El Efecto Invernadero

Hace unos días escuché un monólogo sobre el calentamiento global y la responsabilidad de la humanidad en el cambio climático, que me pareció condensar significativamente todo lo que al respecto suele decirse en el discurso público. Con un auditorio muy vasto y un lenguaje predominantemente científico (por lo menos en alusión), se trataba de comprender las causas del problema, de combatir prejuicios falsos, y de sugerir una solución.

Básicamente decía el portavoz de los protectores del medio ambiente que la tecnología que nuestra especie desarrolla ha tenido como consecuencia, por el combustible que más utiliza, una emisión impresionantemente grande de dióxido de carbono en la atmósfera, y que no hay ningún indicio de que alguna vez desde hace cientos de millones de años estos niveles hubieran sido tan escandalosos. Segundo, que podemos tener plena confianza en que este evento no es un fenómeno natural: ni los volcanes, ni el Sol, ni ninguna actividad de la corteza terrestre o de su centro se pueden asociar directamente a los niveles contaminantes nocivos de la atmósfera. En tercer lugar, argüía que el calor atrapado del Sol entre la densidad de dióxido de carbono de la atmósfera es creciente y, en pocas palabras, catastrófico en unos modos tan variados como nefastos. Para que ocurran las hecatombes no habrá que esperar demasiado. Finalmente, apoyaba con una retórica muy sentimental que tanto la adaptabilidad característica de los seres humanos como la tecnología de la que ahora somos capaces deberían ser aprovechadas para que cambiáramos nuestro modo de vivir, habiéndonos percatado del gigantesco jaloneo que le estamos dando al balance de los elementos que hasta ahora habían mantenido al planeta Tierra siendo un lugar propicio para nuestras vidas. Frases como «aún no es demasiado tarde» y «los intereses de todos son más importantes que los de unos cuantos» estaban espolvoreadas sobre la masa del discurso entero. Los objetivos para alcanzar esta bella salvación los encuentran los ambientalistas en la erradicación de la codicia (y la pobreza), en la concienciación de las generaciones sobre la importancia del cuidado contra los contaminantes, en la concentración de los recursos tecnológicos en nuevos y más eficientes medios para producir lo que nuestro tipo de sociedad solicita sin usar combustibles fósiles. Como podrá encontrar mi lector, el cambio de vida del que se habla aquí es más bien el cambio de los combustibles actuales por otros que no emitan dióxido de carbono –difícil, pero no muy asombroso.

Me parece llamativo que en ningún momento se contemplara la causa que impulsó por primera vez esa tecnología que, según decían, han desarrollado todos los que se llamen humanos hoy. La promesa de que la paz, la igualdad, la comodidad, la longevidad, y la riqueza serán asequibles para todos los seres humanos es una muy vieja. Y de hecho se parece mucho a lo que se necesita, según este discurso, para que la humanidad entera cambie su modo de vivir. Pero resulta que esta promesa es la que impulsó la fiebre por la tecnología y el tipo de vida práctica del que están fraguadas casi todas nuestras actividades, y casi todas las ciudades de hoy. La electricidad que me transmitió ese discurso fue cosechada con generadores que sólo fueron posibles por la sed de petróleo y avance tecnológico que nos impide ver el cielo estrellado. Usar la tecnología para salvarnos, encontrar un sistema político en el que todos puedan encontrar la vida que cada quien busca, protegernos de la muerte violenta mientras satisfacemos cada uno de nuestros deseos, sentar las condiciones para perseguir nuestras pasiones; todo eso es lo que quieren los ambientalistas para todos nosotros. Todo eso es lo que quisieron los magnates del petróleo también. El mercado nacional e internacional se mueven con el discurso de que es posible que nos volvamos mejores en el intercambio, en la sana competencia. El estudio científico del comportamiento es un arma demagógica en las «investigaciones» sociales de hoy tanto como siempre lo ha sido cualquier tipo de discurso que sea socialmente aceptado como confiable. La ciencia no deja de hacer exactamente esto mismo, promoviendo que se divulguen sus descubrimientos y se expliquen a todas las personas las más importantes leyes del mundo en el que vivimos para poder controlarlo. Los ambientalistas no quieren terminar con el dominio humano, quieren transformarlo en una tiranía solidaria y responsable.

La promesa de que la tecnología y su buen uso es lo que nos salvará de vivir lentamente destruyéndonos entre nosotros es la de la Modernidad. Es exactamente el mismo discurso que hace unos cuantos cientos de años dio ímpetu al movimiento que consumió vorazmente el petróleo, el carbón, y todo lo que se les ocurra que escupa dióxido de carbono. El Efecto Invernadero es tan preocupante porque con un poquito más de calor que haya dentro de la atmósfera, se empiezan a perder las condiciones que permitían deshacerse del exceso de calor; el siguiente año, el calor es mayor y también lo son sus estragos, permitiendo que el del siguiente año sea, no tres veces, sino muchas más, peor. El crecimiento es geométrico. Quizá lo que necesitábamos para combatir el Efecto Invernadero era que su análogo no le ocurriera al mundo humano hace tanto tiempo con el calor de las promesas vanas.

Condena Espiral

Lo siento muchísimo, van a tener que perdonarme, pero no puedo soportarlo más. Este secreto lo he mantenido escondido por mucho tiempo, pero antes de que me juzguen como se juzga a los deshonestos, quisiera que atendieran de buena voluntad el relato de lo que me sucedió, con lo que espero que puedan encontrar un modo de perdonar mi silencio.

Verán, esto es un cuento viejo porque sucedió hace treinta años, pero es nuevo para mí como lo es cada amanecer. Solemos pensar que el tiempo pasa mucho más velozmente sobre las cosas que no tenemos presentes en el alma, y al recordarlas exclamamos: «¿ya pasó tanto?»; pero prueben examinar el leve paso de su propio encanecimiento y verán cómo cada momento es largo e insostenible. Así ha sido para mí cargar con este peso. Bueno, pero si sigo dándome oportunidades de retrasar lo que tengo que relatarles, tomaré cada una y no los enteraré nunca de lo que me ha pasado.

Comenzó, curiosamente, cerca de haber pasado mi trigésimo cumpleaños. Y digo que es curioso porque mi hermana me había regalado el Libro de Arena de Borges y estaba leyéndolo.  Ya verán a qué me refiero. Total, que mi concentración se vio interrumpida por un agresivo toquido en la puerta de entrada de mi departamento. ¡Toc, toc, toc! Ojalá hubiera sido, como primero pensé, solamente un vendedor sumamente hostigante o un testigo de Jehová con exceso de fervor; pero no, no se acercaba a nada que yo hubiera podido anticipar.

Me levanté, obviamente molesto, a abrir la puerta antes de que volviera a tocar -aunque no pude evitarlo-, y gritando que me esperara giré por fin la perilla para revelar al suplicante que tanto me aturdía. Frente a mí se manifestó la personificación de la locura, con todos los detalles insospechables para mí, llamativos pero sin sentido, de esos que me imagino que debe de tener lo que está tan lejos de la lógica que hasta jaquecas nos puede producir por intentar abarcarlo con el pensamiento. Me duele la memoria por habérseme mostrado con tanto cuidado cada inverosímil rasgo: era un hombre mayor, a juzgar por su canosa cabellera, despeinado y sin rasurar, arrugado por la preocupación y también por la naturaleza. Su cabello estaba dirigido hacia todos lados, engomado de una manera a la vez seguramente premeditada pero ridícula e insólita. Tenía los ojos de un azul deslavado penetrante, enrojecidos por la locura, y rodeados por aros obscuros y bolsas del cargado insomnio. Su rostro tenía un fuerte corte cuadrado y su larga nariz acentuaba esta apariencia de estar a punto de reventar en esquirlas mortales. Pero lo que realmente me abismaba era su atuendo. Era de alguna tela opaca que tenía tonos de todos los colores cálidos posibles repartidos irregularmente entre el grueso de la ropa pero sin distinción clara de sus principios ni sus finales, como si se fundieran los colores entre ellos y todo fuera una sola prenda de tonalidades gradientes; y aún así, tenía varias capas diferentes de ropa que se montaban en los lugares más incongruentes. Lo que podría ser una camisa se combinaba con algo como una levita larga de un solo lado y corta del otro, y con el cuello levantado, cerrado por el frente. Atrás el asomo de un capuchón intentaba pasar desapercibido. A la mitad de su torso una clase de cinturón grueso daba dos vueltas cambiando su color en un contrastante revoltijo de verdes y azules, y desde él varias tiritas de tela se conectaban con el resto del desarreglo. Tenía colgando cuentas y canicas de un material probablemente metálico a distintas alturas, y sus piernas eran cubiertas más bien por una falda que por un pantalón, pero cuya parte más baja se volteaba hacia adentro perdiéndose más cerca de los muslos. No quiero cansarlos con esta imposible combinación de atavíos, pero pienso que así podrán entender mejor lo radicalmente impresionante que esta experiencia fue para mí, no había nadie que se vistiera así, ni para llamar la atención ni para pasar desapercibido.

Este desorientado hombre había tocado a mi puerta con la mano izquierda, mientas que su diestra cargaba el artilugio de lo que se trata todo esto, el aparato que tanto mal atrajo. Intentaré describirlo. Es algo así como el principio de la pata de una de esas sillas antiguas que eran deliciosamente ornamentadas, tanto por su largo como por su predominantemente rectangular forma, pero sus aristas y puntas agudas son  ligeramente protuberantes de modo que las caras del aparato tienen una leve curva hacia adentro. No podría nombrar un solo color suyo, pues aunque parece más bien negro azabache, su multitud de adornos dorados y plateados pesa mucho en la atención que demanda a la vista, y eso sin contar que su tope y su base simétricos van cambiando de color con las estaciones, pasando de naranja obscuro a un verdiazul marino brillante como piedra semipreciosa. A todo lo largo parece tener una espiral de capas que se vuelve sobre sí misma al llegar a la mitad del cuerpo y sobre ella el brillo plateado de diminutas grecas le da una belleza especial en la noche. Los círculos aparentemente desordenados a todo lo largo (luego se da uno cuenta de que están organizados para medir la mitad del tamaño de cada tercero de ellos cada ocasión hasta que el primero se repite), están grabados con un hilo metálico dorado de un profundo brillo a la luz del Sol. Algunas de sus capas son menos opacas hasta un tono gris claro, y otras no reflejan nada en absoluto. Y lo peor de todo es el botón. Yo no sabía que era un botón, pero desde hace unos años he estado casi completamente seguro: en el tope del dispositivo un cuadrito más prominente, con un dibujo de alguna diminuta bestia de la que no se distinguen bien los detalles, grita de deseo por ser presionado.

El extraño hombre no se presentó, pero me conocía. Lo sé porque mirándome a los ojos me llamó por mi nombre, jadeando como si hubiera corrido mucho o como si el miedo lo dominara (esto último me parece más congruente). Les diré exactamente lo que me dijo: «Julián Villaverde Baldivia, pon muchísima atención. Ahora.» Le puso tanto énfasis a la palabra ‘ahora’ que no pude ni preguntar qué pasaba por el punzón de la curiosidad. Continuó con la frase que me ha perseguido en sueños, pesadillas, recuerdos y anécdotas sin ningún crédito, por toda mi vida. Me dijo: «No pertenezco a este mundo ni a esta época tampoco, y tengo tiempo apenas para decirte esto, no puedo explicar nada. –En ese momento puso en mis manos el artilugio éste, y continuó–, pero por lo que más amas, por todo lo que has conocido y todo lo que conocerás, por todo lo que siempre ha importado, quédate con esto en secreto y jamás, repito, jamás lo uses». Mirándome a los ojos vi que se sintió renuente a irse sin él, pero tenía que hacerlo por alguna razón que no comprendí. Enmudecido por el momento sorprendente sólo pude verlo y asentir. Dejó correr una lágrima por su cara, y finalmente se fue corriendo lo más rápido que podía.

Cerré la puerta y todavía tenía esto en mi mano. Me lo quedé, obviamente. Y así me hice de él, nunca he sabido qué es, pero tampoco nadie a quien se lo he descrito o sugerido de alguna manera (cuidadosamente, por supuesto) ha podido decir para qué serviría o qué clase de cosa es. No sé si es un adorno, una escultura, una parte de algo o algo completo, si tiene valor, si es una cháchara, si es una herramienta, si es antigua o nueva… Lo único que sé de él es que cada vez más me atrae con más fuerza.

Los primeros años no tuve ningún problema porque cuando algo nos llama la atención sólo para decepcionarla después, sin decirle nada que le parezca de valor, naturalmente lo desechamos en los rincones de la memoria, que son parecidos al cajón en el que guardé este objeto mucho tiempo. Pero años después de no hallar explicaciones y de que ningún suceso de mi vida tuviera algo que ver con él, comencé a sospechar algún uso mayor, algún plan que me excedía. No había sido broma de nadie, o no me habían dicho, ni había regresado nunca su dueño para explicarme de qué se trataba. Pensaba a veces que quizá habría muerto metido en alguna riña vil por el modo precario con el que se presentó, y también por cierto tiempo me sentí como quien cuida un bien ajeno; pero dejé de imaginarme su desitno y ya me hice a la idea de que este aparato está a mi cuidado porque es mío.

Esos años en que me preocupé de nuevo recordé las palabras extrañas con las que fui maldito, y las escribí en un cuaderno que ya he perdido. Las estudié buscando pistas, pero no las hallé. ¡Cuántas veces leí esa frase malhadada! ‘Por lo que más amas’. ¿Cuál podría ser la relación de esta cosa con lo que yo más amo? ¿Era sólo la fuerza de mi juramento, o estaban en peligro real mis seres queridos y los pocos gozos de mi vida?

Empecé a perder el sueño porque hice de mi noche lentamente un ritual. Lo sacaba del cajón y lo miraba intentado entenderlo, intentando comprender completamente qué significaba no usarlo, y luego dormía. Poco a poco, la forma del aparato comenzó a parecerme crecientemente más bella, más congruente. Recuerdo que cuando lo vi por primera vez me pareció tan extraño como el mismo hombre que me lo regaló, pero ya no. Oh, no: me adentré más en su intrincado diseño, en sus minuciosos rasgos. La verdad es que es una pieza impresionante de arte en más de un sentido. Una de esas noches de descanso perdido el botón saltó a mi atención. No había modo de que fuera otra cosa, es difícil de explicar, pero cuando uno conoce sus particularidades sabe que esa protuberancia no es como las demás, por su figura y el sitio en el que está, por la bestia que tiene grabada cuyos ojos siempre me miran. Tiene que ser un botón. De otro modo, ¿cómo se usa un aparato que no tiene relación con ninguna otra cosa en el mundo? No creo que me haya prohibido usarlo de cualquier modo, como de pisapapeles o para darle coscorrones al perro. Estoy convencido de que se trata de una clase de máquina y de que su mecanismo puede activarse. Aunque no debe.

¡Ah, maldito aparato! Nunca lo confesé pero la verdadera razón por la que toda la vida he vivido solo es porque no confío en que nadie vaya a entender por completo la magnitud de este conflicto; no podía confiar en que se mantendría escondido y secreto, y sin uso. Tal vez habría podido ahorrarme todo este sufrimiento si simplemente no hubiera hecho caso… pero ese hombre que me conocía confió en mí porque sabía que podría hacerlo. Y yo asentí. Asentí cerrando el juramento. Y qué razón tuvo hasta hoy, pues estuve a punto de presionar ese botón, a punto de comprobar si se trataba en efecto de un botón, pero al final temía por las palabras no olvidadas. Nunca he de usarlo. Nunca, me repetía. Pero no puedo más.

¿Qué pasaría si muriera y alguien más lo encontrara, y lo usara? Sería lo mismo, pero nunca habría sabido yo para qué servía, cómo funcionaba. ¿Qué propósito tenía, en él mismo, en mi vida? No puedo más, ya no puedo más. Verán que lo único que puedo hacer es presionarlo. Tienen que entender. Tal vez no es nada, tal vez sí fue una broma y yo he perdido treinta años de mi vida dándole importancia a una estupidez. Tal vez es algo bueno y ese hombre sólo quería aprovecharse de mi confianza para evitar que yo hiciera inimaginables mercedes al género humano. Ya he pensado antes todas estas cosas tantas veces que perdí la cuenta. Ya he estado a punto de quebrarme en miles de ocasiones, pero ya no lo soporto más. Debo saber.

Y por eso espero que me perdonen si algo sucede después de que presione el botón. Lo voy a hacer. Ahora mismo lo acercaré a mí y…

Hiro 0 – 4 Tecnología

No es que yo haya nacido negada para la tecnología; digamos más bien que a últimas fechas no he sido santo de su devoción y, para que no se sienta mal correspondida, debo decir que el sentimiento es mutuo. Todo comenzó el domingo del Super Bowl, cuando todos en mi casa compartían un momento familiar frente a la televisión, mientras yo, encerrada a piedra y lodo en mi cuarto, me disponía a terminar la tarea, a fin de disfrutar el puente del lunes. Pero quiso la luz que esto no sucediera y entonces decidió irse, aunque no por mucho rato. Lo malo –para mí– fue que, al volver, el voltaje era tan bajo que sólo prendía la televisión que mi parentela había estado usando para ver el partido. A decir verdad, a mi familia tampoco le duró tanto el gusto, porque justo en los minutos finales la luz se fue definitivamente. Fue hasta altas horas de la noche que regresó, esta vez con toda su fuerza, pero con el sueño que me invadía, opté por hacer mi tarea al día siguiente. En la semana se dio otro incidente similar, aunque en esta ocasión agarró parejo y todos en la casa nos quedamos sin luz.

Creyendo que los sucesos anteriores sólo habían sido accidentales, el viernes me encontraba de nuevo terminando mi tarea y, justo cuando quise enviarle mi trabajo a un compañero, se dio cuenta la luz de que estaba muy aburrida en mi casa y entonces se fue de paseo. En ese momento, juro que quise arrancarme los cabellos, porque realmente me urgía enviar ese trabajo; afortunadamente, la luz se apiadó de mí y regresó casi al instante. Sin embargo, en mi mente ya comenzaba a tomar forma la idea de que, tal vez, yo no le simpatizaba mucho, dado que sus huidas siempre coincidían con mi presencia en la casa. La situación no era para tanto cuando sólo parecía caerle mal a la luz, lo molesto vino cuando también el reproductor de DVD hizo de las suyas mientras veía una película con mis tíos. Al principio, reprodujo como debía los cortos que anteceden a la película, pero a los quince minutos de haber empezado ésta, se trabó el disco. Entonces tuvimos que saltarnos esa parte y no dio más problemas hasta el final de la película, cuando se trabó de nuevo, lo que solucionamos con sólo adelantarle. Pero no podía faltar la jugarreta de la luz, la cual viendo que yo ya había bajado la guardia, se largó otra vez de paseo; situación que, de lo ridícula, provocó más mi risa que mi enfado. Para no hacer el cuento largo, cuando volvió, cansada de tanto pasear, terminamos de ver la película sin otro contratiempo.

Y así llegamos al día de hoy, en el que mi mamá pensó que era un buen momento para reparar nuestras computadoras, tarea que le corresponde a mi hermano, el benjamín, por ser un as en esto de la tecnología. Como yo necesitaba terminar de escribir algunas cosas, además de subir la entrada de hoy –que, dicho sea de paso, trataba sobre un tema completamente diferente y que, con suerte, podré escribir el próximo domingo–, le pedí a mi hermano que por favor me dejara alguna de las dos computadoras que iba a reparar para poder trabajar en ella. Concentrada estaba en esta tarea cuando, así de la nada, a la computadora le dio por morir en mis manos, marcando un error que sólo mi hermano –y acaso Dios– entendió y, por más intentos que hicimos, ya no quiso funcionar. Por eso ahora me encuentro redactando estas líneas en la computadora –lenta, pero segura– de mi mamá, esperando que la tecnología me dé tregua, al menos, por lo que resta de la tarde.

Hiro postal