Entrevistas de Trabajo

Para emplearse en la mayoría de las profesiones hay que realizar antes una entrevista, y la mayoría de las entrevistas son muy semejantes. Salta a la vista que con la diversidad tan inmensa entre los trabajos, las cosas que se traten en las entrevistas que les son propias sean más o menos las mismas: ¿no tendría mucho más sentido que se averiguara sobre el posible empleado lo que tiene que ver con su capacidad y disposición para tal puesto particular? Pero la razón de que las cosas sean así es que hay una fortísima convención por la que se pueden despertar gritos de indignación entre solemnes y respetadas figuras de vasta erudición con tan sólo cuestionarla o sugerir su incongruencia.

La convención es el orden con el que se propone que cualquiera que trabaje en esto que llaman feísimamente «recursos humanos» examine la personalidad del entrevistado. El prejuicio del que se sostiene esto es que todos los entrevistados pueden ser conocidos, en cierta medida por lo menos, en una sola forma de la vida humana que es la «aptitud para el trabajo». Esto incluye un amplio rango de capacidades, desde el que se pregunta por la experiencia en el campo laboral y se hacen los exámenes «psicométricos». Pero es prejuicio porque no sólo supone sin explicar que todos los trabajadores tienen los mismos principios de trabajo en cualquier profesión, sino que también supone que es posible dictaminar la naturaleza de la personalidad de cualquiera que se someta a las pruebas. O sea, que las pruebas parecerían estar edificadas con los elementos más básicos de la naturaleza humana, de modo que cualquiera que sea persona puede allí reflejar sus peculiaridades.

Esto no sólo es ridículo, muchas veces hasta es insultante. Entiendo que con una cantidad tan ingente de peticiones para puestos vacantes en una inmensa ciudad como en las que vivimos, haya que encontrar un modo de facilitar el conocimiento de una persona con la que se va a trabajar, y de la que no se tiene ni la menor idea, porque en este mundo nadie nos conoce más que nuestros amigos, familiares y poquitos vecinos. Pero ese modo en buena parte es que exista algo como el título que le entregan a uno al terminar su carrera universitaria o su curso de aprendizaje específico (cosa que tampoco está muy bien que digamos). Malo cuando, teniendo la oportunidad de conocer a alguien hablando con él de frente, teniéndolo allí dispuesto para abrirse al diálogo, en lugar de tratar de dar con un modo de ponerlo genuinamente a prueba, se ensaya esta clase de planilla de medición humana genérica, fijándose en las que falsamente se consideran las aristas en su vida: cuánta gente depende de él, de qué color va vestido (y si es de traje o no), cuáles dice que son sus proyectos a corto, mediano y largo plazo (¿qué endemoniada clase de pregunta es ésa?), y qué objetivo tiene en su vida (ah, porque es diferente que la pregunta anterior, claro). Y del examen psicométrico se puede decir otro tanto, pero no quiero aburrir con lo mismo extremado.

Es desafortunado y triste que siendo entrevistado para ser docente de una escuela, por ejemplo, no se le pregunte al posible profesor qué opina sobre la educación, por qué le parece importante, qué tanto cree que se puede lograr con ella, a qué debe aspirar, y cosas por el estilo. ¿Cómo a una escuela va a servirle más que esto saber si sus profesores son o no hijos únicos, huérfanos, homosexuales o casados? Y triste es, pues, que este prejuicio en la elección de los responsables de la educación sólo nutre más el prejuicio, y los resultados de exámenes como éstos probablemente tiendan a tener en sus filas de preferidos a los que más aptos son para creer en su efectividad. ¿Así se contrata también a los que investigan los mejores modos de hacer entrevistas de trabajo? Porque me parece que así, la convención de la ceguera de algunos llamados psicólogos se hunde como semilla en la tierra, y sin que podamos hacer más que agitar de lado a lado la cabeza impotentes, crece dándose por sentada como crece una tradición.

«Under pressure»

Por más que pensaba, no lograba comprender por qué si tenía tanto tiempo de sobra, sólo podía trabajar bajo presión, cuando aquél ya se le venía encima. Lo entendió el día que su cabeza comenzó a chirriar como loca, cual si fuera una olla express.

Hiro postal

Paz y tranquilidad.

  En el discurso cotidiano solemos hablar de la paz y la tranquilidad como algo sumamente deseado y en cierto modo inalcanzable. Sólo unos cuantos parecen ser merecedores de tener paz y tranquilidad, y de entre esos merecedores pocos son los que logran conseguir el bien tan deseado sin morir en el intento  y descansar para siempre, o al menos eso es lo que cotidianamente se cree; también se piensa que muchos seres indignos son los que consiguen tener paz y vivir tranquilamente sólo porque la Fortuna les ha sonreído, y de ellos se espera que pronto pierdan eso que los demás no tenemos.

Se habla descuidadamente de la paz y la tranquilidad, estas palabras son tan comunes que ya no reparamos en ellas y en la manera como las entendemos, de modo que al pedir o rechazar las propuestas de quienes se dicen pacifistas ni siquiera nos fijamos en lo que ellos proponen ni en lo que nosotros queremos.

Por lo general, he escuchado que nos referimos a la paz y a la tranquilidad como si el destino de la humanidad fuera buscar constantemente algo que no alcanzará sino hasta que aprenda a dejar de buscar inútilmente, y se ocupe de lo que es verdaderamente importante, pero al preguntar por lo que es verdaderamente importante es muy sencillo toparse con un largo e incómodo silencio.

La idea de dejar lo fútil y ocuparse de lo que importa no suena tan mala para quienes gozan de aprovechar el tiempo y siempre hacer algo útil, y menos aún para aquellos que consideran que la paz y la tranquilidad es un estado al que se accede como premio después de haber trabajado y padecido lo suficiente.

Pero, si vemos con detenimiento la comprensión de paz y tranquilidad, que subyace en el habla cotidiana, veremos algo más que los problemas apenas señalados unas líneas antes, nos daremos cuenta de que esa obscura comprensión que se tiene respecto a la paz y tranquilidad está alejada de una idea de bien que vaya más allá de la ausencia de trabajo y ejercicio constante de lo que implica ser un animal que habla, y que por lo mismo es político. La paz y tranquilidad anhelada por quien se ocupa de lo útil, son la paz del inmóvil y la tranquilidad de quien ya no se preocupa ni por malentendidos, ni por los buenos o malos efectos de sus pasiones.

Así pues lo que se busca cuando no se piensa con cuidado en la paz y tanquilidad que tanto se piden,  es una paz sin bien, la cual no deja de ser una paz malentendida, pues requiere de la deshumanización del hombre que anhela la paz,  ya sea convirtiéndolo en un dios libre de pasiones, o bien animalizándolo al procurar anular lo más posible la polisemia de nuestro modo de comunicarnos.

Viendo este problema, quizá nos convenga pensar con cuidado en qué paz  piden los pacifistas, y en qué tranquilidad buscamos nosotros,  antes de apoyar o rechazar a quien venga trayendo la buena nueva de paz y tranquilidad para el hombre.

 

Maigo.

La dignidad del trabajo.

Tenemos la idea de que el trabajo dignifica, es decir, que nos hace más plenos en tanto que nos ayuda a actualizar todas nuestras potencias. Admiramos  al trabajo y en espacial al trabajador, y esta admiración y beneplácito se expresa en el constante discurrir de elogios con los que bañamos a quienes trabajan.

Así pues, decimos que alguien es muy trabajador cuando le vemos constantemente en movimiento, y cuando tal movimiento tiene como finalidad la producción de algo, decimos que se ve cuando alguien es trabajador inclusive cuando no le vemos, pues aquello que produce se encarga de mostrar su presencia en el mundo, aun si el elogiado no está presente.

Nuestro aprecio al trabajo es tal que vemos una gran diferencia entre el trabajo y el empleo, al grado de que decimos que aquel que está empleado se evita tener que trabajar, es decir, se hace a un lado cuando se torna necesario dar cuenta de lo producido, de este modo vemos que quien trabaja es responsable de lo que produce y hace, mientras que el empleado enajena su responsabilidad al limitarse a obedecer las instrucciones que le ha dado su empleador.

Hasta aquí parecen fácilmente reconocibles las bondades del trabajo, pero si vemos con algo de cuidado notaremos que tales bondades no se encuentran en el trabajo mismo, sino en aquello que llega como resultado del mismo, como actualiza nuestras potencias el trabajo es bueno en tanto que nos hace mejores, entendiendo lo mejor como lo habilidoso, quien trabaja todos los días se torne hábil para aquello que trabaja; en tanto que el trabajo se aprecia en lo que se produce con el mismo vemos que el trabajo es bueno porque nos permite perpetuar nuestra presencia en el tiempo y en el espacio.

Debido a sus bondades decimos que trabajar es bueno, y cuando afirmamos esto nos fijamos más en lo que produce, pues quien valora el trabajo en buena medida valora la posibilidad de inmortalizarse y por ello ve a quien no trabaja o a quien trabaja lentamente como seres que pierden el valioso tiempo.

El juicio que hacemos sobre el trabajo y en especial sobre el trabajador, no es tan simple como parece a primera instancia, porque decimos que hay trabajos mejores que otros lo que supone una comparación entre aquello que produce más y mejores cosas y lo que no, de modo que mal trabajo será aquel que sea lento para producir, aún siendo generoso con nuestra alma.

Buen trabajo será aquel que nos exige producción y por tanto movimiento, pero desde nuestro particular modo de ver, modo determinado por nuestra cualidad de seres efímeros, la buena producción y el buen movimiento serán aquellos que perpetúen nuestra estancia en el mundo, lo que nos exige cierta responsabilidad, en tanto que lo producido es algo nuevo. Del mismo modo el mal trabajo será el trabajo improductivo, es decir, será el trabajo que sólo supone movimiento en el alma, que por ser invisible no ayuda en nada con la finalidad de perpetuarse en el tiempo o en el espacio.

Decimos que el trabajo es algo que dignifica al hombre, y para hacerlo suponemos en primera instancia que el hombre no tiene dignidad en sí mismo, sino que ha de alcanzarla o construirla mediante su constante hacer y producir en el mundo, pero no aceptamos como hacer en el mundo aquello que no crea algo nuevo y tangible. De ahí que ni el empleado que reproduce la creación de otro ni aquel que mueve sólo el alma mostrándose así inmóvil sean seres calificados como criaturas sin dignidad que pierden el tiempo en tanto que están inmóviles, los primeros mantienen inmóvil el alma aunque mueven su cuerpo, y los segundos no se muestran como seres activos en tanto que se preocupan más por mover el alma y no tanto al cuerpo.

 

Maigo.

Filantropía y caridad

Los problemas de la democracia bien podrían resumirse en problemas del poder, pues la democracia es el régimen en el que a todos está asegurada la libertad de poder hacer lo que les plazca. Un poder bien repartido es, idealmente, el mejor panorama democrático. El establecimiento de límites al poder es, al final, el programa de manutención de toda democracia. Siendo así, es evidente la oposición de la democracia moderna a la mayor virtud política del mundo antiguo: la magnanimidad. No tan evidente, en cambio, es que la virtud del mundo moderno –la filantropía- plantea en cuanto tal un problema de poder.

         El ascenso de la filantropía es inversamente proporcional a la autonomía del individuo y va ligado directamente con la invención del empleo y la escasez. El primer paso para llegar a la filantropía fue la cancelación de la esclavitud, ocultando la substitución de una relación social por una relación económica; i.e. el nacimiento del empleo. El empleador se emplaza como un benefactor del escaso, del que no puede subsistir por sí mismo. En segundo lugar, para justificar la escasificación del otro, el empleador, o su ideólogo, postula a la prosperidad como fin equitativo, el empleado vive en la escasez con la promesa de alcanzar la igualdad de su empleador cuando la prosperidad llegue: el empleo viene a ser un mal necesario. Instauradas la libertad y la igualdad, la fraternidad ha de asegurar que los beneficios de los primeros en llegar a la prosperidad toquen a todos, ¡y aparece la filantropía!

         Secreto de la filantropía moderna es que entraña la necesidad de obtención de un poder tal que desde arriba permita beneficiar al otro. El filántropo debe ser superior al otro, debe saberse superior, debe mostrarse superior; pero no puede sentirse mal por ello, porque el otro también podrá ser superior, en su momento, haciendo fila, cuando el tiempo llegue. La libertad moderna, por decreto, es instantánea; la igualdad, por promesa, es paulatina; la fraternidad es económica.

         La tríada de principios que caracterizan al mundo moderno se plantean en clara oposición a las virtudes teologales, y la diferencia entre la filantropía y la caridad es lo que, más sencillamente, nos permite notarlo. Ningún empleo es caritativo; pero hay trabajos que sí lo son. El acto filantrópico, lo mismo que emplear a alguien, es un acto de poder; el acto caritativo, en cambio, es un acto de impotencia. Promover la filantropía en lugar de la caridad es reburujar problemas para la democracia.

Námaste Heptákis

Ejecutómetro 2011. 11821 ejecutados al 9 de diciembre.

 

Escenas del terruño. Mucha ha sido la chanza contra la incultura de nuestros políticos durante la semana, desde el desliz de Enrique Peña Nieto (¿alguien se acuerda de Montiel?) y el desplante de su hija, hasta la desaprovechada oportunidad de Ernesto Cordero para mostrarse superior a Peña (¿alguien se acuerdo de Montiel?); como si nuestros políticos fuesen de lo peor. Pero ayer volvió mi esperanza, haciéndome pensar que no son malos, sino que somos nosotros quienes no sabemos escucharlos, pues nuestros políticos hablan esotéricamente, ¿o no es eso lo que se infiere del chascarrillo de José Ángel Córdova Villalobos al decir que uno de los libros de política que lo han inspirado es El principito de Maquiavelo? ¡Cachetada con guante blanco al realismo político!

Coletilla. “Lo que natura no da, Televisa no presta”. Catón (Armando Fuentes Aguirre) sobre el affaire Peña Nieto (¿alguien se acuerda de Montiel?).

Efectividad y productividad

El mundo moderno está en guerra contra lo pequeño y llama progreso a su campaña de exterminio. Prometiendo un futuro mejor, el progreso va erradicando paulatinamente las posibilidades del trabajo ―ejercicio libre y autónomo―, substituyéndolas por infinitas posibilidades de empleo. No ha de ser misterio, sin embargo, que la finitud del mundo hace imprudente la promesa de infinitud de empleos, imprudente aunque creíble, que no es otra cosa la proliferación desmedida de empleos improductivos. Lo malo no es que sean improductivos, es que además son inefectivos.

         Efectividad es un término incorporado al diccionario de la lengua en 1869, y nombra a la condición mediante la cual se adquiere realidad; por su parte, productividad, cuya primera aparición sospecho en 1864 (año de la edición en español de los Elementos de economía política de José Garnier), comienza a usarse de manera popular a partir de 1954, incorporándose al diccionario de la lengua en 1970, y nombra la capacidad de producción por unidad de trabajo. Actualmente, en el ámbito de las discusiones de tema laboral prima el segundo término sobre el primero, ocultando con ello la posibilidad de un trabajo alegre. De alguna manera nos ayuda a pensarlo Liu Yu Hsi, poeta chino de finales del siglo VIII e inicios del IX:

Siempre he lamentado que nuestras

palabras fueran tan triviales

y nunca igualasen la profundidad

de nuestros pensamientos.

Esta mañana nuestros ojos se han

encontrado y cien emociones

han corrido por nuestras venas.

Notemos el inicio del poema. Vemos ahí al poeta insatisfecho con sus decires, porque sabe que la magia del poema es atrapar, en breves instantes fugitivos y entre las todavía más estrechas líneas de los sutiles versos, los momentos y los instantes en los que la vida, amalgama polícroma de voces, se deja ser vivida y nos deja vivirnos en ella. Cuando el poema se logra, el acto poético es efectivo, y permite al poeta vivir más vivamente la vida, así como el lector que se recrea al leerlo vive más, se realiza. Cuando el poema, en cambio, no se logra, la vida se entorpece, se frustra. Podría el poeta formar su obra de muchas producciones inefectivas, entorpeciendo la vida y haciéndola difícil de llevar, haciéndole al lector el mal favor de atiborrar el mundo, de entorpecerle su paso por él.

         De manera semejante al poeta, el trabajo en cuanto tal ha de buscar la efectividad, la posibilidad de ser más real. Cuando no pasa así, el trabajo se vuelve una pena que nos resta realidad, que nos hace vivir en la penuria de la escasez. El empleo nos resta la posibilidad de realizarnos, pues nuestra actividad depende de otro, pero no la cancela. Disminuye más la posibilidad de la efectividad cuando los empleados son más, porque hay más producciones inefectivas que saturan nuestro mundo y nos oprimen. Y todavía es más difícil volvernos reales cuando los empleados son muchos e improductivos, pues nos entorpecemos los unos a los otros estropeándonos la vida. Sin embargo, es ideal moderno que algún día todos nos estorbemos tanto que no tengamos posibilidad de movernos y hasta nuestro sitio la gran maquinaria del Estado nos dé la paga merecida por estorbar.

Námaste Heptákis

Ejecutómetro 2011. 11635 ejecutados al 2 de diciembre.

 

Escenas del terruño.  El show man, profesor Humberto Moreira, nos puede decir cómo es que un acto de magia ―ocultar y maquillar la contratación de créditos multimillonarios con papelería falsa durante su gestión como gobernador de Coahuila― terminó ayer en la rutina cómica de un payaso sin gracia ―poniendo sus esperanzas en un encubridor de ratas (¿alguien todavía se acuerda de Montiel?) que quiere ser presidente, y denunciando, en una rara mezcla de dos impresentables López: Portillo y Obrador, una guerra mediática―. ¡He aquí el nuevo PRI: más corrupto, ridículo y envaselinado que nunca!

 

Coletilla. Ya inició diciembre y el peligro volvió a nuestra ciudad, pues han comenzado a circular nuevamente las camionetotas con cuernos que, según científicos de la Journal of Transit Authority, vuelven más violentas a las hijas de Elba Esther que las conducen.

Innoble productividad.

¿Trabajar? No, yo disfruto.

No se me ocurre actividad más innoble que el trabajo productivo. Si bien es cierto que necesitamos de él para cubrir nuestras primarias necesidades, también lo es que el amor por la productividad torna en necesidad aquello que se supone debería librarnos de ella.

Destino trágico tiene quien deseoso de librarse del ámbito de la necesidad es alcanzado por el amor a la productividad; el cual se desprende de lo que ésta promete para cuando llega el final de nuestra existencia, que generalmente es descanso y la posibilidad de disfrutar de la vida, señalando con ello que el disfrute no está en el trabajo productivo, sino en dejar de hacerlo.

Hace muchos años el hombre que actuaba dignamente buscaba que su nombre fuera inmortal, aún cuando ello significara sacrificar la posibilidad de ser productivo, y en ese sentido, benéfico para su comunidad. ¡Benditos aquellos que defendieron su ocio y que decidieron trabajar por lo que es mejor, en lugar de ser buenos productores!

Pero, ahora los buenos y productivos productores que rodean al buen ocioso pretenden persuadir al segundo de que lo mejor no se encuentra sino hasta el final de una vida que ha sido dedicada a producir aquello que nos salve de producir, pero esta idea supone que lo mejor de ser productivo es dejar de serlo sin morir en el intento. ¿Acaso no es ésta una idea miserable, porque conduce al hombre a vivir miserablemente para librarse después de lo que ha venido haciendo durante toda su existencia?

Insisto en la importancia del trabajo productivo, después de todo de no ser por éste, no podríamos vivir tanto tiempo, lo triste del trabajo productivo, es que quien lo profesa, en muchas ocasiones (sino es que la mayoría de las veces), se limita a trabajar para dejar de hacerlo algún día.

Y cuando llega ese tan esperado día, el trabajador productivo se da cuenta de que ya no puede hacer nada de lo que pretendía hacer una vez que terminara de trabajar.

Maigo