Si los mercadólogos hacen bien su trabajo (y no encuentro razones para suponer lo contrario), entonces podríamos pensar que lo que el mercado le ofrece a la mayoría es también lo que la mayoría de las personas desea. La televisión aún es indicador de lo que se le ofrece a la mayoría de los mexicanos, y es más visiblemente en los anuncios comerciales, como son más directos al respecto de lo que esperan que compremos, que se puede notar un deseo ferviente de no envejecer nunca. Se diría que nadie tiene por qué querer llegar a una edad en la que solamente son recuerdos la fuerza de los brazos y la tenacidad de las piernas, el placer del ejercicio y del baile, el deleite de poder darle deleite a todos los sentidos; pues tener todas estas capacidades y muchas que les son afines es signo de salud, parece ser.
Lo curioso es que en ningún lugar que yo haya visto últimamente ofrecen los vendedores sus maravillas diciéndole al espectador que se podrá ver como si fuera joven aún siendo viejo; más radicalmente, anuncian juventud. Directo y sin rodeos la ofrecen por dinero. Entre slogans y discursos de anunciadores venden la opción –que todos tenemos mientras tengamos la solvencia– de hacernos más jóvenes o quedarnos cuanto lo seamos, y no acercarnos a la vejez. ¡De hacernos más jóvenes y no acercarnos nunca a la vejez! Nadie se lo toma en serio (espero), porque nadie piensa realmente que con cremas se acaban los cumpleaños, y nadie es tan bruto como para imaginarse sin duda que un masaje detiene el tiempo; pero los anuncios revelan que sí hay un deseo de que pase, y lo que es más sorprendente, lo dicen como si pasara.
Mi sospecha es que vivir entre tanto aparato y artificio nos ha sobredispuesto a imaginar las cosas como si fueran afines a nuestras herramientas. Cuando un desarmador viejito se zafa de su mango y queda inútil, podemos pensar sin peligro de errar, que fue usado mucho o que fue usado mal o que el ambiente lo desgastó con el paso del tiempo. Lo que queda envuelto en el velo de esa seguridad es que si no lo hubiéramos usado tanto, o lo hubiéramos guardado en un lugar más propicio, no le habría pasado nada. Y efectivamente es así con la mayoría: si se cuida un aparato como debe de ser, no le pasa nada. No sólo estoy pensando en las herramientas de un mecánico, pienso también en las cosas de la casa, como una taza. Si la taza se cuida y no se cae y no se deja tres meses en el jardín y no se lava tallándose con piedras, no le pasa nada nunca.
Hacemos entonces como si el «cuerpo humano» fuera un aparato. Sí, decimos que complejísimo y queridísimo, pero lo tratamos como aparato al fin, acaso el más digno de cuidado. Nadie gastaría reparando su horno de microondas lo que se gasta una mujer rica en depilaciones permanentes, pero ambas inversiones tienen objetivos muy similares. La vejez entonces es descompostura, y la descompostura del mecanismo complejo llamado cuerpo humano es enfermedad. Pobres viejos porque ahora resulta que están todos enfermos. Y lo que más es de sorprender es que el tiempo no lleva a la vejez más que por coincidencia, pues tiempo bien llevado puede seguir pasando sin que por eso nos descompongamos (como mi horno de microondas, que es más viejo que yo). En vez de sufrir el momento de tener que arreglarnos será mejor alejarse desde antes de lo que obliga a estar en esa situación. ¿Y qué es lo ajeno al cuerpo, qué es lo que envejece por hacerle mal? ¡Lo artificial! También lo dicen todos los anuncios: las drogas, los ácidos, los pesticidas, los tratamientos de las fábricas, las toxinas, los químicos (¡los químicos no son naturales!), hasta el «estrés» y lo demás que suene no-natural, son todos males genéricos que clasifican como artificios. Qué cómico paraje éste al que nos hemos conducido: el mantenimiento del hombre se logra con una diligente distancia de lo artificial, un seguro, y dos chequeos anuales del médico (para hacer el cambio de aceite).
El discurso vertebral de estas acciones y estos deseos se hace fácilmente visible: el cuerpo humano es una complicada mezcla de materiales y su vejez o juventud dependen de su estado de salud, que no es otra cosa que el mantenimiento de su estado natural. Si mantengo el material natural intacto (o reemplazo lo que perdí) se mantiene también mi salud, y eso no debe de ser muy difícil porque las alteraciones del cuerpo son consecuencia de descuidos que permiten que actúen sobre él agentes externos. Por eso los anuncios hablan de quedarse siendo joven, porque al arrancar la juventud del tiempo e imputársela a la salud, hacen de la noción vulgar de salud lo mismo que la de juventud. ¡Hay quienes se llaman médicos y en ese nombre hablan de los síntomas de la vejez! Ahora sólo es necesario comer sanamente y alejarme de los químicos para nunca hacerme viejo, así como para que mi taza no se quiebre debo mantenerla alejada de los niños.
Triste vida para quien se crea herramienta ¿no?, porque si resultara que no es cosa de la salud la vejez, sino del hombre tal cual, y que es su natural forma envejecer por ser mortal, entonces tal persona estaría renunciando a apreciar con justicia buena parte de su vida. Y es cosa segura que morirá, o viejo o por violencia. No me extrañaría en tal caso que fuera un viejo, o una persona madura (que a sus ojos serán lo mismo), ácida y a quien la vida le parece de lo más odiosa. Sin amor por uno mismo, ¿cómo esperar de alguien que ame algo más? Y como dice por ahí el buen Jenofonte, ¿quién en su sano juicio confiaría lo que fuera a quien prefiere estar disfrutando de su juventud que estar disfrutando de la compañía de sus amigos?
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