nada.

Pero la cuestión controversial es en torno al progreso en la mezcla entre la ciencia y la técnica, en la fusión de ambas en la ingeniería y en el manejo de energías. Se podría hablar de progreso si todo no fuera producido por una exigencia temporal. Los teléfonos son una indicación de progreso sólo si consideramos que los modelos recientes son mejores por tener más funciones que la mayor parte de las veces ni siquiera utilizamos. Generalmente hablamos de progreso cuando comparamos las facilidades que proporciona la técnica, facilidades que han avanzado a partir de ideas en crecimiento. Así, el CD y el avión muestran el progreso en la posibilidad de hacer volar una máquina y de viajar con eficiencia, así como de escuchar música de modo sencillo. Pero ambas no existirían si no hubiéramos deseado escuchar música con mayor frecuencia, convirtiéndolo en un negocio; y no necesitaríamos el avión si la gente no deseara acortar las distancias para que viajar sea una posibilidad menos tortuosa.

Eso quiere decir que el progreso se debe más al interés y a los deseos humanos que a un destino. Por eso el progreso no puede ser una idea estrictamente cristiana, si no vemos que la construcción del paraíso es imposible para quien se sabe caído de él. La posibilidad de desarrollar los productos no indica una ventaja más que en el sentido de la utilidad. Una ventaja que nunca indicará otro tipo de progreso que no sea del tipo de los descubrimientos y los inventos. Por eso uno no requiere de la verdad más que en un sentido limitado para desarrollar la técnica que se posee. Lo moderno requería de la invención del progreso en tanto significara que la ciencia tendría productos relacionados con el avance y despliegue de investigaciones distintas, que abolieran las categorías metafísicas de la filosofía anterior. Por eso el proyecto del progreso es tanto político como metafísico. Sin la ciencia moderna no existiría. No obstante, tampoco sería una opción sensata sin que el deseo de alguna manera imperara en la aceptación de que el mundo es mejor con mejores productos técnicos.

Tacitus

Controversias en torno a la eugenesia

Controversias en torno a la eugenesia

Los positivistas tienen la teoría de que Platón fue el padre de la eugenesia con su filosofía política, expuesta “claramente” en la República. Lo que no saben es que el positivismo es, como pilar de la ideología moderna, fundamentalmente eugenésico. La economía usurpa el lugar de la política en nombre de la eugenesia. Y es que, más allá de la creencia científica en la evolución, el hombre moderno tiene el dogma del progreso como indicativo moral de bienestar. Paradoja del ideal eugenésico es que, para realizarse, llegue a los extremos del estado servil.

Todas las posibilidades que la ciencia abre para nosotros en el Estado moderno no existirían sin la eugenésica idea del progreso. Por eso los que aplauden la investigación genética lo hacen en nombre de sus beneficios políticos y económicos, no en nombre del gusto por saber. La donación de órganos puede definir para nosotros la frontera entre la humanidad y la monstruosidad, por ejemplo. Creemos que los hombres de antes no tenían que decidir si donarle un riñón a alguno de sus progenitores porque no podían decidir sobre sus cuerpos dado que no tenían tal avance técnico. Pero eso no resuelve el problema. ¿No es parte del ideal eugenésico el que sintamos pronto una nube negra sobre nuestra consciencia cuando escrutamos esta cuestión?

La decisión es más complicada, puesto que donar un órgano no nos da ninguna responsabilidad, en sentido estricto. No hay nada heroico ahí, porque no está en nuestro poder el evitar la muerte. Así, la resignación ya no parece un acto tan frío. La muerte de alguien más por insuficiencia renal no es algo que nosotros decidamos, y el que tengamos la posibilidad de donar una parte del organismo no abre más el espectro de nuestra decisión. Si el valor de la vida es tal, no deberíamos atrevernos a manipularla sólo porque vemos que nuestras posibilidades se abren. Es decir, que no importa el vínculo que el que reciba la donación tenga con nosotros, la cuestión es siempre la misma: la manipulación técnica de lo vivo.

Precisamente por la eugenesia no puede aceptarse que la modernidad sea una consecuencia de la secularización del cristianismo, si es que tal cosa existe. A la pregunta por el valor de la vida las respuestas son diametralmente opuestas, y no pueden reconciliarse en ningún momento. La respuesta del cristianismo no fue acoplándose a la tradición, sino que la tradición pudo crecer a partir de un hecho fundamental: la encarnación. Por eso no hay secularización. Y el cristiano ve que la caridad no tiene nada que ver con cuestiones semejantes a la donación de órganos. No puede mejorar lo que ya es bueno. Y sabe que él no es un cuerpo. La negación del suicidio va, en parte, de la mano con ello. Él no decide el valor de la vida. Puede decidir lo que hará en ella, pero decidirá sobre algo que ya le fue otorgado, y que no ha decidido previamente. Para el moderno es sensato “salvar” la vida con actos como ese, porque el valor de la vida está sólo en que se prolongue lo más que se pueda.

En algún lugar, C. S. Lewis decía que el amor a la familia llega al extremo de entrar en contradicción con la caridad. Es decir, que por él termina importando más lo que toca exclusivamente a mis deberes en familia. ¿No estará todo en el mismo circuito? Como hombres modernos, vemos la caridad en la salvación radical y material de la vida porque no nos creemos salvados de antemano. La muerte es un castigo y un dolor que es mejor evitar en nombre del amor, colándose la idea de la eugenesia como posibilidad de seguir en este valle de lágrimas. La caridad se disuelve aquí también en nombre de los afectos particulares y cercanos.  Se nos nubla que el acto caritativo es opuesto a la eugenesia en tanto que la caridad no hace de este valle de lágrimas el prado de los placeres. No es que la caridad sea el actuar conforme a naturaleza, porque no es un fruto del paganismo. Precisamente por ello, la resignación es distinta a la tranquilidad de los sabios epicúreos. La falta al amor no está en el fallo hacia la eugenesia.

La técnica de los cristales

La técnica de los cristales

He usado anteojos desde hace tanto, y nunca me he preguntado en qué consiste el acto de ver. Claro que, dicho así, parece absurdo. Los anteojos no se hacen para ver mejor, sino para corregir el defecto que impide que veamos y distingamos el mundo de manera adecuada. Nadie puede ver, por ejemplo, una silla de mejor manera. Lo que importa es que distingamos la forma de la silla. La técnica del hombre que hizo mis anteojos no se logró a partir de que él pudiera distinguir las sillas como nadie lo hace. La técnica no reparó mis ojos, sólo les ayudó a evadir la nitidez que se les iba imponiendo como una falta a la normalidad de la visión sana.

Los anteojos son inservibles para los ciegos, como las sillas lo son a los perros. Claro que, con la silla, puedo cumplir muchos más propósitos relacionados con un perro, pero ninguno de ellos le serían realmente benéficos; puedo también usar mis anteojos para imitar a Groucho Marx, sin que ello cumpla el fin principal para el que fueron hechos en principio. Esa cuestión parece interesante. Un mal chiste posmoderno diría que, en el fondo, incluso la técnica es cuestión poética. Claro que es un mal chiste, porque los posmodernos no entienden de lo poético, por creer que todo tiene esa característica. La técnica es poética en el sentido de la producción. No puede haber producción en donde no hay razón. Si la ceguera paulatina, si la imposibilidad de que los objetos tengan una faz borrosa no existiera, mis anteojos no tendrían sentido. El hombre que notó que un par de cristales puede devolver nitidez al mundo sensible para los ojos tuvo el genio, mostrado en un acto tan obvio, de poner unir esos cristales a la órbita ocular, y se lo agradezco.

Pero, ¿qué le agradezco? Tal vez hizo que mi memoria, esa que permaneció antes de mi ceguera paulatina, fuera más perezosa. Quizás apreciaría más el rostro de mi madre si supiera que poco a poco iría desapareciendo de mi vista. Posiblemente sea un mal el leer sin tener que inclinarme a besar las páginas con el párpado para ello; tal vez, con la patencia de mi ceguera, leería vorazmente antes de que la vejez me alcanzase y dejase mis ojos como dejó los de Borges. En todo caso, aún me quedarían mis oídos y demás sentidos para lo que deseara hacer. Tal vez el don de la vista hizo de mí un ser fatuo. No; la fatuidad no es culpa de los sentidos.

Fatuo no es el mundo. De la vista siempre hacen una alegoría con la inteligencia. Prácticamente, hay una semejanza eterna que hay entre la sensación de la figura y la distinción de la forma. Mi inteligencia no sería obstaculizada por la ceguera. Pero tampoco mejoraría por verme ciego de pronto. Hay gente muy sana, que parece no comprender bien las cosas. Incluso yo he tenido que parpadear, con algo de vergüenza por sentirme como aquellos hombres de los que habla Nietzsche en su Zaratustra, al sentir que algo escapa a mi vista. De Dios se dice que, al ver sus creaciones, vio que eran buenas. Del hombre se dice que está hecho a imagen de Él.

En la visión hay algo que nos permite notar que los ojos son meros instrumentos, órganos. La imagen permanece. Además de la imagen, me he dado cuenta que los ojos no me dicen lo que las cosas son. El lenguaje puede hacerlo. Si son instrumentos, quiere decir que no son amos de su propia función. Sirven a algo. No podría distinguir a un perro de un gato si no tuvieran algo que los hace únicos y generales. Eso no me lo pueden decir mis ojos, a pesar del gran trabajo que hacen por mí. Hay algo que me diría, instantáneamente, que se me está engañando si me dicen un cuadrúpedo simpático con cola es lo mismo que un cuadrúpedo con un gigante cuerno en medio de su nariz. No es sólo la palabra; no es la mera imagen.

Claro que quien escribió el Génesis no pensaba que Dios tuviera ojos como los nuestros. Sin embargo, no puedo decir con facilidad si, por ser hechos a imagen de él, la visión sea algo que se nos dio en esa semejanza. Ni en mis sueños, que difícilmente recuerdo, y no por mi defecto de visión, he podido yo crear el mundo. El hombre de ojos malos necesita anteojos simplemente porque fue hecho para ver. Se le dieron instrumentos como muestra de su perfección, no de su imperfección. La técnica de mis anteojos no es necesariamente significado del progreso. Lo bueno de la visión estaba antes de que ellos fueran hechos.

Tacitus

La sombra del mal

La sombra del mal

Mucho se ha dicho y escrito sobre la técnica, por mostrarse ella como un problema evidente para nuestro modo de vivir. Podríamos decir que es uno de los grandes problemas -si por gran problema entendemos aquello de lo que más se discute- de la “modernidad”. Nadie estaría dispuesta a discutir que el signo de lo moderno se asocia de manera inmediata con el drama de la tecnología y su oscuridades o levedades morales. He ahí la idea fundamental: la técnica llama a pensar sobre su genuina utilidad, y sobre la asociación de ésta con la moral.

No quisiera aminorar el peso que todos consideran excesivo, pero sí me gustaría señalar algo que me inquieta de este planteamiento. Tanta tinta gastada siempre merece un poco de atención sincera. Creo que este problema no sería tan patente sin la huella que la guerra fincó en nuestra sensibilidad. Es decir, no sería tan crucial si no consideráramos de inicio que en ella hubo algo oscuro. Nos planteamos el problema de la técnica como un dilema ético en tanto su uso no siempre se orienta a los mejores fines. ¿Es sólo un problema del uso de un medio, o es un problema mismo de los fines?

Si el cuestionamiento central sobre ella de verdad se basa en lo que dice la opinión común, es decir, en el consenso adecuado sobre las prácticas que la técnica permite, para que ellas no generen los conflictos internacionales o las devastaciones que puede generar, me parece que evadimos el problema ético y político de verdad, no sólo asociado con la técnica, sino con toda verdadera reflexión política: la relación entre el bien y la justicia. Es decir, en el mundo de la política real, lo que verdaderamente importa es la justificación suficiente: erradicar el mal es una fantasía, de lo que se trata es de transformar adecuadamente.

Muy pocos se preguntan si acaso el modo mismo en que la técnica ha sido interpretada por nosotros es el modo más certero de entenderla. Si la naturaleza es un libro cuyas leyes sólo se comprenden interviniendo en ellas, transformando, evadiendo las barreras de la forma y de todas las categorías lógicas o las “falsas” fronteras metafísicas, es claro que no habría por qué cuestionar nuestra idea de la técnica. Me parece que detrás de todo este lío se encuentra la apreciación de la verdad como esencialmente efectiva, y de ella también se desprende al mismo tiempo una valoración sobre el bien, la cual ocasiona toda la turbulencia actual al respecto de la técnica misma.

La importancia de los objetos que la técnica humana produce radica en la bondad de ellos. Su utilidad se desprende de dicha bondad, no al revés. Si se producen sillas y mesas, por ejemplo, es porque el hombre necesita comer; y no sólo comer, sino reunirse para ello de manera cómoda. Es el bien que manda el orden otorgado, radiante como el sol. Si no existe el bien con su condición perenne, la técnica cambia de sentido, con el peligro de perderlo. La malicia reina y hace de las suyas con la técnica porque el bien y lo natural son conceptos ampliamente distintos, pertenecientes a campos aislados.

Es cierto, no obstante, que tener conocimiento de la técnica incluye un conocimiento del bien, pero éste no basta, se debe objetar, para saber lo políticamente correcto o lo justo: los hombres de técnica no son necesariamente los más virtuosos. Pero aquí no se trata de eso. Se trata de reconocer que nuestra visión de lo natural no nos permite reconocer ya vínculo necesario y a la vez verdadero entre uno y otro ámbito. Si la naturaleza puede transformarse, si puede manipularse, lo bueno es un parámetro relativo: depende del desarrollo histórico, por ser perteneciente al ámbito de lo espiritual y de la opinión. No necesito saber si la técnica, lo bueno y lo natural están asociados en el movimiento del cosmos o si acaso hay justicia revelada que penetre en dichos asuntos: lo importante es el progreso de la ley moderna. Así, conocernos sigue siendo crucial para poder reconocernos limitados, para reconocer el mal sin querer huir siempre de él.

Tacitus