Lo siento muchísimo, van a tener que perdonarme, pero no puedo soportarlo más. Este secreto lo he mantenido escondido por mucho tiempo, pero antes de que me juzguen como se juzga a los deshonestos, quisiera que atendieran de buena voluntad el relato de lo que me sucedió, con lo que espero que puedan encontrar un modo de perdonar mi silencio.
Verán, esto es un cuento viejo porque sucedió hace treinta años, pero es nuevo para mí como lo es cada amanecer. Solemos pensar que el tiempo pasa mucho más velozmente sobre las cosas que no tenemos presentes en el alma, y al recordarlas exclamamos: «¿ya pasó tanto?»; pero prueben examinar el leve paso de su propio encanecimiento y verán cómo cada momento es largo e insostenible. Así ha sido para mí cargar con este peso. Bueno, pero si sigo dándome oportunidades de retrasar lo que tengo que relatarles, tomaré cada una y no los enteraré nunca de lo que me ha pasado.
Comenzó, curiosamente, cerca de haber pasado mi trigésimo cumpleaños. Y digo que es curioso porque mi hermana me había regalado el Libro de Arena de Borges y estaba leyéndolo. Ya verán a qué me refiero. Total, que mi concentración se vio interrumpida por un agresivo toquido en la puerta de entrada de mi departamento. ¡Toc, toc, toc! Ojalá hubiera sido, como primero pensé, solamente un vendedor sumamente hostigante o un testigo de Jehová con exceso de fervor; pero no, no se acercaba a nada que yo hubiera podido anticipar.
Me levanté, obviamente molesto, a abrir la puerta antes de que volviera a tocar -aunque no pude evitarlo-, y gritando que me esperara giré por fin la perilla para revelar al suplicante que tanto me aturdía. Frente a mí se manifestó la personificación de la locura, con todos los detalles insospechables para mí, llamativos pero sin sentido, de esos que me imagino que debe de tener lo que está tan lejos de la lógica que hasta jaquecas nos puede producir por intentar abarcarlo con el pensamiento. Me duele la memoria por habérseme mostrado con tanto cuidado cada inverosímil rasgo: era un hombre mayor, a juzgar por su canosa cabellera, despeinado y sin rasurar, arrugado por la preocupación y también por la naturaleza. Su cabello estaba dirigido hacia todos lados, engomado de una manera a la vez seguramente premeditada pero ridícula e insólita. Tenía los ojos de un azul deslavado penetrante, enrojecidos por la locura, y rodeados por aros obscuros y bolsas del cargado insomnio. Su rostro tenía un fuerte corte cuadrado y su larga nariz acentuaba esta apariencia de estar a punto de reventar en esquirlas mortales. Pero lo que realmente me abismaba era su atuendo. Era de alguna tela opaca que tenía tonos de todos los colores cálidos posibles repartidos irregularmente entre el grueso de la ropa pero sin distinción clara de sus principios ni sus finales, como si se fundieran los colores entre ellos y todo fuera una sola prenda de tonalidades gradientes; y aún así, tenía varias capas diferentes de ropa que se montaban en los lugares más incongruentes. Lo que podría ser una camisa se combinaba con algo como una levita larga de un solo lado y corta del otro, y con el cuello levantado, cerrado por el frente. Atrás el asomo de un capuchón intentaba pasar desapercibido. A la mitad de su torso una clase de cinturón grueso daba dos vueltas cambiando su color en un contrastante revoltijo de verdes y azules, y desde él varias tiritas de tela se conectaban con el resto del desarreglo. Tenía colgando cuentas y canicas de un material probablemente metálico a distintas alturas, y sus piernas eran cubiertas más bien por una falda que por un pantalón, pero cuya parte más baja se volteaba hacia adentro perdiéndose más cerca de los muslos. No quiero cansarlos con esta imposible combinación de atavíos, pero pienso que así podrán entender mejor lo radicalmente impresionante que esta experiencia fue para mí, no había nadie que se vistiera así, ni para llamar la atención ni para pasar desapercibido.
Este desorientado hombre había tocado a mi puerta con la mano izquierda, mientas que su diestra cargaba el artilugio de lo que se trata todo esto, el aparato que tanto mal atrajo. Intentaré describirlo. Es algo así como el principio de la pata de una de esas sillas antiguas que eran deliciosamente ornamentadas, tanto por su largo como por su predominantemente rectangular forma, pero sus aristas y puntas agudas son ligeramente protuberantes de modo que las caras del aparato tienen una leve curva hacia adentro. No podría nombrar un solo color suyo, pues aunque parece más bien negro azabache, su multitud de adornos dorados y plateados pesa mucho en la atención que demanda a la vista, y eso sin contar que su tope y su base simétricos van cambiando de color con las estaciones, pasando de naranja obscuro a un verdiazul marino brillante como piedra semipreciosa. A todo lo largo parece tener una espiral de capas que se vuelve sobre sí misma al llegar a la mitad del cuerpo y sobre ella el brillo plateado de diminutas grecas le da una belleza especial en la noche. Los círculos aparentemente desordenados a todo lo largo (luego se da uno cuenta de que están organizados para medir la mitad del tamaño de cada tercero de ellos cada ocasión hasta que el primero se repite), están grabados con un hilo metálico dorado de un profundo brillo a la luz del Sol. Algunas de sus capas son menos opacas hasta un tono gris claro, y otras no reflejan nada en absoluto. Y lo peor de todo es el botón. Yo no sabía que era un botón, pero desde hace unos años he estado casi completamente seguro: en el tope del dispositivo un cuadrito más prominente, con un dibujo de alguna diminuta bestia de la que no se distinguen bien los detalles, grita de deseo por ser presionado.
El extraño hombre no se presentó, pero me conocía. Lo sé porque mirándome a los ojos me llamó por mi nombre, jadeando como si hubiera corrido mucho o como si el miedo lo dominara (esto último me parece más congruente). Les diré exactamente lo que me dijo: «Julián Villaverde Baldivia, pon muchísima atención. Ahora.» Le puso tanto énfasis a la palabra ‘ahora’ que no pude ni preguntar qué pasaba por el punzón de la curiosidad. Continuó con la frase que me ha perseguido en sueños, pesadillas, recuerdos y anécdotas sin ningún crédito, por toda mi vida. Me dijo: «No pertenezco a este mundo ni a esta época tampoco, y tengo tiempo apenas para decirte esto, no puedo explicar nada. –En ese momento puso en mis manos el artilugio éste, y continuó–, pero por lo que más amas, por todo lo que has conocido y todo lo que conocerás, por todo lo que siempre ha importado, quédate con esto en secreto y jamás, repito, jamás lo uses». Mirándome a los ojos vi que se sintió renuente a irse sin él, pero tenía que hacerlo por alguna razón que no comprendí. Enmudecido por el momento sorprendente sólo pude verlo y asentir. Dejó correr una lágrima por su cara, y finalmente se fue corriendo lo más rápido que podía.
Cerré la puerta y todavía tenía esto en mi mano. Me lo quedé, obviamente. Y así me hice de él, nunca he sabido qué es, pero tampoco nadie a quien se lo he descrito o sugerido de alguna manera (cuidadosamente, por supuesto) ha podido decir para qué serviría o qué clase de cosa es. No sé si es un adorno, una escultura, una parte de algo o algo completo, si tiene valor, si es una cháchara, si es una herramienta, si es antigua o nueva… Lo único que sé de él es que cada vez más me atrae con más fuerza.
Los primeros años no tuve ningún problema porque cuando algo nos llama la atención sólo para decepcionarla después, sin decirle nada que le parezca de valor, naturalmente lo desechamos en los rincones de la memoria, que son parecidos al cajón en el que guardé este objeto mucho tiempo. Pero años después de no hallar explicaciones y de que ningún suceso de mi vida tuviera algo que ver con él, comencé a sospechar algún uso mayor, algún plan que me excedía. No había sido broma de nadie, o no me habían dicho, ni había regresado nunca su dueño para explicarme de qué se trataba. Pensaba a veces que quizá habría muerto metido en alguna riña vil por el modo precario con el que se presentó, y también por cierto tiempo me sentí como quien cuida un bien ajeno; pero dejé de imaginarme su desitno y ya me hice a la idea de que este aparato está a mi cuidado porque es mío.
Esos años en que me preocupé de nuevo recordé las palabras extrañas con las que fui maldito, y las escribí en un cuaderno que ya he perdido. Las estudié buscando pistas, pero no las hallé. ¡Cuántas veces leí esa frase malhadada! ‘Por lo que más amas’. ¿Cuál podría ser la relación de esta cosa con lo que yo más amo? ¿Era sólo la fuerza de mi juramento, o estaban en peligro real mis seres queridos y los pocos gozos de mi vida?
Empecé a perder el sueño porque hice de mi noche lentamente un ritual. Lo sacaba del cajón y lo miraba intentado entenderlo, intentando comprender completamente qué significaba no usarlo, y luego dormía. Poco a poco, la forma del aparato comenzó a parecerme crecientemente más bella, más congruente. Recuerdo que cuando lo vi por primera vez me pareció tan extraño como el mismo hombre que me lo regaló, pero ya no. Oh, no: me adentré más en su intrincado diseño, en sus minuciosos rasgos. La verdad es que es una pieza impresionante de arte en más de un sentido. Una de esas noches de descanso perdido el botón saltó a mi atención. No había modo de que fuera otra cosa, es difícil de explicar, pero cuando uno conoce sus particularidades sabe que esa protuberancia no es como las demás, por su figura y el sitio en el que está, por la bestia que tiene grabada cuyos ojos siempre me miran. Tiene que ser un botón. De otro modo, ¿cómo se usa un aparato que no tiene relación con ninguna otra cosa en el mundo? No creo que me haya prohibido usarlo de cualquier modo, como de pisapapeles o para darle coscorrones al perro. Estoy convencido de que se trata de una clase de máquina y de que su mecanismo puede activarse. Aunque no debe.
¡Ah, maldito aparato! Nunca lo confesé pero la verdadera razón por la que toda la vida he vivido solo es porque no confío en que nadie vaya a entender por completo la magnitud de este conflicto; no podía confiar en que se mantendría escondido y secreto, y sin uso. Tal vez habría podido ahorrarme todo este sufrimiento si simplemente no hubiera hecho caso… pero ese hombre que me conocía confió en mí porque sabía que podría hacerlo. Y yo asentí. Asentí cerrando el juramento. Y qué razón tuvo hasta hoy, pues estuve a punto de presionar ese botón, a punto de comprobar si se trataba en efecto de un botón, pero al final temía por las palabras no olvidadas. Nunca he de usarlo. Nunca, me repetía. Pero no puedo más.
¿Qué pasaría si muriera y alguien más lo encontrara, y lo usara? Sería lo mismo, pero nunca habría sabido yo para qué servía, cómo funcionaba. ¿Qué propósito tenía, en él mismo, en mi vida? No puedo más, ya no puedo más. Verán que lo único que puedo hacer es presionarlo. Tienen que entender. Tal vez no es nada, tal vez sí fue una broma y yo he perdido treinta años de mi vida dándole importancia a una estupidez. Tal vez es algo bueno y ese hombre sólo quería aprovecharse de mi confianza para evitar que yo hiciera inimaginables mercedes al género humano. Ya he pensado antes todas estas cosas tantas veces que perdí la cuenta. Ya he estado a punto de quebrarme en miles de ocasiones, pero ya no lo soporto más. Debo saber.
Y por eso espero que me perdonen si algo sucede después de que presione el botón. Lo voy a hacer. Ahora mismo lo acercaré a mí y…
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...