Jaque Mate

La reina miró desesperadamente al rey mientras un miserable peón le enterraba su pequeña espada. Todo estaba perdido.

Gazmogno

Perdón, tengo insomnio

Uno intenta escribir algo. Algo que valga la pena pero lo único que puedo hacer es balbucear palabras que se aglomeran mientras los sedantes causan efecto. Mi problema es el insomnio. Y las palabras se van perdiendo mientras el cerebro se relaja y se distiende. Todo se vuelve nebuloso.

Mi problema es el insomnio, ¿ya lo dije? Pero mi verdadero problema es otro. Siempre creemos que estamos haciendo algo cuando en realidad estamos haciendo otra cosa. Yo creía que estaba intentando dormir cuando en realidad lo que intento es perdonar. Perdonar a alguien… perdonarme a mí mismo.

Mas, ¿cómo lograr eso que se llama perdón? ¿Es posible? ¿En verdad es posible quitarse el sentimiento de haber sido traicionado, humillado por la única persona de la que uno jamás se esperaría la traición? Uno perdona, ¿y luego? ¿Las cosas vuelven a ser iguales? A veces creo que la única posibilidad de superar una traición es a través de la venganza. Una vez vengado el asunto, éste queda saldado.

Sin embargo se oye hablar del perdón aquí y allá. El perdón es bueno, purifica. Perdonar y no guardar rencor, ¿cómo hacerlo? ¿Es acaso como borrar unas palabras mal escritas, o extirparse uno mismo un tumor que se extiende y se pudre cada vez más con el paso del tiempo? Pero un tumor se ve, se palpa, se localiza y se remueve. Y qué hacer con la sed de venganza, rencor y odio que quedan, que se empozan en el alma, ¿se extirpan también?

Uno intenta perdonar como intenta dormir, pero por lo menos para esto último hay calmantes. ¿Sabe alguien qué es lo que hay para el perdón?

Gazmogno

¡Mierda!

Hay veces en las que uno no puede escribir más que mierda. Uno toma una pluma y lo que caligrafía es mierda, teclea en la computadora y pareciera como si la pantalla misma se tornara café como si alguien se hubiera zurrado en ella. Y es que lo que uno tiene adentro es eso: mierda. Mierda acumulada por los años, mierda que uno no ha querido – o no ha sabido cómo – sacar, mierda que ya hasta está seca y sale como en pequeñas bolitas a las que uno les pone el nombre de haikus, pero no son más que mierda. Mierda que hasta duele cuando sale, con los retortijones de un alma que se ha vuelto entraña, intestino, orto que se abre dejando salir toda la porquería que la vida moderna nos hace acumular en nuestro interior.

Gazmogno

Como una patada en los huevos

No hay nada parecido a la sensación de una patada en los huevos. Uno está tan tranquilo, ocupándose de lo suyo – tal vez recitando un piropo o descansando la vista en el escote (porque un escote es justamente para eso, para descansar la vista del ajetreo citadino y de tanta polución visual que aqueja en especial a los nobles caballeros) que alguna impúdica delineó sobre sus tetas para incitar las rabietas de tanto moralista callejero –, cuando de repente, ¡rájale!, un empeine o una rodilla traicionera viene a perturbar el orden del cosmos, como un asteroide colisionando contra algún pacífico planeta sacándolo de su orbita habitual. Y es que los huevos – o testículos, como les dicen los letrados y la gente que no soporta las analogías avícolas – se encuentran en órbita, girando en pequeños círculos sobre su eje escrotal o simplemente descansando entre las colinas ingladas siempre uno por encima del otro – generalmente es el izquierdo el que, con su natural disidencia, se encuentra relativamente más alejado del perineo -, pero siempre en un orbitar constante que no debe ser perturbado so pena de uno de los dolores más terribles de que el hombre es capaz – nótese Hombre y no Mujer, y esto sencillamente por un machismo explícito de nuestro creador.

Cuando el choque resulta inminente, hay un pequeño instante en el que pareciera que no pasó absolutamente nada, un instante en el que uno dice “ah caray, esto ni lo sentí”, mientras que los huevos dicen “ya valió verga”, dando lugar a un doblamiento espinal en el que el cuerpo se transforma en un ángulo agudo – cada vez más agudo como agudo va siendo el dolor. Así, el empeine o la rodilla – o incluso puede ser algo tan insignificante como un ligero rozón de los dedos de la mano al dejarlos caer para tomar el jabón o el shampoo mientras uno se ducha (mejor conocido como el pericazo involuntario) – se han insertado violentamente en la cavidad pélvica violando la inviolable ley de la impenetrabilidad de la materia – pues en ese instante pareciera que el huevo izquierdo y el huevo derecho han ocupado al mismo tiempo el mismo espacio, a saber, la garganta – y dando lugar a un dolor que se ramifica por toda la parte baja de la pelvis, pasando por los intestinos y llegando al estómago en un calambre que no hace sino arrugar el asterisco más de lo que ya está arrugado. El aliento se pierde, la respiración se dificulta, la vista se nubla y uno no puede sino concentrarse en ese dolor, vivir ese dolor… uno se vuelve el dolor mismo.

Lo más común es terminar de rodillas o en posición fetal agarrándose – o más bien apretujándose – el paquete en un vano intento de controlar la agonía. Pero la agonía no puede ser controlada y lo único que uno puede hacer es dejar que el dolor pase, poco a poco, y la conciencia se reestablezca mientras se yace en el piso como un buda caído meditando sobre el dolor de tener los cojones destrozados.

Gazmogno

Rayada la suela

Andábamos buscándonos pero sin saber que andábamos para olvidarnos…

 

Gazmogno

Una propuesta inoportuna

“¿Quieres ser mi esposa?”, le preguntó temeroso mientras ella asentía con la cabeza, resultado, más bien, de la distensión de los músculos de su cuello, que cedían ante la inevitable morbidez que el cáncer le había provocado luego de seis meses de confinarla a la cama del hospital donde acababa de exhalar su último aliento, frente al que en otras circunstancias sería su prometido.

Gazmogno

 

Jornada a las Tierras donde Nace el Sol (2)

Lo recuerdo muy bien, era una tarde de abril y había sido invitado a casa de un gran amigo que apenas regresaba del Japón. “Traje algo que te cambiará la vida”, me dijo con su habitual seriedad.

Cuando llegué estaba esperándome en la puerta vestido con un kimono negro y me pidió que me descalzara antes de entrar. En silencio cruzamos una amplia estancia hasta llegar a una puerta de madera que conducía a un pequeño cuarto. Dentro pude observar que la decoración iba muy acorde con la vestimenta de mi anfitrión y su reciente viaje al oriente: había un pequeño nicho dentro del que colgaba un lienzo de seda con unos caracteres japoneses finamente trazados, y frente a él se encontraba una pequeña y delicada flor que danzaba sutilmente dentro de un hermoso jarrón de porcelana antigua.

Con un gesto de reverencia, mi amigo me indicó que me sentara frente a una mesita al ras del suelo. “En sazen”, dijo, mientras se arrodillaba sobre los tobillos, con las rodillas juntas y los empeines hacia el piso. La posición era bastante incómoda, por lo que de cuando en cuando tenía que sentarme en medio loto para evitar que se me durmieran las piernas.

Mientras mi anfitrión sacaba algunos trastos de una caja que se encontraba junto a un hogar, me percaté de algo que había pasado inadvertido hasta ese momento. Un sonido como de agua cayendo llegaba cristalino hasta mis oídos. “Ah, comienza a despertarse tu oído”, dijo mi amigo, mientras me alcanzaba una tetera de metal y un par de tacitas de porcelana, “siéntelas para que se te desperece el tacto”. La sensación del metal y la porcelana en mis manos resultaba extraña y perturbadoramente similar a la del sonido del agua que llegaba a mis oídos. Cuando le regresé los utensilios, vertió un poco de agua en la tetera y la puso al fuego mientras machacaba un puñado de hierbas.

En ese momento reparé en el ideograma dibujado en el lienzo de seda y percibí que a mi alrededor había una cierta asimetría y frialdad que, de alguna manera, me proporcionaban una profunda calma. “Zen, es lo que acaba de despertar en tu vista”, dijo mi anfitrión mientras echaba las hierbas en la tetera. “Significa ‘meditación’”. En ese instante un olor añejo envolvió la estancia toda, aroma amargo que sugería sobriedad, vejez, y que poco a poco despertaba en el corazón una especie de dicha, de regocijo, como si de pronto a uno le llegara el recuerdo de algo largamente buscado, pero a la vez largamente olvidado; algo perdido que se encuentra cuando menos se le espera y, sin embargo, uno no puede dar cuenta de ello; como si un torbellino de recuerdos de lo que alguna vez fuimos revoloteara a nuestro alrededor y tratáramos, como entre sueños, de asirnos a él.

Absorto, tratando de descifrar ese torbellino, escuché de pronto lo que parecía ser un burbujeo mientras mi mirada se posaba tranquilamente en la tetera que ardía sobre el fuego, desvaneciendo cualquier residuo de pensamiento que se arremolinara dentro de mi cabeza. Fija la mirada sobre el metal y el oído en el agua hirviendo, comencé a imaginar cómo era que el agua burbujeaba dentro de la tetera; cientos de caprichosas e inestables perlas naciendo y muriendo y danzando, ora grandes, ora pequeñas, formando interminables hileras y flancos de vastos y terribles ejércitos aperlados atacando los pedazos de hierba, obligándolos a rendirse para ofrecer su esencia, sangre aromático que se derrama tiñendo el agua de un color verduzco, mientras el olor se volvía cada vez más penetrante, y una sensación de calor bajaba por mi garganta extendiéndose por mi pecho hasta llegar a mis brazos y culminar en la palma de mis manos. “El té está listo”, escuché como desde la lejanía, tratando de dominar mis sentidos para concentrarme en el momento en el que mi amigo vertía el contenido de la tetera en las dos pequeñas tazas de porcelana.

 Gazmogno