El recuerdo de las obscuridades pasadas ilumina a las presentes negruras.
No vemos nada, y ante la falta de luz, hasta la esperanza desfallece.
Maigo
"Una docena de años viendo cómo se parten por docenas otras cosas en el mundo"
El recuerdo de las obscuridades pasadas ilumina a las presentes negruras.
No vemos nada, y ante la falta de luz, hasta la esperanza desfallece.
Maigo
Había una vez un gusano temeroso viviendo en las cálidas tierras del trópico. El protagonista de esta historia temía a las aves que veía en el cielo, temía a los monos que de los árboles bajaban al suelo, temía de su sombra y su propio reflejo lo asustaba, éste le mostraba como alguien viejo, con la cabeza de algodón y el corazón debilitado por tantos berrinches hechos en la vida.
Cuando era joven se dijo estar cansado de tener miedo, quiso tener igualdad y presto trató de volar o de saltar pero nunca logró despegarse del suelo.
El gusano creyó que si no podía ser como los otros, los otros debían ser como él, pero ante todo creía que los demás le debían sumisión y respeto porque sus ideas eran grandes, aunque faltas de juicio porque todo lo veía al nivel del suelo, el gusano además de débil era miope y medio sordo, porque no escuchaba a menos que se agacharan para verlo.
El protagonista de esta historia estaba resentido por no poder salir del suelo, así que se decidió a formar un nuevo reino, con la promesa de transformar la realidad convenció a otros animales temerosos como él de que ya era hora de cambiar el orden y de dejar de gobernarse por el miedo, pero siendo gusanos aquellos que lo seguían tenían miedo de los animales grandes.
El gusano protagonista de esta historia, queriendo cambiar la narrativa decidió que había que denunciar e insultar al rey de la selva, y para atraerse a los animales grandes que le podrían ayudar a la causa se puso a tejer redes con melifluas palabras.
El protagonista de esta narración que se hace historia aprovechó las horas de sueño de animales como los gorilas, o los elefantes, o las hienas, ya que éstos en las horas de sueño se acercaban lo suficiente para escucharlo, es decir al nivel del suelo.
Deseando que el león ya no gobernara por violento, los animales acabaron con su trono y decidieron que el gusano sería más ecuánime, pero no contaron con que el miedo llevaría a un cambio nuevo en la historia que ahora se escribe, pues el gusano se sintió león y pretendió hacer su voluntad en contra de todo lo que es bueno.
El gusano más miedoso, porque ahora estaba en la mira de todos, decidió dividir a quienes por él derrocaron al anterior monarca, puso a los gusanos en contra de los gorilas, de las hienas y hasta de las vacas, los elefantes gritaban y pisoteaban gusanos y el gusano cada día de más miedo se llenaba.
Un día nada afortunado el gusanito miedoso decidió que su inmunidad de todo lo salvaba y decidió prender fuego a la selva y a lo que sobre el suelo se posaba, acabó con animales, árboles y aguas, todos se arrepintieron de haber escuchado sus palabras y mientras el gusano presumía de lo que comía o lo que cenaba entre el fuego se consumía haciendo nueva historia para quien quisiera escucharla.
Maigo
Joelo soñó hace un par de días que el Diablo se llevaba su alma. Despertó con mucho miedo y decidido a encomendarse a la Virgencita Santa. Hizo lo que su corazón le dictó: se fue caminando a la Villita y una vez allí compró un milagrito de latón del Sagrado Corazón de Jesús, mismo que con dos rosarios colgó en el retablo con una leyenda que decía algo así: “salva sea mi alma, gracias Señor Jesús”.
El día de ayer, filípides, el más feliz de los mininos, vomitó una bola de pelos. Esto es una reacción natural de los gatitos, lo curioso del asunto fue que al recogerla, Joselo, encontró dentro de la maraña un milagrito de latón del Sagrado Corazón de Jesús idéntico al que había colgado el día anterior con tanta fe. No tuvo tiempo de pensar en las implicaciones más rebuscadas, como si es verdad que los animales, si esta era una respuesta divina a su ruego, o si simplemente filípides era sencillamente mágico y divino o tal vez no significaba nada. Lo que hizo, de inmediato, fue repetir la misma procesión, rezó lo mismo que el día anterior y cuando iba a colgar el milagrito, se percató que el suyo seguía allí, colgado con todo y su leyenda. Así que lo volvió a colgar con una nueva leyenda: “salva sea el alma de filípides, que sea eterna su felicidad, gracias Señor Jesús”. Y regresó a su hogar quitado de la pena.
No pretendo ser un revoltoso, recuerden (aunque a mí no se me olvida) que los violentos siempre serán los otros. Sin embargo sí pretendo señalar que me da más que gusto esto de que el pueblo ya no es un bobalicón. No tiene mucho que un hombre de edad, con toda la lucidez que trae consigo esta condición, hizo público en uno de sus tres informes que Televisa (que a penas hace unos meses fue de los violentos otros también) transmite diario; que el pueblo ya no es un tontín, mensín, pendejín, como quieran llamarle.
Este decreto se aplaudió con bombo y platillo, se incitó al pueblo mismo a que comencemos a dejar de creer esta mentira que la magia y el poder nos había hecho creer con toda su apabullante y violenta fuerza (magia porque con tanto indulto, ahora no tiene sentido que haya mafia). Llegó el tiempo de la cuarta transformación, de tirar ese muro invisible que nos construyeron al rededor de nuestro intelecto y que nos limitaba, que nos quitaba la posibilidad de ser una primer potencia en este mundo globalizado al mismo tiempo de que nos impedía extraer petróleo como si fuera agua. El pueblo ya no somos cabezas de chorlito. A partir de hace algunos días, el pueblo siempre ha sido y será sabio.
No tardó mucho tiempo en aflorar las consecuencias de estas brillantes declaraciones. Y es que, aunque no fuera de una manera directa, es más que evidente que está íntimamente ligado un hecho con el otro. Si el pueblo es sabio, ¿por qué no puede hacer justicia por sí mismo? Ya podemos ver que en éste tema, no hay nada que temer. Se ha estado haciendo justicia, sobre todo en las comunidades pequeñas, se legalizó el sexo público en uno de esos ranchos grandotes que son capitales de nuestros estados y están por repartirse un montón de indulgencias (más). No se hable de los proyectos de desmantelar al poder judicial de la federación, total, el pueblo puede gobernarse sin el más mínimo problema. Qué se yo, hace algunas semanas pensaba que era un mentecato más, ¡y miren, ya no lo soy, ni yo ni mi pueblo!
Como comencé el presente texto, no pretendo ser un revoltoso, por lo que no incitaré al pueblo en su infinita sabiduría a derrocar las instituciones (que salen sobrando y son corruptibles, a diferencia del pueblo que no puede serlo por ser sabio), ni tampoco a gobernarse a sí mismo. ¿Por qué necesitamos de políticos cuando gozamos de sabiduría? Total, ya se nos quitó la maldición de las mentiras que nos contaron, ya sabemos y comenzamos a creer que no somos alcornoques. No diré que todos y cada uno tenemos la capacidad de ver lo bueno por nosotros mismos, por supuesto tampoco, que todos sabemos cuál es el bien común y la mejor manera de llevar la nación (y de hacer justicia). Es más, somos tan sabios que hacer plebiscitos cada que se quiera aprobar una obra urbana, no es más que una pérdida de tiempo y de recursos (ni se diga para mantener al gobernante en curso, porque es obvio que sale sobrando que haya un gobernante). No hace falta hacer pública la opinión, porque esta eudoxa popular es más que sabida y consentida por todos (¿cómo podrían un montón de sabios con el mismo grado de sabiduría disentir en temas importantes como es lo político?). Por último tampoco diré que todos y cada uno (incluidos los menores de edad) saben perfectamente qué es lo bueno (sobre todo porque los niños son más sabios que los adultos y nosotros debemos aprender de ellos a “hacer con cariño” dice Juan Topo y dice bien) por lo tanto pueden tomar sus propias decisiones y las públicas también. No hay espacio en un pueblo sabio, para el engaño, el abuso de confianza (u otro tipo de abuso) ni tampoco para el robo. Todos obramos bien y con miras a lo mejor de nuestro país.
No diré nada de eso, no porque sea motivo de alboroto o se me tache de anarquista revolucionario; sino porque con la sabiduría que el pueblo tenemos, sale de más decirlo, ¡pues todos ya lo sabemos! ¡Daaah! Así que solo diré que me da gusto haber despertado, darme cuenta de que no soy un zonzín y que la justicia, la moral, y las cosas relacionadas con lo público, es lo que sea que se nos antoje. Total, somos sabios, ¿qué puede salir mal?
Era media noche. Carlos tenía sed. Tal vez se debía al calor nocturno casi sofocante. Usualmente dormía arropado de una sábana. Esa noche se le hizo demasiado incómoda. Bajó a su cocina, abrió la puerta al lado de la estufa y tomó un vaso con flores pintadas. El resplandor de la casa de enfrente, hizo que no fuera necesario prender la luz. Sólo la cocina estaba débilmente iluminada. El resto de la casa permanecía a oscuras. A lo lejos la lumbre de las veladoras inútilmente resistían. El hollín cubría el fuego. Justo cuando Carlos terminaba de beber su vaso, escuchó crujir el papel picado. ¿Se habrá caído algo? ¿Camila habrá vuelto a caminar sobre ella? Se acercó a la ofrenda y todo parecía en orden. Ninguna guayaba, Larín o Carta Blanca estaba fuera de su lugar. Las flores de cempasúchil todavía cubrían las espaldas de los marcos fotográficos. Ahí seguía Goliat, el perro de la familia atropellado la semana pasada. Su pérdida fue dolorosísima por inesperada. Junto a él, la vecina, casi sanguínea, retratada en la Sinfonía del Mar de Acapulco. Al morir, la familia perdió a una comadre, una amiga y hasta una niñera leal. De lado derecho estaba el tío Juan. Carlos levantó la fotografía y sonrió amargamente. Nadie en su familia conoció a su tío como él, lo cual no es decir mucho. Su tío siempre fue muy reservado; a la familia le parecía retraído. En desayunos familiares hablaba poco, en las fiestas lo hacía por ratos y por grupos. Nunca destacó ni despertó carcajadas. Inspiraba respeto pero no cariño. Las conversaciones más recurrentes las tuvo con Carlos cuando era niño. Al acercarse a los diez, se fue enfriando su comunicación. A los once no volvieron a platicar.
Carlos dejó la fotografía en su lugar y dio media vuelta. Subió un escalón, luego otro, dos más, y volvió a escuchar un ruido tenue en la ofrenda. Creyó que era nuevamente su imaginación, así que reanudó su camino. A dos escalones de llegar al primer piso, no pudo ignorar la caída de las guayabas y cañas al suelo. Ahora sí, eso no pudo haberlo imaginado. Bajó presurosamente y regresó a la ofrenda. Revisó a los costados, volteó a los lados: no había nadie. Recogió las frutas y las volvió a colocar en la ofrenda. Dispuesto a dormir, a mitad de los escalones, escuchó que el jarrito se rompía. Corrió hacia la ofrenda cuidando no caerse, y en efecto los restos de barro estaban en el suelo. Carlos trató de encender la luz, pero no pasó nada. «Debe haberse ido la luz», pensó, «hay que recoger este desmadre o me echarán la culpa». Al ir por la escoba y recogedor, otra vez oyó que el papel picado crujía.
—¡Camila! ¡Camila! ¿Dónde estás?— decía lo más quedito posible, acechando al felino a través de la planta baja de la casa— Ven, Camila, Camila; ven, Camila, Camila.
Sin tener éxito en su búsqueda, se propuso nuevamente barrer. No pudo deshacerse de su perplejidad. Con escoba y recogedor, juntó los restos del jarrito, los cuales después desahogó en el bote de basura. Todavía con dudas, pero decidiendo enterrarlas, se dirigió a su cuarto y al pisar el último escalón escuchó que el otro jarrito se rompía. «Ya basta. Es el colmo que se rompa el otro. Maldita gata, la voy a dejar afuera». Bajó de nuevo y, para su sorpresa, no había ningún resplandor que entrara a la cocina ni veladoras encendidas. Ahora se encontraba completamente a oscuras. Al menos alcanzó a distinguir que algo se escondió debajo de la ofrenda; el último de los fulgores fue el movimiento del mantel. Se lanzó hacia abajo, intentó asomarse… y nada. Enojado, sumamente frustrado, se levantó. Al voltear, lo colorado de su rostro perdió fuerza. Brutalmente empalideció al ver el rostro famélico de su tío, reseco, con las cuencas del cráneo acentuadas. Su piel apenas tenía color.
—Déjame ayudarte, sobrino.
II
—¿Dónde está Juan? ¿Saben algo de él?— lanzó la pregunta Esteban en la cena de Nochebuena.
—Nada, cabrón. Desde que todos salimos de Chilpancingo, hemos ido perdiendo comunicación. En los primeros meses, cuando menos hablaba con él una vez por semana. Desde hace un año no le he llamado— respondió su hermano.
—La última vez que hablé con Juanito fue hace tres meses. Nuestra llamada fue muy breve. Me dijo que cambiaría de teléfono y me llamaría para pasarme su nuevo número. Intenté contactarlo al número viejito, por lo de Navidad, pero me decía que ya no existe.
—Ay, Estela, ¿mínimo te dijo dónde vivía? Desde que vendimos la casa de papá y mamá, ni nos enteramos dónde se mudó. Ahora sin su teléfono, estará bien cabrón encontrarlo. Ni para llamarle a su esposa o hijos. No hay nadie más huraño que Juan.
—No hay que preocuparse, Esteban, sabes cómo es Juanito. Él nos buscará. Así pasa siempre. Además, quién sabe, tal vez para Reyes nos sorprende trayendo a una novia al D.F. Hay que esperar y dejarlo.
Tres días antes, Juan cabeceaba en su sillón. Trabajar mucho en el almacén lo dejaba exhausto. Sin embargo su única recompensa era llegar a su apacible y frío departamento.
Mentiría si dijera que mi día empezó con la caótica vorágine que todos recordamos en este lado del mundo; bueno, en este… en esta parte del planeta. Pero de que estuve en el centro del torbellino de voces, de gritos y de ese escepticismo que sólo puede sostener la clase más obstinada de necio, estuve. A decir verdad, no creo que haya entendido hasta hoy la gravedad del asunto, ¡menos entonces! Y eso que uno no pensaba en la incertidumbre o la confrontación de nuestros días, pues en aquel tiempo no habíamos recuperado del olvido ni las esferas de Ptolomeo, ni los sólidos platónicos de Kepler, ni los movimientos newtonianos en las órbitas, ni ninguna de esas propuestas que ahora tienen millones de adeptos.
En realidad, aquel día ni cuenta me había dado yo de nada extraño al principio. Me preparé mi desayuno, tomé el metro y crucé el campo del observatorio como siempre. Parecía ser un día claro, cálido, como los de antes. Fue hasta querer entrar que empezaron las rarezas. Nadie me abría al tocar y dentro, las voces alteradas sonaban en una discordia que me hizo pensar primero en el ajetreo de doctores apostando en una final deportiva (pero no había torneos importantes), luego en una discusión apasionada, y quizás en la celebración de alguna festividad ajena. Por fin Gylra me abrió. De verla mi mente empezó a saltar entre las peores imágenes que figuraba. Su expresión era la de una mujer que ha visto levantarse a Lázaro y no sabe con qué vocal empezar a relatarlo.
«Hola. ¿Qué pasa?», le pregunté. No respondió nada, sólo me cedió el paso y regresó corriendo a su lugar, donde su pantalla no tenía las gráficas en las que usualmente trabajaba ella, sino una imagen de apariencia… insípida. Parecía ser una foto del Sol. Repetí al aire «¿qué pasó?».
Yo no tenía en ese entonces poder sobre nadie. Siendo un becario, no tenía ni jerarquía suficiente para ser esperado por alguien importante, ni importancia suficiente para conocer la respuesta a la pregunta que hice. La hice varias veces más. Por fin, el doctor Buhkol intentó explicarme todo apenas me le acerqué. Él siempre me tuvo afecto, si bien era una persona distante. Yo sigo creyendo que su muerte y las muchas otras sin causa aparente tienen su fuente en lo que sea que pasó ese día, aunque probablemente no viviré para verlo comprobado.
Total, que escuché las palabras sin entender las razones. Habría negado todo con un aspaviento, riendo como personaje de alguna obra y gritando que dejaran de bromear, pero la multitud de científicos a mi rededor, lo supe pronto, no estaba solamente agitada; estaba afligida por un terror que los asía desde la médula. El observatorio se había convertido en un barco recién salido de una tempestad que extravió su rumbo, tiró sus mástiles, partió por la mitad la caña del timón y saló las provisiones. Al girar la cabeza uno podía ver a estos marineros desamparados catando mapas estelares que seguían sacando del banco de datos, midiendo, contando, cambiando de una pantalla a otra, hablando con estaciones en otros países (en Europa tenían un video del instante exacto), gritando sandeces. Horas, latitudes, longitudes, nombres de constelaciones y nomenclatura de todas las regiones: recuerdo prácticamente todo menos la rosa de los vientos siendo recitada, referida y vuelta a repetir. Yo era muy joven para entender las comparaciones que hacían mis colegas, pero recuerdo bien que todas les servían para expresar cuánto era esto peor.
Estaba mareado, por supuesto. Estaba aturdido. Lo primero que respondí al doctor Buhkol fue una cosa imbécil. «¡Pero ahí está el Sol!», le dije. Claro que mi objeción me sonaba sensible, sólida, aunque la verdad debe haber caído como quien replica ante la noticia de un fallecimiento «¡Pero apenas lo vi ayer!». Pronto, el doctor me jaló del hombro y me llevó hacia una de las pantallas. «No», me respondió con la voz cortada, «ahí está algún sol».
Murmullos de medianoche
El día
El sol entró como todas las mañanas, iluminando el cuarto amplio, blanco y confortable de Samuel. Sobre la cama ya estaba despierto él. No recordaba mucho de lo que había pasado la noche anterior, pero tenía la vaga sensación de haber soñado con algo que no alcanzaba a dibujar en su imaginación. El sentimiento de pérdida punzaba su cráneo, sin embrago, tan pronto como cayó en la cuenta de que era asunto perdido, decidió ocupar su mente en otra cosa. Limpió su habitación, salió del cuarto, se dirigió al comedor, se sentó, desayunó un poco de pan francés, huevos, leche. Leyó el periódico, -creo que era el mismo de todos los días, o las noticias se le antojaban como para que fueran las mismas de siempre.
Una vez terminado su desayuno y el periódico, se dirigió nuevamente a su habitación, quería tomar un baño, lavarse los dientes, estar presentable. Se quitó la bata, la puso en la cama, abrió la llave del agua caliente, ésta comenzó a descubrir sus propios caminos húmedos en la piel toda marcada por heridas de Samuel. Desde la cabeza que tenía cicatrices de peleas donde él nunca triunfó, hasta el pecho, que tenía marcas de cigarrillos, seguramente auto infligidos. Todo su cuerpo era un espectáculo de la violencia que puede causar un cierto tipo de locura.
A eso del medio día llegó uno de los enfermeros. Lo encontró sentado en el balcón de la ventana, abrazando sus rodillas, mirando a ninguna parte.
-Coronel, aquí está lo que ordenó.
– ¿A quién le hablas colega?, soy el doctor en neurociencias, Abel Domínguez.
-Disculpe, colega, lo confundí con otra persona. Tenga las aspirinas que usted diseñó para su propio dolor de cabeza.
-Gracias, colega. (Tragó las pastillas)… Sabe, colega, otra vez tuve ese sueño que no puedo recordar.
-¿Cómo sabe que es el mismo?
-Porque me deja todo adolorido de nauseas.
-Quizá sólo sea su conciencia que da violentas vueltas en su cabeza.
-No creo. Recuerde que yo jamás creí en ese cuento de carácter clérigo-legal. Los que no pueden explicar nada ni poseer nada, no tiene derecho a maltratarnos asííííí.
-¡Rápido, pabellón tres, cuarto diecisiete! ¡Necesito ayuda para aplicar un sedante!
Samuel (el general y el doctor) despiertan en la noche
El doctor:
–Hay aves que nos llegan nocturnamente a mitad del camino de los sueños. Hay aleteos que perturban el ritmo anímico de cualquiera. Sus cantos platinados se anidan perfectamente en la almohada propia. Tanto nos perturban que cualquier sonido confundimos con su graznido añil.
El general:
–El aleteo de los malditos se escucha afuera, adentro, en todas partes. La desesperación es sólo el anuncio de su canto. En el pecho se siente su aleteo batir con fuerza. No, no es en el pecho, es la puerta, alguien toca, ¿pero si no hay nadie más en la casa?, y resulta que la única persona que podría estar tras de la puerta está dormida junto a nosotros. ¿Desde cuándo estamos tan solos?
Alguien pronuncia con voz vaporosa y reptante: Ego.
El doctor:
–El graznido y el aleteo infernal siguen. No, no hay engaño, el subconsciente fue el primero en huir, así que estamos solos, nadie que nos ampare en la voz oculta de una mentira. El grito se hace inminente, pero nunca llega éste a inundar la garganta, más bien se ahoga en el miedo… Ego fictum.
El general:
–Algo rasga el suelo. Son las zarpas del ave. No hay duda, ha descubierto en nuestras suplicas nocturnas el secreto que guardamos, la traición tan conocida: vendernos a cualquier postor, a cualquier deseo barato que nos saque de aquí o a cualquier creencia inútil. Pero el ave es guardiana de nuestro secreto. Nos asusta porque sabemos que cuando termine el ritual obscuro, ella reclamará nuestra carne. Poco a poco irá picoteando nuestra piel con su insistencia. Sus alas tomarán en la forma de preguntas, o de miradas acuciantes para nuestro derrumbe… Ego fictum ego.
Samuel:
–Si en verdad pudiéramos vivir solos. Pero las personas nos recuerdan algo oculto que no vemos siempre, que molesta a nuestras conciencias como el tábano al ganado rumiante. Cada noche es lo mismo. Las aves entran, despiertan a nuestra alma quebradiza. Llega el silencio sólo cuando logramos dormir, pero bien pronto nos vemos en sueños donde el ave está ahí, vigilante desde el árbol seco. Su aleteo nos hace sentir incómodos, como ajenos a todo lo nuestro que ya es suyo.
A todo esto, sólo queda un recurso. Sí, el mismo de siempre. Pero no en el que pensaron aquellos valentones desgraciados, pues ¿cómo poder recuperarnos acudiendo a la nada? No, lo que queda es confesarnos, pedir ayuda. Sabernos alguien sujetos al peñasco del hastío disfrazado de hedonismo… Evitemos caer en sueños al vacío, que por algo no estamos solos
Despertemos de este sueño tan dañino.
Salgamos de esta caverna en la que el eco desgarrador dice vaporoso, ¡Ego fictum Deo!
Javel
Palabras para seguir gastando: No es un secreto que la violencia intenta profanar el lugar de la virtud, convirtiéndose en una segunda naturaleza en el alma de los hombres, más que nada de la juventud. Juventud que es momento de voltear a ver y decir junto con Héctor De Mauleón, Me echo en cara lo que hemos dejado de hacer, aquello por lo que, tristemente, Ha llegado la hora de pensar en la generación herida.