Traición política
Tradición es traición, dice el apotegma de la traducción. El traidor lo mismo lleva y trae, quita y da, cambia y conserva. La traición parece creativa y destructiva a la vez. Los traductores son los traidores tradicionales. Lo que no se puede decir de otro modo, lo que ya no se puede explicar, lo que es forzoso, al mismo tiempo de ser intraicionable es intraducible. El resto, aquello de lo que sí puede darse razón, es el mejor sentido de la tradición: traducción y traición. Lo importante es traducir de buen modo, traicionar bondadosamente. La traducción, como acto traidor, es poner a la tradición punto y aparte.
El santo patrono de los traductores es San Jerónimo, pues fue él quien trajo la sabiduría bíblica a las letras latinas: abriendo la razón romana al pensamiento judío, permeando la virtud romana de virtud cristiana, haciendo del hombre sabio un hombre piadoso. San Jerónimo, como atestiguan numerosos pasajes, creó con la Vulgata el mundo en que todavía vivimos. San Jerónimo es, quizás, el padre de la Iglesia que más cuida a la razón; a pesar de ser un eremita que a ojos de la mayoría llevó una vida irrazonable. Su cuidado por la razón lo llevó a la polémica más lógica de la historia de las traducciones: la polémica con Rufino. Rufino y Jerónimo, los grandes traductores de la Antigüedad tardía, disputaron por las consecuencias prácticas de las ideas teológicas de Orígenes. El descubridor del concepto de consciencia originó en los traductores la conciencia de la traducción. Y es de la polémica entre Jerónimo y Rufino donde podemos aprender de buena manera cómo se involucran tradición, traición y traducción, con el esfuerzo siempre loable de salvar la posibilidad de dar razón. Llegar a la polémica, empero, sólo nos será posible cuando encontramos algún sentido en cuidar nuestra relación con el Texto Sagrado, cuando creamos que la razón sólo se salva con la fe –con anfibología consciente, cual debe entender el lector-. Pero eso es otro punto y aparte.
De entre las traducciones de Orígenes que hizo Rufino hay una notablemente creativa, inigualablemente traidora y pocas veces comparable por su savia tradicional: la del Comentario al Cantar de los Cantares. Entre las creaciones del traductor Rufino se encuentra en ese texto algo que los latinistas ya dan por sabido: que homo viene humus, por lo que el sentido latino del nombre que se dio al hombre es el de un ser apegado (u originado) en la tierra. Rufino señala la “etimología” de homo tras haberla inventado en su traducción del Protréptico de San Clemente de Alejandría. Clemente intenta explicar, en griego, por qué el segundo relato de la Creación en el Génesis plantea que el hombre proviene del barro. Para explicarlo, Clemente tuvo que relacionar gen con aner, para lo que el traductor al latín necesitó relacionar humus con homo. Si bien gen y aner tienen como raíz común al sánscrito nar (que nombra a la fuerza vital que distingue al hombre de los otros seres, presente todavía en el griego andreia), humus y homo sólo tienen la relación mentada hasta que la inventa Rufino traduciendo a Clemente y confirma su invención traduciendo a Orígenes (humus y homo, sin embargo, provienen de la raíz indoeuropea dhghem, de donde derivan términos tan disímiles como: camaleón, humilde y homenaje). Y al traducirlos, traicionándolos, Rufino no sólo creó una metáfora válida y bella, sino que estableció una etimología que los eruditos ahora dan por válida.
No darán por válida, empero, una traición más arriesgada, aunque a mi juicio mejor traducida. Con corrección de erudito Rufino vierte polis en civitas, y nadie encuentra problema con ello. Sin embargo, atina para politeuma el latino conversatio, al que glosa como: “género de vida”. En griego clásico, politeuma nombra a una comunidad política como unidad étnica que la distingue del resto de la ciudadanía; así fueron calificados los judíos tras la diáspora. Aristóteles distingue entre politeia y politeuma, señalando que la actividad pública caracteriza a la segunda respecto del tipo de régimen que nombra la primera. Politeuma era el nombre de una comunidad política, por ende de un género de vida. La innovación de Rufino es que de la ambigua “ciudadanía”, lleva politeuma a la certera conversatio: el género de vida propio del ciudadano es la conversación. El giro que Rufino hace evidente en latín fue creado en griego por San Pablo en Carta a los Filipenses 3:20. (Dicho sea de paso, en la Vulgata Jerónimo toma la invención de Rufino). Pablo, sabedor de la “ciudadanía” judía en el régimen romano, debe buscar la catolicidad del cristianismo, debe llevar más allá de las fratrías y las ciudadanías la conversación que es conversión, la conversión conversada que se llama cristianismo. Ser cristiano, nos descubre el traductor-traidor Rufino, es conversar sobre la fe y mantenerse conversando sobre ella. La fe cristiana es el esfuerzo por dar razón posible antes de la necesidad. La fe cristiana salva a la razón. ¿Cómo lo hace? Eso es punto y aparte.
Importante sería que algún traductor de la traducción de Rufino encuentre el buen modo traidor de recuperarnos ese sentido politeumático de la fe que encuentra en la discusión razonada una razón de ser. Importante sería que los fieles y creyentes asumieran el logon didonai como modo de vida genuinamente cristiano. Que llevando la fe con buena razón nos libramos de los místicos fáciles, de los políticos falaces y los retóricos inmoralistas. Quizá necesitamos una gran traición.
Námaste Heptákis
Garita. Se engañan quienes creen que la carta que Marcelo no ha jugado espera una curul. Su carta viene del 94. Su juego es ganar perdiendo y perder ganando. ¿Adivinas, lector, qué carta es?
Escenas del terruño. El caso de los 42 desaparecidos de Ayotzinapa ha tenido tres detalles importantes. Primero, el drama del equipo forense argentino que presenta conclusiones no forenses como forenses, y con ello contribuye al sospechosismo. Segundo, las vestiduras desgarradas en la ONU, que pronto se perderán en una deformación de la ley de víctimas. Tercero, el nuevo cardenal mexicano que, claridoso, denuncia la manipulación evidente del caso. Lo peor de todo es que en el ambiente público ya no está a discusión el caso, sino que cada uno parece haber aceptado su propia verdad histórica como explicación completa. Quizás Ayotzinapa nos exhibe nuestra afición por las fórmulas fáciles.
Coletilla. Un 21 de febrero, pero de 1801, nació John Henry Newman, importante teólogo inglés del que hoy, por inicio de cuaresma, te comparto, lector, un parrafito de 1849.
Nadie ofende a Dios sin justificarse ante sí mismo con algún pretexto. Todo hombre se siente impulsado a hacerlo porque no es como los animales. Tiene dentro de sí un dón divino llamado razón que le obliga a explicar sus acciones como en presencia de un tribunal. No puede, por tanto, actuar al azar. Haga lo que haga, debe obrar según un criterio. De otro modo, se sentirá turbado e insatisfecho consigo mismo. No es que sea muy exigente sobre si debe aducir una buena o mala razón; pero alguna razón ha de invocar. De aquí que a veces encontremos hombres que abandonan todo deber religioso, e invocan la conducta defectuosa de personas devotas conocidas o de ministros sagrados o fieles, como excusa –bastante trivial, por cierto- de su negligencia. Otros alegan el hecho de vivir lejos de la iglesia, o estar tan ocupados en casa, quieran o no, que les resulta imposible servir a Dios como deben. Otros dicen que es inútil hacer más intentos, que han ido a la confesión una y otra vez, y tratado de evitar el pecado sin conseguirlo; e interrumpen así un esfuerzo que juzgan estéril. Otros, al caer en pecado, se excusan con la observación de que simplemente siguen a la naturaleza; que los impulsos de ésta son muy fuertes, y que no puede ser malo secundar las inclinaciones naturales que Dios nos ha dado. Otros, más audaces, se desprenden completamente de la religión, niegan su verdad, llegan a negar incluso la providencia de Dios sobre sus criaturas. Rechazan con desenfado la existencia de una vida después de la muerte, y así las cosas, serían ciertamente unos necios si no buscaran ahora el placer y no aprovecharan lo mejor posible esta pobre vida. Hay otros que buscan infundirse paz a sí mismos con el pensamiento de que algo ocurrirá que les libre de eterna ruina, aunque de momento continúen negligentes de Dios. Se dicen que falta todavía mucho camino hasta la muerte; que dispondrán de numerosas ocasiones favorables para rectificar; que desde luego se arrepentirán a su debido tiempo, cuando se acerque la vejez; que, por supuesto, piensan convertirse; que, tarde o temprano, sanearán su situación espiritual; y –si son católicos- añaden que se cuidarán de morir con los últimos sacramentos y que, por tanto, no necesitan preocuparse más por la cuestión.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...