Vericuetos de la acción
¿A qué obedece la distinción entre teoría y práctica? Se dice que es por la función anterior, principal del gobierno del pensamiento sobre la obra humana. El argumento es que no se puede hablar de obra alguna sin algo que la distinga: la división atiende a la naturaleza de la razón y su relación con los actos. Aquí se ha dado un salto del pensamiento a la razón, injustificado, pero asumido con licencia por nosotros. El acto, la obra no tienen siempre la misma dimensión: no todo obrar o todo movimiento puede llamarse acción (asumiendo ya esta palabra como campo de la práxis); los movimientos involuntarios suponen, además, la existencia del pensamiento y la razón, que da cuenta de ellos como involuntarios. ¿Qué hace “obrar” a la razón? Aquí se entretejen problemas interesantes, de los cuales destaco el siguiente: hay diferencia en el nivel del acto, y la mayor muestra de ello es la producción creativa (el arte y la técnica) y la acción como movimiento voluntario en que se involucran el deseo, la facultad de elegir y, por supuesto, el panorama causal; evidentemente, ambos están unidos y a la vez separados. La producción requiere distinguir la causalidad en un sentido distinto al conocimiento científico, así como del movimiento del deseo, pues la técnica no sería posible sin las gradaciones de éste. No obstante, no todo acto es productivo en ese sentido. La conexión entre ambos ámbitos puede verse desde el hecho de que la acción es objeto de reproducción o representación: las acciones y los deseos tienen siempre capacidad de asociarse con rasgos poéticos. Imitar a un hombre sería imposible si no fuera así.
Cabe preguntarse por la posibilidad de que la acción sea guiada a través de las facultades naturales del hombre, lo cual es evidente en la experiencia de la elección. No obstante, ¿hay conocimiento alguno del ámbito de la acción? Esta pregunta no puede legitimarse sin antes haber respondido por la naturaleza misma de la acción, que ya dimos como región máxima de la práctica. Recordemos que, al afirmar eso, fácilmente se involucra el juicio de que la acción es una especie de producto de un proceso que se puede guiar al mismo tiempo. La educación modifica la práctica, dogma nada oculto por nosotros. Al hablar de la acción, existe una “teoría” sobre ella, usando esta palabra bajo nuestro significado. La relación es problemática porque expresa la convicción arraigada de que las ideas, en algún sentido, tienen una natural connivencia causal sobre el acto (la palabra, en tanto productiva, ya no se distingue de otro modo). El círculo se expresa mejor: es fácil decir que todo es interpretación porque no distinguimos entre idea, teoría, práctica, producción y naturaleza. No obstante, el problema no se allana bien con una simple aclaración conceptual. Distinguir entre teoría y práctica puede ser superficial si los peligros de la distinción no se nos hacen evidentes en el contexto en el que las vivimos, contexto que, querámoslo o no, el problema de la historia ha perfilado de manera profunda. ¿Qué posibilita que haya un fundamento para la ciencia o para la sabiduría, sin asumirse como, por ello mismo, histórico en tanto definitivo? Esta misma asociación delata una posición desde la que se mira el problema: la relación entre conocimiento y sabiduría. Es claro que el conocimiento científico no permite vislumbrar del todo los peligros que conlleva la interpretación moderna de lo natural, mientras que asumir que existen peligros es hablar ya de una especie de causalidad ajena a ella. El problema no es saber si el pensamiento, en cualquiera de sus ámbitos, puede orientar al hombre; más bien el problema es saber si acaso la inclinación a preguntar por la posibilidad de vivir con justicia se reduce a penetrar en la axiología o si puede haber algo que oriente el juicio del hombre en tanto hombre. La existencia de la ciencia implica que esa respuesta está en alguna medida aclarada, más no necesariamente bien pensada.
Digo que es lícito hablar de la presencia del bien en la acción porque hace falta que veamos nuestro nihilismo en la moralización absoluta de esa palabra. Dicha moralización es un disfraz: se practica como absolutismo para evitar los absolutismos. El bien no se agota con ejemplificar una acción, porque el conocimiento del bien alumbra lo posible y no lo necesario. La acción no es un ente natural, aunque no por ello es radicalmente distinto de lo natural. El hombre actúa no porque tenga músculos o fisionomía adecuada para ello, sino porque requiere de dirigir su modo de vida. Lo requiere porque no le es posible vivir como otros animales: su satisfacción, si bien no necesariamente prueba vestirse de elevación, lo lleva necesariamente a mancomunarse. La política es rasgo de su existencia como animal. Su orientación a actuar no está sólo en la existencia del deseo, pues la acción es tanto deseo, como posibilidad, como fin y, sobre todo, como orientada al bien. Diríamos que ninguno de sus elementos, incluso el deseo mismo, sería inteligible si la realidad de cada uno de ellos no se organizara en torno a la vida misma. La existencia del mal no prueba la falsedad del argumento por la estructura de la acción, pues es más lo que hacemos por ignorancia que por conocimiento adecuado de la situación y de nosotros mismos. Si el hombre puede conocer el bien es precisamente porque se halla limitado de manera que puede distinguir su acto y el de los demás. No es cierto que haya mil criterios como cabezas: la realidad del bien como principio no puede sino demostrar la divergencia en el juicio, así como el consentimiento, incluso en la existencia del prejuicio.
Si se comprende la acción en el nivel más elemental, se verá que hace falta mucho más que la sola moderación para entender la posibilidad de distinguirse en el plano que ella representa. Con riesgo de comprometer la verdad, requerimos doctrinas que nos digan qué hacer, porque nos sentimos incapacitados para responder esa pregunta. Entonces, la división entre teoría y práctica que se hace comúnmente no atiende del todo a la naturaleza de la inquietud máxima. La relación temporal entre ambos elementos sigue siendo cuestión política: la tarea futurista del proletariado enmascaró el terror; la sensación providencial de la tierra prometida en el carisma se viste de misterio para encubrir sus carencias con las nuestras. No digamos que la práctica conlleva sólo los asuntos de la acción humana, porque pensar en torno a nuestro actuar de manera seria implica desenvolver el vínculo entre lo justo y lo temporal, entre la sabiduría posible más allá de los valores y los peligros de lo eterno en la perpetuación de la voluntad. El significado de la virtud no es necesariamente una imposición sobre la forma humana, sino una distinción en lo que nos identifica. El modo de vivir no se transforma, sino que se vislumbra en los actos. Un acto no puede mover la historia, pero la intención de comprenderla quizá no haya sido tan problemática cuando el modo de vida se interpreta como diverso desde la preparación particular. La virtud es posible, no necesaria, como felicidad máxima. Por eso, más que un problema de individuos, es una cuestión ética y política.
Tacitus