Lo recuerdo muy bien, era una tarde de abril y había sido invitado a casa de un gran amigo que apenas regresaba del Japón. “Traje algo que te cambiará la vida”, me dijo con su habitual seriedad.
Cuando llegué estaba esperándome en la puerta vestido con un kimono negro y me pidió que me descalzara antes de entrar. En silencio cruzamos una amplia estancia hasta llegar a una puerta de madera que conducía a un pequeño cuarto. Dentro pude observar que la decoración iba muy acorde con la vestimenta de mi anfitrión y su reciente viaje al oriente: había un pequeño nicho dentro del que colgaba un lienzo de seda con unos caracteres japoneses finamente trazados, y frente a él se encontraba una pequeña y delicada flor que danzaba sutilmente dentro de un hermoso jarrón de porcelana antigua.
Con un gesto de reverencia, mi amigo me indicó que me sentara frente a una mesita al ras del suelo. “En sazen”, dijo, mientras se arrodillaba sobre los tobillos, con las rodillas juntas y los empeines hacia el piso. La posición era bastante incómoda, por lo que de cuando en cuando tenía que sentarme en medio loto para evitar que se me durmieran las piernas.
Mientras mi anfitrión sacaba algunos trastos de una caja que se encontraba junto a un hogar, me percaté de algo que había pasado inadvertido hasta ese momento. Un sonido como de agua cayendo llegaba cristalino hasta mis oídos. “Ah, comienza a despertarse tu oído”, dijo mi amigo, mientras me alcanzaba una tetera de metal y un par de tacitas de porcelana, “siéntelas para que se te desperece el tacto”. La sensación del metal y la porcelana en mis manos resultaba extraña y perturbadoramente similar a la del sonido del agua que llegaba a mis oídos. Cuando le regresé los utensilios, vertió un poco de agua en la tetera y la puso al fuego mientras machacaba un puñado de hierbas.
En ese momento reparé en el ideograma dibujado en el lienzo de seda y percibí que a mi alrededor había una cierta asimetría y frialdad que, de alguna manera, me proporcionaban una profunda calma. “Zen, es lo que acaba de despertar en tu vista”, dijo mi anfitrión mientras echaba las hierbas en la tetera. “Significa ‘meditación’”. En ese instante un olor añejo envolvió la estancia toda, aroma amargo que sugería sobriedad, vejez, y que poco a poco despertaba en el corazón una especie de dicha, de regocijo, como si de pronto a uno le llegara el recuerdo de algo largamente buscado, pero a la vez largamente olvidado; algo perdido que se encuentra cuando menos se le espera y, sin embargo, uno no puede dar cuenta de ello; como si un torbellino de recuerdos de lo que alguna vez fuimos revoloteara a nuestro alrededor y tratáramos, como entre sueños, de asirnos a él.
Absorto, tratando de descifrar ese torbellino, escuché de pronto lo que parecía ser un burbujeo mientras mi mirada se posaba tranquilamente en la tetera que ardía sobre el fuego, desvaneciendo cualquier residuo de pensamiento que se arremolinara dentro de mi cabeza. Fija la mirada sobre el metal y el oído en el agua hirviendo, comencé a imaginar cómo era que el agua burbujeaba dentro de la tetera; cientos de caprichosas e inestables perlas naciendo y muriendo y danzando, ora grandes, ora pequeñas, formando interminables hileras y flancos de vastos y terribles ejércitos aperlados atacando los pedazos de hierba, obligándolos a rendirse para ofrecer su esencia, sangre aromático que se derrama tiñendo el agua de un color verduzco, mientras el olor se volvía cada vez más penetrante, y una sensación de calor bajaba por mi garganta extendiéndose por mi pecho hasta llegar a mis brazos y culminar en la palma de mis manos. “El té está listo”, escuché como desde la lejanía, tratando de dominar mis sentidos para concentrarme en el momento en el que mi amigo vertía el contenido de la tetera en las dos pequeñas tazas de porcelana.
Gazmogno
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