¿Cómo iba a reportar semejante noticia a sus superiores? Había pedido veinte hombres de la guardia real para que lo escoltaran al lugar donde se encontraba el tesoro de aquél famoso emperador mexica; además cinco de los más prestigiosos arqueólogos habían perdido la vida durante la excavación, ora por un derrumbe, ora por gases venenosos atrapados entre las rocas. Ni siquiera alivianó el pesar del capitán Hernán, el saber que la leyenda era verdad. Sí, encontraron el tesoro, pero, ¿a qué precio? No había manera de recuperar la inversión vendiendo la cochina pluma de quetzal que encontraron dentro de un baúl.
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Riqueza
Riqueza
Es también semejante el reino de los cielos a un tesoro escondido en el campo, que si lo haya un hombre, lo encubre de nuevo, y gozoso del hallazgo va, y vende todo cuanto tiene, y compra aquel campo.
Mt 13, 44
La diferencia entre riqueza y ganancia es abismal: una está contenida en el cansancio que dibuja una sonrisa en el rostro del amigo, la otra proviene de la preocupación por sonreír, aunque sea a costa del dolor ajeno.
Pero quienes estamos perdidos en el abismo confundimos con facilidad a una con la otra y vemos ganancia en el cansancio del otro y riqueza en dolor sembrado en el propio corazón, perdiendo con ello el real tesoro que se encuentra en dejar todo en pos del bien.
Maigo
Los Viajes a Nemra Zohui
El disfraz de maestro de obras había quedado muy lejos, allá en la ciudad, donde nadie que lo ve piensa otra cosa de él más que la extensión de sus habilidades con su herramienta y sus obreros. Los callos de las manos no servirían aquí para cargar mucho peso, apretar tubos metálicos o tallar superficies, servirían para asirse de la piedra más áspera al fondo de la caverna. Los días que la gente común y corriente usaba para descansar o para divertirse en sus pasatiempos eran para él los únicos días verdaderos, los únicos para trabajar en serio. Con su aspecto desgarbado y unos grandes ojos juguetones, nadie se percataba que Erdfano era en el fondo un explorador buscador de tesoros y cazador de recompensas. Su utensilio favorito era su detector de metales. El martillo viejo y el perico lo esperaban fríos en su caja desdeñada por unos cuántos días –la mayor cantidad que se pudiera–, y así, viajaba a pueblos lejanos con grutas o viejos cuentos de hombres del pasado, para hallar algún día la fortuna de algún desventurado enterrada lejos de la vista cotidiana.
Erdfano bajaba ahora por el hondísimo canal –mucho más de lo que le habían dicho en el pueblo– de las cavernas conocidas como las Tablas del Tiempo, Nemra Zohui en su dialecto autóctono. Nemra Zohui, según contaban la leyenda los deslavados descendientes de los habitantes originales de la sierra, era el sitio oculto de una cámara construida por los dioses para grabar en sus paredes las hazañas de los mortales desde el surgimiento de las estrellas hasta el último respiro del cielo. Estas cavernas las habían hallado los conquistadores y uno de sus capitanes, el señor Ambrosio de Vallegrán, las había explorado hasta el fondo en busca de un buen lugar para esconder los barriles de oro que excedían por mucho lo que le permitirían sus compañeros regresar a España sin quitarle un gramo. Esa exploración, se decía, había iniciado muy por la mañana de un día con lluvias fuertes, así que todos los testigos habían vuelto a sus casas antes de que los indios cargados de barriles y el guerrero ibérico retornaran a la superficie; pero nunca salieron: ni al día siguiente se les vio, ni ninguno de los muchos después.
“Mucha gente acaba enterrando sus cosas”, les decía Erdfano a los que trataba de convencer de que lo acompañaran, o a quienes explicaba su rara afición. Hoy sólo venía con tres más, todos bajando por una cuerda en improvisado alpinismo. Mientras luchaba con su lámpara, o desamarraba la soga con las mochilas, pensaba en todos esos hombres con todos esos barriles hacía cientos de años. Debían seguir allá, muy al fondo, los unos fallecidos y los otros olvidados, y esa voz de rumor había encantado su vibrante corazón. Después de una caminata por un túnel del que opinó que “no podía haber sido construido por gente de ahorita”, llegó con su contingente a una suerte de claro tan amplio como una meseta. Sorprendido y cautivado con una estentórea conmoción, saltó y corrió a mirar sus paredes. Buscó los barriles recorriendo con su lámpara en zancadas peligrosas el fondo pétreo de la cuenca enterrada.
Erdfano de pronto se paralizó. Frío y tembloroso por una risa que no escapaba a su pecho, miró con la claridad con la que se reconoce la silueta de un hermano a la distancia, los esqueletos de decenas de hombres. Muchos estaban casi por completo derruidos; pero otros eran más recientes. Había incluso uno con un casco de minero; otros llevaban palas o picos y, efectivamente, el grupo más antiguo tenía cerca barriles de madera deforme por la humedad. “¡Los indios de Ambrosio de Vallegrán!” exclamó contento; pero pronto algo más llamó su atención. El muro estaba brillando. Primero con un susto parecido al de ver de reojo el movimiento de un insecto grande, y después con la mezcla irreconocible de terror asombrado y una maravilla que no puede resistirse, el explorador miró que la luz de la pared venía del fondo transluciéndose, como si la roca fuera vidrio coloreado y detrás hubiera un potente fuego. Lo más sorprendente fue que el muro estaba tallado y la luz ígnea hacía brotar con mórbida delicadeza figuras humanas y sitios con árboles, animales, más personas, eventos completos. Erdfano se acercó a observar con detenimiento: reconoció de inmediato la representación tallada con todo detalle de la última casa que él y sus obreros habían levantado; estaba allí grabada en la piedra, con maestría imposible, y ahí estaba también él, inclinado sobre una carretilla. Mientras contemplaba con la boca abierta, más y más imágenes se le hicieron conocidas: estaba allí también su hijo, y las cosas que habían hecho juntos; estaban sus amigos minuciosamente retratados; estaban su mujer y su exesposa, y su evasiva amante; su escuela, el campo de su pueblo, la iglesia… pronto se percató de que estaba tallada la historia de toda su vida. Por supuesto, estaba también su viaje a Nemra Zohui.
El detalle de los últimos minutos era maravilloso: se pudo ver representado corriendo como caballo al galope por el frío piso de la cámara, miró también los barriles de oro tallados incluso con el matiz de la madera distinto al de los huesos polvorientos, se vio incluso sorprendiéndose por el muro tallado. A sus compañeros no volvió a verlos nunca más, pero a la representación de sí mismo en ese muro no podía quitarle la vista de encima. Pronto, Erdfano estaba mirándose mirarse, representado en ese mismo instante, haciendo lo que hacía y viendo lo que veía. Todas sus hazañas terminaban en ésta, y ésta no terminaba. Y no terminaba. Y no terminaba. Al buscador de tesoros el estupor le duró toda la vida, y antes el mundo mudó y se hizo otro que hubiera quien desenterrara de Nemra Zohui los barriles de oro del señor de Vallegrán.
Recuerdo
Diario en mi mente
glorioso te encuentro cual
piedra preciosa.
Hiro postal
La Vieja Fortuna
-¡Idiota: tú no sabes leer!
-Ah, cierto es, mi corrupción era la forma de compensarlo.
La fortuna obra misteriosamente. Yo pensaba antes que estas eran cosas de películas o de caricaturas, pero ahí estaba yo mudándome como cualquiera cuando vino a mis manos el curioso artículo. Me preparaba porque a veces la mudanza es necesaria. ¿Las sorpresas que vienen con ella serán necesarias también, o son parte de la suerte juguetona? Apenas el pasado mes me anunciaron en mi trabajo que iban a transferirme a Canadá, a Nepean, donde seguramente me jefe iría a celebrar mi funeral después de que me hallasen muerto, congelado en una casa parca sin nadie de mi familia ni ninguno de mis amigos. Nunca he visto con buenos ojos los lugares fríos, soy demasiado afín al calor y a la humedad. El frío seco acabaría conmigo. Qué fortuna haber encontrado esto… pero me estoy adelantando:
Comenzaba a mover todas las cosas de lugar, a acomodar en cajas de cartón todas las minucias que tenía arrumbadas aquí y que ahora tendría arrumbadas allá, y con cuidado me fijaba en que el espacio se ocupara de la manera óptima. Uno se encuentra con cada modo de guardar objetos dentro de otros más grandes que acaba sorprendido de su propia capacidad, y hay en esa sorpresa un dejo de orgullo como si fuera éste un antiguo arte del que se acaba de lograr pasar la prueba de iniciación. Todo ocurría normalmente, según pude contar después a las noticiarios: las cosas de vidrio en una caja aparte, cubiertas de periódico para que las hojas hagan su magia amortiguadora, los plásticos acomodados tan juntos que corren el riesgo de convertirse en una sola masa cúbica, los juguetitos, los portaretratos, ¡la ropa! Qué horror tener que desordenar todo dentro de una casa para acomodarlo en otra, deseando que hubiera en algún lugar del planeta un hechicero que saliera con el prodigio del Merlín de Disney y ofreciera sus servicios como trasegador de muebles y triques, metiéndolo todo a una maletita mientras -además- canta una pegajosa canción. Pero como no lo hay, yo hacía lo mejor que podía para parecérmele sin cantar, entre los corajes de querer comer y ya haber guardado todos los cubiertos.
Aún no llegaba el camión de la mudanza cuando lo encontré. Ya había terminado de desnudar la sala, el comedor, las habitaciones que habían sido de los niños (antes de que se fueran a vivir con su madre), y sólo restaba el estudio. La casa no era mía originalmente, se la compré a una pareja sueca, Ivar y Wilma Nilsson, personas de buen trato, si bien de un porte algo extraño. Ella siempre me pareció tener la mirada plantada en alguna nube, pero él fue suficientemente cortés como para explicarme que no se trataba de falta de educación, sino solamente de la desorientación de la vejez. Tengo entendido que la construcción es vieja, pero que además había sido un modo de aprovechar los cimientos que aún fueran útiles de un antiguo pabellón cacarizo para vender el inmueble en el fraccionamiento y aprovechar cambiar la fea vista demacrada en la esquina por una fachada de mejor ver. El estudio mantenía el suelo original, aunque recientemente embaldosado, y allí fue donde la superficie de mármol del escritorio que yo cargaba cedió a los cansados seguros cuando lo incliné, golpeando con tremenda fuerza el suelo y quebrando tres baldosas (luego un niño llamaría mi atención sobre la extraña forma en la que el mármol había abierto en el suelo un agujerito con la forma de un barco, pero me parece una exageración).
Lo que llamó mi atención fue el sordo golpe hueco. Estaba más preparado para estremecerme cuando vi que se deslizaba la placa blanca y pesada, que para reparar en la consistencia del suelo. Pero tan ajeno a lo esperado fue el sonido, que no pude más que detenerme un momento a observar. Antes de continuar con la labor, removí los restos quebrados y me percaté de que el tosco cemento original debajo del estudio tenía marcado un contorno cuadriculado que era, como bien se sabe, el borde de una tapa que cubría un compartimento oculto. La abrí, naturalmente. En el interior vi una vieja cajita de madera que debía haber sido enterrada hacía cientos de años. Nadie había vivo que supiera de esa cajita hasta que la descubrí quitando la pesada pieza del piso, y si lo hay no la ha reclamado para sí: era un maltratado utensilio sencillo de unos treinta centímetros de largo, asido a un gozne ya carcomido por el óxido, en el que antes seguro se había columpiado grácilmente la tapa de hierro macizo que hoy me miraba con una mueca deforme, en la madera parecía haber tallado un juego de peces desfigurados (nunca supe si por la humedad del ambiente o por la incompetencia del tallador). Dentro de la caja, encontré algo maravilloso: ¡era un genuino «mapa del tesoro», verdaderamente marcado con una cruz y verdaderamente trazado por una mano escocida por las sales del mar! Era el mapa del tesoro del Capitán Umel Jain Figsôr, traidor de Escandinavia, quien muriera en un asalto a su barco el Hyngasse en el siglo XI. Claro, yo no tenía idea de que se trataba de eso, cuando vi que dentro de la caja había una bolsa de cuero que guardaba apretadamente un rollo, y cuando vi que el rollo era un pliego amarillento con unas islas dibujadas y una gran equis entre dos riachuelos en una, pensé que se trataba de algún juguete perdido o de una broma hacía mucho olvidada.
Pasado un poco de tiempo, y con la mitad de mis cosas esperándome en sus cajas ya bien organizadas, no pude resistir la curiosidad. Además de que una equis entre trazos antiguos y dibujos de bestias del mar trae consigo una clase de hechizo de ambición que acelera la sangre. Es una posesión que invita a hacerse rico, no se le puede negar así tan fácilmente; después de todo, es gracias a él que ahora soy tan copiosamente adinerado. Así que aproveché la valiosa ayuda de Gracia Diermo, amiga mía de la infancia, y curadora en el Museo de Caternia. Al ir con ella a que revisara mi hallazgo, me recibió su abrazo y consecuentemente pasamos a examinar mi mapa del tesoro. Yo estaba seguro de que me diría que estaba loco, y luego podría mandar a enmarcar tan curioso papel para contarle a los niños que lo vieran que es el mapa con el que enterré la herencia de trillones que me diera mi abuela; pero los ojos de Gracia se redondearon por completo mientras lo observaba. Me pidió la caja primero, luego revisó unos tomos que tenía, luego hizo unas llamadas.
El proceso fue un poco largo, pero pasadas dos semanas, las pruebas de carbono 14 del laboratorio regresaron positivas y las comunidades de historiadores y de arqueólogos estaban fascinadas: era nada menos que el mapa que Umel el Vikingo mandó a hacer unos cuantos meses antes de su muerte, según el dudoso testimonio de un ciclo recogido de cánticos nórdicos que el Profesor Terrés nos ayudó a traducir, en el que había especificado la sepultura del botín del pillaje a la Torre de Vynhar, donde se encontraba la más grande riqueza de las costas al Sureste de lo que hoy es Helsinki: se contaban entre sus maravillas coronas de varias generaciones de Reyes, bibliotecas enteras, espejos para mirar otros tiempos, esculturas de madera pintada; no se sabía con exactitud cuánto de esto hurtó Umel, ni cómo fue que lo sepultó, ni tampoco cómo fue que sobrevivió el documento suficientemente como para llegar hasta donde lo encontré (la caja de madera databa de unos siglos después).
Cuando el Museo de Caternia me pidió que cediera mi mapa para exhibición, naturalmente me rehusé. No podía apartarme de semejante hallazgo. Así fue como recibí la oferta del coleccionista monsieur Guillarme Detreau, quien fue suficientemente generoso como para comprarme el mapa por 2 millones de francos. El francés decidió no arriesgar su nuevo tesoro en una expedición, y hoy lo tiene enmarcado y seguro en una de sus galerías junto con muchos otros prodigios de los antiguos marineros.