Breve defensa de la escritura

Dedicado a mi amigo, Martinsilenus

Hay quienes piensan que lo escrito en una página de internet es menos serio que lo escrito en papel. Este amor de coleccionista está presente más visiblemente en quienes incluso dan más peso a la palabra escrita con pluma que a la que está impresa por una máquina, y se evidencia su inconsistencia notando que tales personas tendrían que admitir que pueden concordar con algo escrito a pluma, y a la vez diferir de eso mismo cuando está escrito en una pantalla. Mostrar que el desprecio a la palabra escrita es absurdo no es nada difícil cuando su causa radica en qué está escrita, pues para casi cualquier persona es evidente que el caso es el mismo que si el Quijote de la Mancha estuviera escrito en papel rosa en vez de en papel blanco: seguiría siendo la misma obra.

Sin embargo, hay necesidad de ahondar un poco más en la apología del valor del escrito, pues quien haya leído el párrafo anterior y piense que en internet no se puede decir nada serio, no habrá estado dispuesto a observar la universalidad de la afirmación. Hay que empezar por tratar de argumentar por qué apoyar el desprestigio de internet como medio de lectura es lo mismo que no valorar la palabra escrita en general. El juicio que no admite ser puesto a prueba es prejuicio, así que, lector, si desconfías de este medio y afirmas que lo haces con buenas razones, suspende la desconfianza por un momento mientras intento mostrar por qué no pueden ser buenas si llevan a esas conclusiones, y si fallo podrás mostrar exactamente en qué.

Las razones para despreciar lo escrito en un medio electrónico son también válidas para demeritar todo lo escrito, porque quien escribe, en todos los casos elige decir en un orden fijo lo que piensa y que podría hablar al movedizo viento y a la terrosa memoria de los escuchas. Elegir qué palabras están en qué lugar es la misma acción independientemente de las herramientas que la faciliten. El contraste entre letras de la impresora, del monitor, o letras que nacen de la mano es notorio si lo que nos interesa es la figura, como si fuéramos pintores en vez de lectores.

Ahora bien, lo escrito puede ser visto como principio, como medio, y como fin, y dependiendo de cuál de éstos sea el cariz del que nos ocupamos estaremos notando algún modo de ser del escrito. Criticar la importancia de internet o de las hojas impresas a todas luces habla de algo distinto que del principio, pues para que éstos fueran principios de la escritura tendrían que haber escrito algo que a la impresora o a la computadora se les ocurriera. Si el principio es humano, entonces éstos no son principios sino herramientas que facilitan el movimiento del que el hombre es principio. Parece ser más bien que los vemos como medios para escribir. Según entiendo, hablamos de medios cuando nos imaginamos que entre que nosotros decimos una cosa y alguien más la aprehende hay algo que facilita o permite que se dé ese encuentro. Cuando platicamos cara a cara no es visible algo como ese medio (a menos que se extreme la concepción y se piense que el aire está permitiendo que la voz se produzca y llegue a los oídos, y que la luz y los ojos permiten que miremos los gestos), pero cuando escribimos ciertamente hay algo entre el momento de sentar las letras y aquél en el que son leídas. Más generalmente, un medio es lo que elegimos con miras a algo más; así que elegimos el papel y la tinta —o lo que sea— para escribir a bien de que el lector se encuentre con nuestro discurso, pero no confundimos en qué lo mostramos con qué mostramos.

La pregunta importante entonces es en qué radica la importancia del escrito, pues si lo hace en el medio, entonces es adecuada la queja contra el medio virtual: éste es rápidamente mutable y está desprovisto de la personalidad del gesto, del sonido de la voz o hasta de las figuras únicas de la caligrafía; además suele ser leído a la ligera porque los cibernautas acostumbran ser gente de atenciones delgadas y dispersas. Afortunadamente, ninguna de estas cosas afecta el contenido del discurso más allá del modo en el que se le presenta, pues la desatención de los lectores o las modificaciones del sitio en el que está escrito le son completamente ajenos. Bueno, quizá la queja no estuvo bien expuesta. Veamos si con otra oportunidad puede presentar un caso más fuerte: concedamos por mientras la posibilidad de que la finalidad del texto sea tal, que sólo a través de la palabra hablada pueda alcanzarse satisfactoriamente, y que entre letras se deslave su colorido. Puede ser; pero esto es posible en la misma medida en la que es posible lo contrario, que el medio en el que lo presentamos no tenga ninguna repercusión considerable en la finalidad del texto. Son obvias ambas posibilidades porque la «importancia» de un texto puede deberse a muchas cosas y perseguirse de muchas maneras.

Se puede considerar que un escrito tiene su importancia y seriedad en el hecho de que es bueno y quienes lo leen se benefician por la pertinencia de sus palabras, o en que es una cosa bellísima, o en que es excelente para aprender a hacer algo, o por otras razones, o por varias de éstas juntas. De cualquier modo, un escrito persigue cierto fin, y el modo en el que se presenta a nosotros como discurso alcanza su fin de alguna manera, sin ser el modo lo mismo que el fin. Esto quiere decir algo aparentemente sencillo: la importancia de distintos escritos con distintas finalidades no puede ser juzgada en relación al medio en el que se presentan en general, pues dependerá de cada discurso y pretensión el medio en el que cada cuál se dé. Que se substituya la letra por la voz, o la caligrafía por la impresión, o cualquier cambio que se imagine es cuestión de qué se quiere decir y de qué modo y a quiénes. Esto quiere decir que es perfectamente admisible la posibilidad de que se diga algo serio a través de un escrito, en internet o en donde sea, pues se puede pretender un fin del discurso allende al medio.

Finalmente podríamos pensar en que la queja sigue en pie si se dice «es verdad, internet no puede ser el principio de un escrito, y si es un medio, entonces no es suficiente para juzgar la seriedad de lo dicho a través de él; pero sigue sin tratarse qué pasa si el escrito tiene como finalidad ser dicho de una u otra manera, y no alcanzar algo más». Aún así la crítica a la escritura se vence quebrada por el peso del discurso mismo: si la forma de ser escrito algo es su fin, entonces no es necesario que sea leído para alcanzarlo y no tiene valor como discurso, sino sólo como papel entintado; o si se tratara de la voz incluso, resultaría en lo mismo pues la finalidad del que habla sólo sería haber hablado de cierta manera, como si tarareara una canción estando a solas. Tales letras no tienen valor como letras más que lo tienen como garabatos, así que no pueden tratar asuntos serios de mejor manera hablados que escritos, porque no pueden tratar asuntos serios simplemente. De modo que por ninguna de las vías resulta convincente quien afirma que no se puede hablar sobre cosas importantes a través de la escritura. Así pues, cuando comencé este escrito diciendo que hay quienes piensan que «lo escrito en una página de internet es menos serio que lo escrito en papel», el error es que esa generalización tan vasta es causa de la miopía con la que se malvén las finalidades de los escritos. Al revelarse entonces que es posible tanto tratar asuntos serios hablando, escribiendo o tecleando, como que es posible no hacerlo en ninguno de estos modos, se revela a la par que el lector es responsable de dar a las letras la confianza que merecen las voces, sea o no sea bien retribuida, por si resulta que intentan decir algo que merezca ser escuchado.

¿Cómo Descabezar y Despiesar a un Texto en un Paso?

A. Cortés

A continuación expondré mi posición al respecto de las que llamo “introducciones académicas”, preludios a los textos escolares y semejantes, que predisponen al lector a las nociones y presupuestos que se hallarán discutidos más tarde en el escrito que introducen. Me mostraré en oposición a la idea de que sea conveniente para un escrito ser presentado así por tres razones principales: porque se promueve la falta de crítica, porque se niegan tanto la posibilidad como la importancia del orden orgánico de un texto y de la necesidad inherente a su temática, y, finalmente, porque se incurre en un inconveniente retórico. Lo haré desde el punto de vista del estudiante que es conminado a escribir para la escuela y que pretende hacer un trabajo suficientemente valioso como para que sea considerado también fuera de ésta y en tiempos posteriores al momento de su realización; todo ésto a bien de que quienes han escrito y escribirán introducciones académicas, se percaten de los supuestos que subyacen a esa acción y concuerden conmigo en que tales contradicen nuestra experiencia de la lectura, si se me permite el juicio en este caso, de la buena lectura. Asumiré, pues, que hay buenas y malas maneras de escribir y que hay buenas y malas condiciones para hacerlo. Así, pretenderé que se haga más amplia nuestra comprensión de la estructura de un texto en cuanto a su presentación se refiere y, si corremos con buena suerte, reflexionaremos acerca de modos para hacer que nuestras introducciones académicas no incurran en ninguno de los tres inconvenientes que mencionaré.

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Me hallé frente a la computadora, hace algunos días, fingiendo que escribía el principio de un trabajo escolar que, en realidad, ya había terminado días antes, con su principio, su final y todo lo que va en medio. Por más que me esforzaba por exponer lo que quería que se viera al primer momento de tomar mi escrito, me encontraba preguntándome y reteniéndome acerca de qué cosas sí y qué cosas no entraban en una “introducción” hecha y derecha; y lo frustrante fue que de todas las que quería decir, no sólo tuve que callar algunas, sino que más fueron las que tuve que decir sin quererlo. Por ejemplos[1], ¿para qué voy a considerar tal o cual libro de otro autor? o ¿desde qué perspectiva lo estudiaré? o más ¿qué cosa pretendo concluir tras mi examen? Imaginen que quiero que mi lector concluya lo mismo que yo justo cuando lo hago yo, al final de la reflexión, ¿cómo logro eso si lo predispongo a que lea mis resultados desde el principio? O si quisiera que el lector juzgara qué clase de perspectiva es la mía, y no que yo pasara juicio sobre mí mismo, ¿cómo lo haría si he de decir al principio mi posición? Y si no soy suficientemente claro de vista como para saber ver qué presupuestos tengo yo, ¿no sería estarle inventando al otro para que no vea desde ninguna otra perspectiva?

Encuentro de verdad muy molesto tener que escribir esta clase de introducciones académicas, y me parece que el principal problema es que toda la idea de hacerlas de ese modo, siempre respondiendo al ¿qué, por qué, para qué y cómo? está fincada en una comprensión particular de dichas preguntas que ya de entrada supone la posibilidad de responderlas aisladamente del resto del escrito, y en ese sentido depende de una noción muy pobre de su objetivo. Por lo menos, uno se pregunta: si ésto que leo al principio, lo entiendo, y ya me contestó el “qué, por qué, para qué y cómo”, ¿entonces qué sentido tiene leer lo demás?; y por otro lado, si resulta que necesito leer lo demás, ¿de qué me sirven esas preguntas allí, cuando no sé bien qué implican?

Nada de malo tiene darle al lector una oportunidad de entrar poco a poco al mismo problema que está considerando quien escribe, pero estas dos o tres cuartillas que son pedidas al inicio (en mi caso, por la escuela) suponen, para empezar, que la reflexión consecuente puede resumirse. Es un hecho que muchas de estas introducciones académicas son entendidas por los estudiantes como resúmenes. ¿Y cómo no van a serlo si se tiene por buen consejo que se escriba la introducción al final del trabajo? La idea que hay aquí es que, ya teniendo la visión entera de lo que se hizo, se puede decir mejor qué cosas son las más importantes que se abordaron y hasta dónde se llegó. Es decir, se puede resumir: “haré (hice) ésto y aquello, desde aquí y desde allá, y llegaré (llegué) a esto otro”. No quiero verme muy extremo, sí creo que es un buen consejo, pero solamente si la presentación de un texto está entendida en estos términos. Quizá en otros casos sea también una buena idea escribir el principio ya que se tiene escrito todo lo demás, pero será por otras razones; en este particular, el asunto es que la introducción tiene la función de darle al lector la oportunidad de enmarcar el problema con una visión radicalmente angosta del marco.

Voy a reiterar mi intención de no ser extremo en el problema. Ni andar por allí sin marco alguno es conveniente, porque no se hallan las fronteras de la discusión y se acaba divagando, ni tampoco suena muy prometedor que el texto se enmarque en marcos tan ceñidos que lo tengan a él por único en el mismo asunto. ¿De qué me sirve leer algo si no puedo yo mismo decir algo al respecto, aunque sea un “concuerdo”? En el peor de los casos, cuando un texto es estrangulado por sus propios límites, termina por ser una pieza autorreferente y sin cabida a la discusión posterior. Es una de las primeras consecuencias que encuentro inconvenientes de esta comprensión de la “introducción académica”: promueve la falta de crítica. Le cierra las puertas. Si yo introduzco un problema y lo acoto diciendo cómo lo estudiaré y a qué llegaré, nada me impide dar un paso más allá y decir que mis conclusiones dependen del modo presentado, y que éste es solamente concerniente a mi texto. Si alguien dijera después que mis conclusiones son pura tontería, ya de allí es fácil pensar: “bueno, eso dices porque no estás adoptando la misma perspectiva que yo; desde ese punto de vista, concuerdo contigo, pero desde el que yo anuncio al comienzo, tus reclamos no valen”. Ésta es una tendencia presente en la comprensión académica del escrito, en la que hay tantas bases para la discusión como hay discutidores.

Aparte de ésto, es evidente que una introducción académica pretende de antemano que es posible presentar al lector cualquier elemento del texto en cualquier orden que se quiera. Es lo mismo que decir que el escrito no tiene ni pies, ni cabeza. Así tal cual, nada con cabeza y con pies, con miembros y órganos, puede estar dispuesto de la manera que sea. Si no fuera ése el estado de las cosas, ¿para qué hablar de orden, qué querría decir ‘orden’? Decir una “disposición cualquiera” es lo mismo que decir “una mezcla innecesaria de partes” Entonces, ¿por qué supondríamos que un buen escrito no tiene ni pies ni cabeza? Solamente porque pensáramos que cada cosa que nos dice puede ser dicha en cualquier momento y con cualquier modo de aparición: o sea, que cada cosa dicha en el texto se aprende aislada. Es como decir que un buen libro es el que más datos tiene (más vale la sección de finanzas en el periódico que la Ilíada), y que un trabajo escolar decente presenta su buena dosis de información que dar al lector. “Usted verá tal y cual cosa cuando me lea, y todas éstas las tendrá para usted, una por una”. El problema termina por mostrársenos inmenso: ¿de qué manera recibimos lo que se nos da con las palabras? ¿Nos modifica en algo o se nos suma a lo que somos? Digo, estas respuestas no son sencillas y no se dicen en dos frases, pero por lo pronto lo que más se me hace evidente es que, en este último modo de entenderlo, uno se relaciona con la lectura como un muro con los ladrillos: más vienen a él y cada uno por su lado es lo mismo; en el primer caso, más bien la relación es como la del ser vivo con el alimento: aquéste se mezcla en parte con el que se nutre, y de alguna manera (que, dicho sea de paso, me parece bastante misteriosa), hace que sea distinto cada vez que se nutre, y aquello que necesita difiere según su propio orden (no comemos lo mismo que cuando éramos bebés). Éstas son sólo imágenes para ilustrarlo, el punto es que se note la diferencia. ¿Cuál se parece más a nuestra experiencia con la lectura? El segundo caso supone que la introducción académica es improcedente, porque no es posible mostrar los elementos del texto en cualquier orden sin mostrarlo como mutilado. El primero no sólo apoya las introducciones académicas, sino que sería razón suficiente para movernos a abolir la escritura de textos que no fueran otra cosa que recuentos de datos agrupados por un criterio convencional (como el orden alfabético).

Teniendo en frente el recuento de los hechos acaecidos en el escrito, agrupados para ocupar poco espacio y modelados para aparentar congruencia en su aislamiento, un lector tiene la sensación de que el camino que avanza la lectura que abordará no es sino un avance en plano, un ir del punto A al punto B de manera que pueden verse ambos puntos al mismo tiempo. Pero, ¿nunca se han propuesto platicarle algo a un amigo, habiendo pensado un buen rato en eso y sabiendo que él no lo ha hecho? Imaginando tal situación, ¿qué pasa si empezamos a contarle el final de nuestra reflexión antes que lo que nos llevó a ella? ¿Nos entiende igual? Es, a todas luces, un error retórico, si se le quiere ver así, o una mala decisión en el orden que, finalmente, no podemos evitar notar en la conversación. No se logra el objetivo deseado si éste es que el escucha experimente las implicaciones del trabajo reflexivo del autor. La misma forma de hablar, empezando y terminando, diciendo una palabra tras otra en el tiempo, tiene la forma en que nosotros notamos las cosas: con principio, medio y fin. Si la analogía de la reflexión fuera un camino, conozco pocos que sean planos como en el ejemplo de los puntos; más bien hablamos y vamos una por una sentando condiciones, evidenciando supuestos, abriendo paso a nuevas perspectivas, andando y desandando, regresando, recogiendo, uniendo y separando. Ordenando, vaya. Son muchos caminos, o uno intrincado y complejo. La introducción académica niega la relevancia de este orden y obliga al escritor a arruinarle a su lector la oportunidad de avanzar paso a paso como él lo hizo. No deja que la experiencia de la reflexión se preste a ser comunicada a través de la palabra; y si algo aprendemos en el trayecto y no sólo en los estadios finales, si en algo nos hacemos mejores o peores mientras pensamos, entonces el empobrecimiento del escrito con una introducción académica es profundo, inconveniente y repudiable.

No me gusta.


[1] No sé qué sea, pero algo tiene de desagradable hacer plural esta expresión. ¿Será la costumbre?