¿Qué contienen las vacunas contra el Covid-19?, ¿cómo se elaboran los dulces que nos saboreamos, las bebidas que consumimos a litros?, ¿de qué están hechos los cigarros que fumamos?, ¿cómo producen cualquier clase de medicamento?, ¿qué contiene el aire que respiramos?
Un dulce de tamarindo, con un poco de mango, que ando dosificando en pequeñas cucharadas porque contiene exceso de azúcares, exceso de calorías y exceso de grasas trans, señala que sus ingredientes son: “azúcares añadidos (azúcar, glucosa), agua, chile en polvo, sal, ácido cítrico, almidón de maíz, sabores artificiales y colorantes artificiales rojo 40, amarillo 5, amarillo 6, y benzoato de sodio como conservador.” Mi paladar no distingue con claridad más que el azúcar, el tamarindo, el chile en polvo y el mango. Pero ni siquiera debería llamarse dulce de tamarindo con mango porque esos sabores son artificiales. Si a un mango que compro en el mercado le echo un poco de tamarindo, adquirido en el mismo lugar, el sabor no se acerca ni ligeramente al dulce; éste da la apariencia de tener más sabor. No sé de dónde proceden los colorantes artificiales mencionados. Al hacer una búsqueda rápida en Google y consultar algunas páginas de internet (las primeras que me arroja mi búsqueda desde el navegador Mozilla Firefox en la Ciudad de México) descubro que los colorantes son derivados del petróleo y contienen cancerígenos. (No sé si sea la duda, o los saborizantes consumidos en días pasados, pero creo que algo comienza a fermentar en mí; algo que me hace dudar si seguir degustando mi delicioso, aunque dañino, dulce o cuidar mi salud). En una de las páginas consultadas descubro una larga lista de los dulces y galletas hechos en el país en el que resido que están hechos de los mismos saborizantes o de algunos igual de dañinos. El descubrimiento me produce tanto miedo como el que debieron experimentar los arqueólogos al descubrir los monumentos hechos con cráneos humanos de los antepasados. El camino hacia el infierno está lleno de buenas intenciones. Aunque este miedo es presente, pues mi propia pereza al investigar, o el disgusto de saber que mi paleta de malvavisco cubierta de chocolate favorita tuviera algo dañino, me impedían saber qué consumía con gusto y alegría. Algunas cosas nos hacen daño, sabemos que nos hacen daño, hasta un daño inmediato como un dolor de estómago, y seguiremos comiéndolas.
Los medicamentos y las vacunas están elaboradas de una manera mucho más compleja y mucho menos dañina. Algunos medicamentos tienen efectos secundarios, pero nos eliminan los virus, bacterias o lo que sea que nos esté causando una enfermedad. Afortunadamente las farmacéuticas están obligadas a informar los posibles daños que te podrían causar las pastillas o inyecciones. Los médicos también nos indican si alguna molestia o enfermedad nuestra es incompatible con ciertos medicamentos; en lugar de curarnos nos perjudicarían. Pocos saben qué contiene exactamente una pastilla que nos alivia el dolor de cabeza, de dónde sacan el ácido acetilsalicílico o la forma en la que se elabora. Pero confiamos en que nos aliviará el dolor de cabeza porque ya nos lo ha curado y no hemos percibido efectos adversos a corto ni a largo plazo. Además, si investigamos cuidadosamente, leemos varios libros y vemos o hacemos experimentos, podríamos saber qué tienen ciertos medicamentos. Lo mismo podemos hacer con lo que comemos. No estamos a merced de una élite que quiere controlarnos.
Sócrates cuestionaba al entusiasta Hipócrates sobre los supuestos beneficios de estudiar con un maestro reputado. Los conocimientos se almacenan en nuestra alma como los alimentos en las vasijas. Al irse a nuestra alma es crucial saber con cuidado qué estamos adquiriendo. El problema adquiere mayor relevancia al exponer lo que creemos saber ante otras personas. Los daños y los estragos del Covid despertaron bruscamente a los escépticos de la enfermedad. La propagación de sus quebradizas teorías, como que el virus era una invención, pusieron en peligro a los incrédulos, a sus conciudadanos y a su propia familia. Muchos murieron exclamando que el Covid no existía. No podemos ver las partículas que nos pueden enfermar, pero eso no significa que el cubrebocas no disminuya el riesgo de contagiarnos. Es más fácil suponer una conspiración que ponerse una mascarilla. Hasta el momento no tenemos ningún elemento para suponer que el Covid sea el principio de una guerra entre dos imperios, sería absurdo seguir creyendo que no existe. Pero los que usamos mascarillas sí hemos advertido sus ventajas. La realidad suele ser más aburrida de lo que imaginamos. Es más fácil que deje de haber pandemia si nos vacunamos que el que nos convirtamos en zombis por doce largas temporadas.
Yaddir