La madriguera del filósofo

Las ciencias del espíritu guardan una presencia no tan clara en las universidades. Ciencias de otra categoría justifican con facilidad su espacio. La planeación de un ingeniero civil conduce a la estructuración de una ciudad. Los dedicados a la química avalan la pureza del agua que ocupamos día a día. Sabemos de la relevancia de un médico cuando nos levantamos de la cama sin dolencias e incomodidades; sus batas blancas nos aparecen como túnicas celestiales. Concretamente se distingue su utilidad y su provecho. Su quehacer es visible y satisface el propio bienestar. Sin embargo, el placer de gozar una novela, indagar su construcción mediante vocablos y semántica, hacer una retrospección del paso del hombre a través del tiempo, ejecutar y pulir el talento artístico, no tiene la misma posición que los otros beneficios. Estos placeres y resultados quedan empequeñecidos frente a los otros. No sólo el campo laboral es prueba de ello. Si bien la separación entre ciencia del espíritu y ciencia natural pretende rescatar la importancia de la primera, implica asimismo el riesgo de suceder lo contrario. Las dos caras en el hombre parecen definitivamente quebrantadas. El ingeniero puede prescindir de la poesía, así como el literato puede no sentirse avergonzado de su fobia por las matemáticas.

Paradójicamente, en un contexto moderno, las llamadas ciencias del espíritu solamente parecen prosperar con eficacia en las universidades. Adquieren una legitimidad que en otros sitios no hacen. Que una carrera de ese tipo sea becada, significa un salario inexistente afuera de la academia. Se vuelve un quehacer admitido y no un pasatiempo que dibuja una sonrisa en el corazón. Las universidades pueden ayudar a conservar actividades que, fuera de ellas, están destinadas a morir. Pertenecer a las mismas filas de la ciencia seria y encontrar a otros similares, complacen al dedicado al espíritu. Esta percepción ofrece certeza y confianza, las cuales logran trastocar su ser. El hábito degenera en una costumbre definida más por lo rutinario. Los actos no son cabales, se originan más por casualidad. La ausencia de principio es encubierta por el alma mater. Su regazo es el más cálido.

La vida intelectual no queda exenta, pese a su aspiración por ser crítica. Particularmente,  el deseoso en la filosofía encuentra refugio no sólo en la academia, sino en sus mismos discursos. La generalidad en sus reflexiones es su morada; los conceptos universales llegan a ser tan amplios que parecen adecuarse a su vida. Dicha ilusión anima y enciende los debates, pero no asegura una exploración en pos de la verdad. Debates que no son diálogos, debates que resguardan los prejuicios. En un mundo donde, como afirma Chesterton, nada sucede cuando se dice que nada vale la pena, el falso filósofo continúa con su mismo quehacer. Su estancia en la academia se desdibuja como justificación a su falsedad. Vive con un nihilismo que ni siquiera vislumbra.

 

Propedéutico en Filosofía

Hace poco me puse a reflexionar algo sobre la licenciatura en Filosofía. Yo esperaba en el tercer lugar, el último, dentro de la fila de la ventanilla de títulos. Llegué ahí después de haber ido con las secretarias de la sección de servicios escolares, luego de haber ido también con el subcoordinador de mi carrera. Tuve suerte porque, si no lo hubiera encontrado, hubiera tenido que pedir un carta poder al Coordinador o Jefe de carrera para llevarla personalmente, junto con mi solicitud de inicio de trámite de titulación, a la ventanilla de títulos. Es decir, con la autorización del superior, hubiera hecho el encargo del subcoordinador. En fin, mientras aguardaba, hice una retrospectiva y concluí que un curso propedéutico era necesario en la carrera. El velocista no toma ventaja si no tiene un buen arranque; tal vez el inicio torpe explicaba tantos pasantes extraviados o desanimados.

Cuando llegué a la carrera, lo hice por las materias de Filosofía en la preparatoria. Mi curiosidad fue provocada por temas inusuales expuestos por un profesor que, aparentemente, era igual a los demás. Ese afán por llegar a lo más profundo, por librar las superficialidades, fue mi incentivo principal para escoger la licenciatura. Me entusiasmé más cuando leí que una de las cualidades del egresado era el pensamiento y análisis crítico. Supe de esta cualidad hasta leerla en el folleto que me entregaron en la inducción para los de nuevo ingreso. Me pareció verosímil en mis primeros días de la carrera. Varios maestros nos exhortaban a que pensáramos por nosotros mismos. Lejos de que las grandes mentes de la humanidad nos apabullaran con su genialidad, deberían servirnos como inspiración. O al menos, imagino, no era el único compañero que así tomaba la invitación de mis docentes. La variedad de teorías y escuelas deberían hacerme ver la variedad de opiniones e ideas. Un amigo mío llegó a decirme: la Historia es la muestra de la libertad del pensar del hombre. Yo mismo debía gozar de esa libertad.

A pesar de ya decirlo con desenfado, en aquel entonces vislumbraba esa intuición pero no la abrazaba con seguridad. Por eso resultaría muy provechoso el curso propedéutico. Podría implementarse poco después de la inducción. Una vez que el nuevo estudiante ya tiene sus papeles y ha recorrido las instalaciones, se podría citarlo en sitios diferentes para el curso. Así también se familiarizaría con la universidad. Los espacios naturales siempre son más nobles que los cerrados. Los primeros días podrían tomarse en los jardines para generar mayor confianza a los jóvenes con la timidez natural de los primeros días o los de carácter reservado. En estas sesiones podrían platicar qué los llevó a estudiar la carrera y qué eventos en su vida parecen desembocar en esta decisión. Confluir las experiencias personales con los argumentos de por qué estudio Filosofía, podría fomentar la apertura entre los alumnos. Además, más de un pedagogo famoso o recién egresado, seguramente concordara conmigo que el reconocimiento entre estudiantes fortalece el trabajo en equipo. Podría funcionar también invitar a los estudiantes a que convivan afuera de las aulas, que vayan a los lugares alrededor de cualquier universidad para que puedan esparcirse. Al final de cuentas, hay que recordar que primero sé es hombre antes de profesionista.

Posteriormente, dentro de los salones, el docente asignado al grupo debería ofrecer algunas clases de Metodología de la Investigación. Esto brindará herramientas a los nuevos estudiantes y podrían realizar una investigación breve. También ayudaría mucho que el docente diera consejos sobre su experiencia en la carrera y pudiera ofrecer su técnica utilizada para reflexionar. ¡Cómo hubiera agradecido eso! Al final del curso, la investigación que haga el alumno sería un triunfo propio; un símbolo de sus primeros pasos en la crítica. Además de enseñarle los principios de la reflexión, también se le daría la seguridad para emprenderla. Tampoco estaría nada mal que, paralelamente al propedéutico, los nuevos estudiantes fueran en una excursión dirigida por el docente asignado a trabajos donde los licenciados en Filosofía ejerzan. No sólo se prepararía al estudiante para la vida académica, sino también para la vida laboral. Obviamente estas ideas sueltas y sugerencias merecen incorporarse en un proyecto de mayor envergadura, pero, desde mi experiencia, considero que podrían ayudar bastante.

 

Lo malo de los profesionistas

Semanas atrás, Yaddir escribía acerca de las dificultades, en la vida universitaria, para preguntarse por el bien. Para ello relató un curioso cuestionamiento planteado por un profesor a sus alumnos. Le pidió que dieran un ejemplo de héroe y así evidenciaron su densa oscuridad sobre la virtud. La pregunta parece inusual. Cualquier estudiante, en cualquier grado, la toma a broma o inmediatamente pregunta receloso el para qué. O también lo que señala Yaddir: con facilidad responde la pregunta y piensa un superhéroe. La extrañeza o simpleza que provoca la pregunta, desnuda nuestra educación.

Rara vez se asocia la moralidad con educación universitaria. Lo anticuado del concepto no va con lo vanguardista de la universidad. Al contrario, se oponen . El ejercicio crítico repele las ideas y convenciones establecidas. Costumbres y esquemas de comportamiento son rasgados por los jóvenes, y eso nos resulta loable. Lejos de orientarnos, la moralidad sofoca el espíritu humano. No hay rectitud, sino pérdida de libertad. Toda moralidad es atentado a la felicidad, menoscabo de placeres y alegría. Otra versión es la educación formal y cordial. Un respeto vacuo, una tolerancia comodina, una paz cómplice y silenciosa para evitar inconvenientes. En ambas versiones la idea de bien se diluye. En la primera pierde su importancia y en la segunda es incómoda. Las consecuencias inmediatas, fácilmente reconocibles, conforman el único fin de la acción. Es lo único que importa en tiempos productivos.

A pesar de ello, lamentamos la corrupción. Sentimos un horror estrepitoso al descubrir las cuentas saqueadas o rozaduras con lo ilícito. Por ejemplo, el socavón del Paso Exprés no sólo molestó por la incompetencia de los ingenieros e inspectores, sino indignó por la negligencia catastrófica. Malos manejos y omisiones voluntarias sí sentaron las bases para que hubiera fallecimientos.  No por nada, de manera acuciante, se pedía prisión para los responsables. Una verdadera molestia se veía en los reclamos. La inmoralidad del profesionista despierta la moralidad aletargada. Así, un matemático, arquitecto, químico, diseñador, no queda exento de la pregunta por lo bueno. Como cualquier otro hombre —docto o inculto— puede ser considerado como perverso o vicioso. Por más que intenten evadirlo, el problema no desaparece a las morales que pretenden acabar con la moralidad.

Fácilmente, sin preguntárnoslo, aceptamos la distinción entre práctica y teoría. Asumimos que la universidad se encarga de la segunda y nos alista para la primera. Comprobamos mediante experimentos o excursiones lo que aprendemos en el salón de clases. Sin embargo la distinción oscurece el hecho de la moralidad como coronilla del hombre. Creemos que el acierto de una no lleva necesariamente a la otra. De ahí la necesidad de comprobación; la teoría no es tan evidente, la práctica, su auxilio, le corresponde verificarla. Una lleva a la otra. La educación es vista como capacitación laboral y pierde toda posibilidad de excelencia. La vida laboral sólo aprovecha los conocimientos. Cumplir y ser retribuido sustituye a la justicia del trabajo. La limitación oscurece más el descubrimiento por lo moral y lo últimamente bueno. La eficiencia reemplaza a la plenitud. El éxito de las mal llamadas humanidades, su mínimo triunfo, debería ser disponernos para cuestionar lo que entendemos por práctica.

Reflexión etérea

La licenciatura de filosofía no siempre es placentera. Para comprobarlo basta que nos acerquemos a un estudiante y amargamente nos responderá que no está satisfecho. Con melancolía incluso afirmará que él tenía otras expectativas y aspiraciones. Entre numerosas razones que ofrece para su desdicha, puede hallarse la constricción de la universidad. Cumplir las materias y seguir las instrucciones de los profesores le parecen anclas para el pensamiento. En alguna ocasión escuché decir a la funcionaria de una biblioteca, quien tiene maestría en Filosofía, que las universidades ya están muertas, que los nuevos sitios para reunirse a la reflexionar se encuentran en otros lados. Al igual que la funcionaria, el estudiante no se demora en asumir estoicamente la verdad. Prefiere recluirse a mostrarse activo en la universidad u otros círculos; el héroe romántico decide rehuir de la vida política para dignificar la filosofía. Así el alma mater se vuelve la madre que todo hijo rebelde odia por no dejarlo crecer.

En alguna medida dichos estudiantes tienen razón. Hacer que la enseñanza dependa de un programa y lineamientos puede restringir el pensamiento. Los méritos, materias, objetivos, lineamientos dificultan la reflexión libre y desinteresada. Igualmente los estudiantes con otras inquietudes llegan a sentirse excluidos y lamentan la cerrazón de la academia. No es sorpresa que referirnos a la academia tenga un sentido peyorativo y asociado con lo autoritario (curioso que lo que para Platón fue un sueño derivado del ágora ahora se convierta en el peor tormento para los amantes de la sabiduría).

Inaugurando las clases de 1914 en la Escuela de Altos Estudio, a través de un discurso, Pedro Henríquez Ureña relata acerca de un hito en la historia de la Sección de Estudios Literarios. Desde 1906 un grupo de jóvenes comenzaron a reunirse y diferenciarse de su generación anterior. Sus inquietudes e intereses serían disruptivos: «[…] abandonaban los ideales anteriores: el siglo XIX francés en letras; el positivismo en filosofía. La literatura griega, los Siglos de Oro españoles, Dante, Shakespeare, Goethe, las modernas orientaciones artísticas de Inglaterra, comenzaban a reemplazar al espíritu de 1830 1867. Con apoyo en Schopenhauer y en Nietzsche, se atacaban ya las ideas de Comte y de Spencer. Poco después comenzó a hablarse de pragmatismo…» Según el mismo orador, el movimiento vería su presentación al público por medio de Antonio Caso («la restauración de la filosofía, de su libertad y sus derechos»). Tiempo después, los jóvenes abandonarían todo rastro de positivismo. Los literatos e historiadores los definirían como los críticos centrales de aquella doctrina. Después de su participación de 1907 en la Sociedad de Conferencias, les vino el interés por organizar otras conferencias en torno al mundo griego. Para ello se propusieron un estudio exhaustivo de los clásicos. Las inquietudes y amor por la cultura conformaron los albores del Ateneo de la Juventud.

La remembranza anterior nos ilumina en cuanto a la libertad de los universitarios. A pesar de los programas o ideas dominantes de la institución, siempre la disposición por investigar asuntos nuevos o la curiosidad pueden lograr el viraje esperado. Tomar distancia de los lineamientos institucionales permite ejercer el pensamiento en la academia. Es cierto, la universidad puede palidecer la filosofía, aunque no la imposibilita. La conversación griega ocurría en cualquier lado: en plazas públicas, en gimnasios, afuera de las murallas. Si es cierto que el amor por la sabiduría es libre, no es crucial si tiene un contexto propicio. La reflexión es cotidiana y un hábito en la vida humana, no una hazaña extraordinaria. Por lo mismo puede florecer en un salón de clases, en una sala de biblioteca o hasta en un taller de arquitecto. Los filósofos no divagan en las nubes.

 

Exageraciones

Nuestros tiempos, me refiero a aquellos donde todos compartimos el internet, han tenido un altísimo gusto por lo superlativo. El viejo profesor del siglo XIX, Juan de Mairena, decía que todo poeta tendía siempre hacia lo superlativo. Pero su exageración no es la misma que la nuestra, pues, según entiendo su idea, el poeta sentía en grado sumo, podía expresar en grado sumo y tender siempre hacia el mayor entendimiento. Nuestros tiempos se distinguen por gente que aparentemente vive al máximo, tiene al máximo, sueña al máximo, siente al máximo y se enardece al máximo. Principalmente el tener; quien no tiene nada, ni lo ostenta, es incorpórea, es nadie. Frases construidas bajo esas características, acompañadas de sus bellas fotos, no las dejamos de ver. Tales actitudes no sólo se les pueden achacar a los efusivos optimistas a los que su inmutable gesto de felicidad les impide abrir los ojos. También en las altas esferas del saber se impresionan por los muchos títulos, los muchos e internacionales conocidos (esto vuelve al personaje muchísimo más exótico y, en consecuencia, interesante), las muchas clases, los muchos alumnos, aduladores y seguidores (a veces se confunden). No quiero decir –no se me malentienda, por favor- que los más encumbrados profesores, en su altísimo saber, se vean imposibilitados de encontrar aquellos oídos que puedan escuchar diáfanamente su necesario mensaje, sino que estos se conforman con la forma, sin atender al profundísimo contenido. Esto no es nada nuevo, es antiquísimo; ¡es tan viejo que la gente no usaba celular con muchas apps y rapidísimo internet por aquellos años! Indudablemente eran unos tontos por no tener cómo engalanar sus retratos con orejas mamíferas. Por allá del siglo IV antes de Cristo, un hombre llamado Protágoras, proveniente de Abdera, conducía ordenadamente con sus discursos a un grupo de aproximadamente treinta jóvenes de nuevo ingreso, quienes se desordenaban cuando el profesor tenía que dar la vuelta. Aquí lo sorprendente no es si el profesor les habla de algo verdadero o sólo los convence; ni el número de alumnos, pues en la actualidad hay quienes superan a Protágoras; tampoco el que ellos ansiaran aprender a convencer como estaban siendo convencidos; lo más impresionante es ver cómo las cantidades amplias se desordenan con más facilidad. No es fácil manejar un país. Ni siquiera es fácil manejar un equipo de futbol. Al momento de dar clases: ¿son necesarias las multitudes para reflexionar? Son necesarias si se habla al modo de Protágoras, no si se reflexiona. Hacerle zoom a una imagen sólo sirve si se le quiere observar con cuidado, no si se le quiere distorsionar.

Yaddir

Traslación universitaria

Recuerdo mis primeros conocimientos en torno a astronomía, esas clases donde hablamos incipientemente acerca de nuestro Sistema Solar. Fui afortunado por las decisiones de nuestros funcionarios y mi educación se consagró gracias a la tecnología. No hubo necesidad de esforzar la imaginación, Discovery Channel lo hizo por nosotros. Mediante el vídeo observamos que la corona del rey resplandecía frente a sus primeros súbditos. Todos los hombres de la Corte dedicaban una danza a su majestad, con perfecta armonía y orden. Nadie se maravillaba por este hecho, varios estábamos fascinados porque ahora las clases eran modernas. Quizá mucho de esto se debía a que éramos adolescentes más preocupados por asuntos terrestres, nos valía un carajo el Sistema Solar entre desamores y aprobar el año escolar.

El problema persiste todavía en grados posteriores. Aceptándolo sin saber por qué, creemos que la Tierra gira en sí misma y alrededor del Sol. Similarmente nos sucede con mucho de lo que estudiamos. Conforme avanzamos las quejas aumentan preguntándonos para qué sirve lo que aprendemos. La brecha de sabiduría se va haciendo estrecha en una variedad amplia de especializaciones. Al abogado le parece estorboso leer a los llamados filósofos discerniendo qué es la justicia. O el historiador se reserva de un oficio exacto con las matemáticas. La imagen perfecta del campo de conocimientos resulta la universidad, una construcción formada por diversas facultades y ciencias. Esta separación no impide un trabajo en conjunto, aunque el carácter de éste sea multidisciplinario. En otras palabras, cada profesional es experto en algo y prestan sus colaboraciones al resto.

Realmente no existe tanto desinterés o indiferencia por dicho conocimiento. Gracias a la llamada cultura general nos vemos exhortados a aprender más allá de lo que nos dedicamos. El profesionista reluce con mayor notoriedad si tiene este trasfondo adicional. Socialmente destaca de la plebe y parece una persona distinta y refinada del resto. En una instancia esto puede hacerlo meramente interesante, alguien digno con quien conversar, no obstante también puede brindarle facilidades en su carrera laboral (esa carrera donde todos quieren terminar campeones). La cultura llega a ser tan general que pierde prioridad en la vida, el conocimiento adicional sirve para curiosos irresponsables y accidentalmente parece traer un beneficio importante. Al final el historiador, abogado, ingeniero, filósofo, cualquier universitario sigue sin encontrar un sentido importante en comprender el movimiento de los astros en el Sistema Solar.

Esta actividad universitaria aparece marginada de la vida pública. Pese a la multitud de investigaciones publicadas o protestas organizadas en distintas formas, la incidencia de los universitarios sólo se reduce a su producción. De ahí que cobre fuerza el alegato del trabajo: un profesionista más nos salvará de la ruina, un estudiante que haya concluido sus estudios y encuentre un trabajo que despeje un futuro claro para el país. La relevancia de mantenernos en los carriles, aunque por momentos se engarcen, está en que alcancemos alguna superioridad. A partir de ello la universidad es considerada como instancia de progreso y su relación con la ciudad es mediada por el profesionista. En otras palabras, nos enorgullece la universidad mientras sus estudiantes presten servicio a la nación (los años no han podido disipar el tufo del siglo XX). El especialista cumple su cometido al concentrarse en lo que sabe y brilla opacamente por los datos inútiles de la cultura general. ¿Cabría pensar otra importancia para nuestra actividad intelectual?

Bocadillos de la plaza pública. La visita reciente del Papa Francisco continua causando impresiones y opiniones, a pesar de que hayan pasado varios días de ella. Lamentable la respuesta faraónica por parte de la Arquidiócesis de México.

II. Ayer varias organizaciones que amparan a los desaparecidos se reunieron en el Senado para colaborar en torno a la Ley General para Prevenir y Sancionar los Delitos en Materia de Desaparición de Personas. Algunas sugerencias nacidas de la experiencia terrible relucieron en sesión.

III. En la semana los taxis llamaron la atención. Primero en Guadalajara donde los chóferes protestaron ante la presencia de Uber en la ciudad. Entre varios detenidos y un zafarrancho urbano, consiguieron que se planeara la discusión de la ley de movilidad estatal. Por otro lado en Acapulco los taxistas protestaron ante el acoso del crimen organizado (un problema discreto en la entidad). Recientemente el gremio ha sufrido el asesinato de uno de sus líderes y tres compañeros, además de la extorsión y amenaza por los cárteles en crecimiento. Los taxistas también tienen voz.

Señor Carmesí

El orgullo de ser estudiante

En filas muy ordenadas los estudiantes universitarios se forman para el mañana. Muchas pruebas hay de ello, pues las fotos y los videos muestran el orden y la dedicación universitarias. Si los estudiantes no están sentados, se encuentran en prácticas experimentales, están atentos, buscando sustraerle todo el conocimiento posible al fenómeno que se analiza. También de esto hay fotos y videos; se muestra lo mucho que se aprende y se quiere aprender. No es de sorprender el orgullo de quienes observan en esas fotos a personas como ellos, aprendiendo mucho, a manos llenas, construyendo, desde las bases, un gran futuro.

Pero hay estudiantes universitarios escasamente ansiosos por aprender y mucho menos les gusta el orden; aprenden lo suficiente y el tiempo restante lo dedican a lo que les gusta; muchos ni lo suficiente aprenden. Lo importante, según ellos, no es “ser mataditos”, sino “tener vida”; mejor dicho: “hay tiempo para todo”. Pero sin eufemismos lo que dicen, o al menos hacen, es gozar rápido y sin esfuerzo, aminorando las consecuencias (al menos con palabras) que nunca se separan del placer. No es mediocridad, como algunos gustan llamarle, según dichos estudiantes se llama “vivir la vida”. Si prefieren vivir la vida, ¿por qué siguen estudiando? La respuesta es fácil (seguro más de uno ya se la sabe): para seguir gozando. Me explico: según los estudiantes multifacéticos, una carrera universitaria les garantizará un excelente empleo (con un Seguro Médico de gastos mayores, vales de despensa, Aguinaldo, Carro y hasta Pareja Escultórica) con el cual ganarán mucho dinero para, como ya se dijo, gastarlo en su propia satisfacción. Los medio estudiantes, medio gente de mundo, creen que el trabajo es como la escuela: siempre hay lugar, se pasa fácilmente, se tiene mucho tiempo libre, así como hay buenos amigos y se posee dinero suficiente. ¿Estarán orgullosos de ser estudiantes? Por supuesto, así como les da orgullo el cómo viven, pues creen merecerlo. Con su orgullo se distinguen de los vagos, los borrachos y los desempleados, de esa gente dañina para la sociedad.

El orgullo universitario no es como una niebla que inunda los egregios recintos educativos; resulta como un sol del cual es difícil evadirse, pero tiene sus partes sombreadas. Hay estudiantes en las sombras, por descuido o gusto; así como hay estudiantes a los que los luminosos rayos del astro no les agradan, los ciegan y los enferman.

Ver al orgullo universitario separado del estado es un error, pues el gran pilar de dicho orgullo, me parece, se encuentra en la enorme utilidad de la universidad para la nación. ¿Deben sentirse más orgullosos quienes son más útiles? ¿Los estudiantes se sienten orgullosos de su nación y por eso le sirven o se sirven de su nación y eso les da orgullo?, ¿es preferible no sentir orgullo a dañar a la nación? ¿El orgullo no será como una respuesta rápida que los estudiantes dan cuando se les cuestiona sobre su labor a la ciudadanía, para que no se sientan comprometidos a ver los grandes problemas del país?

Yaddir