La historia del viaje sin movimiento (2ª parte)

Habían pasado muchos años desde que se intentó viajar al pasado con el invento que todos consideraron el mejor de todo el siglo XXII, hasta que fracasó terriblemente y entonces lo consideraron el más caro, superfluo y peor invento de todos los tiempos (más aún que el esponjaalmohadas eléctrico). En realidad, el viaje no había sido un completo desperdicio, pues al haber conseguido transportar al siglo XII a los dos infortunados científicos se sabía por lo menos que la vuelta a su tiempo era, por alguna razón u otra, imposible. Claro, los investigadores modernos no tenían idea de que los viajeros se habían perdido en el espacio sideral, pero tenían una idea bastante aproximada de qué podía haber pasado. No fue sino hasta que el Señor Richard Douvalieoaux (que en el francés de ese entonces se pronunciaba Rish Duvlió) visitó a los científicos responsables del depuesto proyecto que el interés por los viajes temporales se reavivó.

Se habían publicado los resultados del fiasco cuántico en su momento, y fue por ellos que el caballero Duvlió pudo aportar mucho a las investigaciones temporales. Resulta que su familia había sido desde la época renacentista poseedora de una de las piezas de museo más exóticas y controvertidas del mundo: una carcasa metálica incomprensible que había caído del cielo, supuestamente, y que era conocida como el Ditale di Dio. Esta adinerada familia había poseído por tantos años el artefacto, que ya se consideraba tan sólo una curiosidad de la obscuridad histórica, si bien era hartamente recurrida por los fanáticos de lo misterioso, junto con las pirámides egipcias que nadie sabía cómo habían construido. En la comparación del ancestral objeto con las fotografías de la máquina del tiempo, ahora podía asegurarse que se trataba de la misma cosa exactamente. Y, efectivamente, después de haber hecho algunos cientos de cálculos y pruebas, los científicos llegaron a explicar una posible trayectoria de la máquina, lentamente atraída por el campo gravitacional de la Tierra después de tres siglos de graciosa levitación (si cuando cayó los cuerpos de sus tripulantes estaban o no allí, gracias al Cielo nunca se supo).

Así fue como el brío del experimento resurgió, claro que con muchos más cuidados y disposiciones legislativas. Sin embargo, el hallazgo que más fascinó a todos los físicos del momento fue la constancia de que el evento había transformado la historia como la conocían, teoría que por mucho tiempo se había discutido sin ninguna salida satisfactoria a sus paradojas (que seguían sin resolverse, por cierto). No podían imaginarse un mundo en el que el famosísimo Ditale di Dio no fuera famosísimo. Entonces, si querían corroborar estos cambios en la historia, tenían por fuerza que probarlos con algún proyecto mucho más conservador. “Tanta soberbia había perdido a la generación anterior de científicos”, pensaba la nueva generación. Habiendo intentado resolver el problema de la falta de movimiento de translación de la nueva máquina del tiempo con unos propulsores, estaban listos. Discutieron mucho sobre un momento histórico que pudieran usar, más o menos reciente para que la Tierra no estuviera tan lejos de su lugar actual, que les permitiera hacer un cambio que pudieran notar sin alterar demasiado los eventos registrados, de modo que tuvieran la seguridad de que viajar al pasado cambiaba lo ocurrido hasta el presente.

Viajar en el tiempo y aparecer en medio del público ocasionaría pánico, pero hacerlo fuera de la vista de todos los dejaría sin pruebas concretas, y por más vueltas que le dieran al asunto, ambos lados del problema parecían irreconciliables. Hasta que una joven mente emprendedora tuvo una idea magnífica: lo más prudente era tomar un suceso del siglo XX, cerca de los cuarentas, en el que un presunto platillo volador había caído cerca de una granja, y aprovecharse de él para reproducirlo. Aplaudieron la ocurrencia hasta cansarse. Mandarían a esa época, y sin tripulantes, a la máquina disfrazada tal como se supone que fue el objeto que cayó del cielo; de modo tal, que ahora fueran dos los cuerpos venidos desde la atmósfera en ese mismo sitio. Con un libro de historia ufológica a la mano, se cerciorarían de lo sucedido: si la nota no cambiaba al momento de iniciar el viaje, el proyecto habría fracasado. Pero si cambiaba, entonces todos los errores anteriores se corregirían. Por fin un dato de conocimiento positivo sobre el viaje en el tiempo llegaría a las ávidas manos de los físicos.

Muy atentos del texto del libro, grabando cada segundo de todo al rededor, cuidadosos de todos los detalles, los científicos intentaron el segundo viaje en el tiempo. Todas las precauciones habían sido pocas. La réplica exacta del objeto volador no identificado que cayó en tierras estadounidenses se cronoportó (así le decían ahora) a Julio de 1947. Sin embargo, la decepción del fracaso los embargó una vez más. Todas sus esperanzas se esfumaron mientras miraban las líneas del libro estáticas, sin ninguna modificación, todo exactamente como sabían que estaba desde antes del viaje, relatando la caída de sólo dos objetos celestes, como era bien sabido, aquellos que tanto revuelo causaron y que seguramente eran sólo satélites del gobierno o alguna otra cosa sin relevancia.