El Placer Solitario

Nuestras vidas serían un suplicio si las viviéramos solos. Sin embargo, el mundo ajetreado en el que vivimos tiende a alejar a las personas y a hacer difíciles las relaciones de amistad entre unos y otros, probablemente porque en el mercado es desaconsejable confiar demasiado en los demás, y nos las hemos arreglado para hacer de todas las áreas de nuestras vidas alguna clase de mercado y de negocio. Así pues, se ha deslavado muchísimo la pinta de vicioso que alguna vez tuvo (por lo que cuentan) el egoísta, y como ahora cunde en todas partes no sólo el discurso de que el egoísmo es la condición natural, sino los persuadidos por él, la apariencia causa una confusión difícil de eludir: ocurre como en una pesada epidemia en la que los enfermos son tantos que han olvidado dónde buscar qué cosa es la salud.

El egoísta se vuelve digno de desconfianza tan pronto como uno conoce su disposición. Lo malo es que para él eso es prueba de que tiene razón, pues sembrada la desconfianza, le parece reafirmada su sospecha de que ella es naturaleza entre hombres y realidad que no puede negarse. Le parece que sólo puede quererse el bien propio, muchas veces granjeándose en ello el mal ajeno, y que los que desconfían de él lo admiten también (quizá ingenuamente sin darse cuenta). Pero esto es tremenda trampa: lo mismo sería argumentar que el estado original del hombre es el aturdimiento y, para demostrarlo, decírselo unas quinientas veces al día a cada conocido hasta que pidiera paz. Pienso en el egoísta auto-admitido, el muy escéptico. Su escepticismo y su solo cuidado de sí mismo van muy bien juntos, porque en primer lugar, suele ser quien no cree que nada sea verdadero más que lo que le consta en él mismo, en un instante dado, y no hay mejor ejemplo de en qué está pensando alguien así que el placer carnal, del que no tenemos noticia más certera que nuestra experiencia y del que no compartimos de nadie más allá de sus signos, en los que tendríamos que confiar. Y en segundo lugar, concluye por obviedad que no hay alguna razón más allá de su propio beneficio para hacer nada, no porque no quiera, sino porque no se puede. Es decir, creyendo solamente en su placer, cree también que no puede (ni tiene por qué) hacer nada por nadie más: cada quien es único juez de la intensidad y modo de su placer. Ese egoísta, como no cree que la vergüenza sea otra cosa que una institución muy hondamente enraizada en la cultura, admitirá de inmediato que lo que hace lo hace por egoísta, y dirá que todos son como él, lo quieran o no aceptar por pudorosos (y por retrógradas).

Hay otro tipo de egoísta, claro: el que no quiere creerse tal. En sus acciones hay resabios de vergüenza de la que el otro llama ingenuidad, y en su ímpetu por atraer a los que lo rodean pretende que no actúa sólo por su beneficio, buscando modos de explicar todas sus acciones por una u otra vía que suenen justas, que suenen comprensibles a quienes tal vez hayan salido perjudicados por sus decisiones. Intenta que los demás le den la razón cuando afirma que, aunque en apariencia él hace lo que hace sólo por él, tiene a los demás en cuenta. Puede armarse esta fachada como si fuera un estratega incomprendido, al que ya entenderán los demás a su debido tiempo, o solamente como alguien que hizo su mejor esfuerzo por beneficiar a los demás, pero que no era lo suficientemente apto para lograrlo (éste además logra la conmiseración, cosa que muchas personas buscan para ser atendidos por los demás). Él quiere que los demás le sirvan, pero no se les acerca lo suficiente como para serles de provecho. Este egoísta pretende que puede querer a alguien más que a sí mismo y juega todo el día a que los que están a su rededor le importan. Escribo esto consciente de que la mía es una exageración conveniente en el discurso, y que no hay sólo tres tipos de personas; pero valga por ahora para que salga a flote el egoísmo.

Ahora, los admitidos egoístas desagradan y alejan a la gente: por lo menos los que no creen en ellos tienen la oportunidad de buscar otras aguas menos hostiles; pero estos segundos se inmiscuyen entre los demás y no hay modo de descubrirlos. Se vuelven indistinguibles. Éstos son más peligrosos para sí mismos y para quienes los rodean; pero es en ellos en quienes podría notarse con más nitidez el hoyo que cavan a sus pies los más escépticos: la ficción de que uno disfruta estando con los demás no sería necesaria si el placer fuera la única cosa que nos importa. En efecto, si las cosas fueran como dicen los cínicos, no tendríamos que pensar que algunos mojigatos aún no se han dado cuenta de la verdad, porque todos, hasta ellos, sienten placeres personales. En cuanto esta ‘verdad’ se hubiera sabido, no habría en la Tierra quien quisiera refutarla, especialmente porque hacerlo es trabajoso, difícil, y requiere admitir la necesidad de la compañía de los demás para dialogar. De hecho, parecería imposible imaginar por qué alguien inventaría en algún momento de la historia la mentira de que la gente puede quererse mutuamente. El montaje del egoísta que finge interés sólo es necesario porque en el fondo cree que el placer solitario no aporta ningún beneficio más allá del instantáneo, y busca que los demás le den más, aunque nunca encuentre lo que busca, porque seguirá alejado de ellos. Está entre ambos mundos porque quiere los beneficios que prometen ambos.

El anhelo de placeres que no compartimos con nadie crece y crece, nos pide que los produzcamos con fuerza que cansa, y no es raro que los deseos más voraces terminen haciendo al más ávido de soledad el más dependiente de todos los hombres, pues lo que quiere para sí es tan grande que no puede él solo procurárselo. El egoísta convencido, por supuesto, me dirá que no es así, y que pensar que todos son herramientas no es lo mismo que decir que no se necesita de nadie; que simplemente los pone uno en su lugar. Se puede pensar que para cada muestra de familiaridad o ímpetu por relacionarse sinceramente con otra persona el egoísta tendrá a la mano una amonestación. Finalmente, aunque sea casi imposible argumentar a favor de la vida compartida ante los que pretendan alejarse de los suyos, esto no es razón para sentirse defraudados. Solemos confiar en quienes confían en nosotros, y por eso buscamos no a los autoexiliados, sino a quienes se pueden encontrar. Puede producir compasión notar que los que nunca hicieron nada para nadie más que ellos, poco a poco se quedan sin amigos y sus familiares se les alejan, pero no se les busca para amistarse. En realidad no tienen nunca cerca a “los suyos” porque no admitieron que hubiera en el mundo nadie digno de ese nombre, en primer lugar. Así es como les han dicho de frente, o con el tiempo han dejado notar, que no confían en los demás. ¿Y qué mejor manera de alejar a alguien que decirle que no es uno digno de confianza, además de decirle que no lo juzgamos digno de confianza a él? No hay una sola persona en este mundo que tenga control de todo lo que ocurre, ni siquiera quien domine completamente sus propios placeres y deseos. No hay quien pueda preverlo todo, ni quien se tenga planeado minuciosamente de aquí al último segundo de su vida. Estar a la merced del destino no es cosa sencilla ni digna de burla: la vida es dura para todos. Esto no es otra cosa que decir que aun si fuera verdad que estamos hechos para vivir solos, sería mejor que nos acompañáramos; y si así fuera, mejor que fuera sinceramente y no entre la agria vida de la desconfianza. Afortunadamente, hay todavía quienes piensan que no estamos hechos para vivir solos. Hay quienes piensan que es posible la amistad, y a ellos hay que acercárseles para probar juntos si es verdad, porque sería lo más benéfico encontrarla y no querríamos vivir con ningún otro bien, si nos faltara éste.