Tintineo

El sol no alcanza aún el medio día y sin embargo se ve que los pasos de ese viejo ya han recorrido más de una vez la avenida Zaragoza. Su figura me recuerda a Agustín Lara, delgado, casi desgarbado, surcado de arrugas, su piel es bruna por los martillazos del sol. Su andar está flanqueado por negocios disimiles, lo mismo hay cosméticos, tiendas de conveniencia, pollos rostizados, nevería, aplicación de uñas, una ferretería. Las banquetas son un paradero de combis, entonces al bullicio original se le une la voz chillona de los que anuncian los distintos destinos. Y entre todo ese ruido el viejo va sonando su campanita. De vez en cuando se detiene y el pingüino de su camisa pareciera saludar inmóvil a todo el que espera a que salga su transporte. Después de tomar un poco de agua, llega hasta la esquina del semáforo, está a punto de dar la vuelta, pero un niño lo llama al otro lado de la calle. Espera la señal verde para poder cruzar con su carrito, donde guarda el helado saturado de color artificial. Al llegar con su cliente (niño de 10 años) le recita el menú, el cliente ordena y se encorva el delgado hombre para buscar el producto. Mientras busca, una voz imperiosa resopla desde el interior del local “Arcade&videojuegos” ¡Ya te dije que no puedes estar aquí! Un hombre corpulento sale del negocio y embiste al anciano, quien cae de la banqueta a la calle lodosa. El bulldoser sonríe nerviosamente por su triunfo; de inmediato vuelve a su establo maloliente acomodándose la camisa a cuadros que junto a sus bermudas le dan el aspecto de un brabucón de secundaria… de 50 años. Ahora el anciano tirado en la calle se ve más decrépito que antes. No se realizó la venta, el cliente huyó. Pero él no se levanta, se quedó para recoger sus ganancias tristes. Monedas que tintinearon por unos segundos en la calle que pronto recuperó su voz: Súbale, súbale lleva lugares.

Todos los hombres llevamos un destino distinto al tuyo, todos nos vamos, pero seguro que tú estarás aquí mañana a primera hora, otra vez.

Javel

Páthei Máthos

Viejos los cerros,  ¡y reverdecen!

Naturalmente es el viejo quien mejor aprecia su juventud.

Amarga Victoria

«Nefasta práctica», dijo en voz alta el soldado. Con un pie sobre lo que antes fue el brioso pecho de un hermoso joven hizo presión y con fuerza jaló hacia sí. En un tronido se zafó la lanza del costillar. ¡Horrible estremecimiento! El ángulo del Sol ya se abatía exhausto, y aún sonaban en la distancia forzados respiros y el golpe de metal con metal, como cuando rebaja su fragor la lluvia y cesa su fuerza minutos antes de que se apacigüe por completo.

«Nefasta -repitió-; tener que lanzar así la jabalina…» Después de suspirar siguió disertando para su audiencia invisible, como quien ensaya antes de presentarle al foro su discurso: «Nadie debería venir al llano a morir sin saber lo que enfrenta, muerto de lejos, cobardemente y sin defensa. Es lo mismo que caer quebrado por un rayo, o ahogarse en las honduras del mar vinoso.»

Detrás de él, su general alcanzó a escuchar lo último, y dejó salir una risa compasiva. En sus manos se confundían su sangre y la ajena, pero sus ojos las distinguían. Cuando el soldado volteó de súbito al ser tomado desprevenido, de la marcada sonrisa de su superior salieron estas palabras: «Cuando miras a tu enemigo a la cara y sabes que uno de los dos morirá; cuando le dices tu nombre, le relatas tu linaje y presentas tu casa y tus logros; cuando escuchas los suyos y aprietas las manos al mango de tu espada; cuando haces todo esto, ¿sabes tú a lo que te enfrentas?»

El soldado pronunció un agudo silencio, y después miró a su general marcharse a ordenar los honores funerarios de los amigos caídos.

Jóvenes Amores

–Aconséjame sobre lo que hay que decir o hacer para que sea grato a los ojos del amado.

–No es fácil de decir, le contesté, pero si quisieras hacerlo venir a conversar conmigo, tal vez sería capaz de mostrarte las cosas de las que conviene dialogar, en lugar de aquellas que ahora recitas y cantas.

-Hipotales y Sócrates en el Lisis

¿Alguna vez han escuchado a alguien justificar las locuras de sus primeros amores diciendo «éramos muy jóvenes»? Me parece que no es extraño. Los jóvenes tienen que soportar todo el tiempo que los mayores estén diciéndoles que sus amores no son verdaderos, que son más juegos y caprichos que otra cosa, y cuando lloran algún terrible desamor, que ya se les pasará y aprenderán que no era tan importante como en ese momento piensan. Pobre del que escucha todo el tiempo esta cantaleta. Con todo, no he conocido aún al muchacho o muchacha que la acepte y tan tranquilamente diga: «Tienes razón, no me había dado cuenta. Ya me siento mejor».

Vemos entre los que tienen muy cercana la niñez explosiones abruptas de amores fervientes, alternadas (o hasta mezcladas) con súbitos odios. Vemos arrebatos voraces, y movimientos bruscos por todas partes. Vemos cambios, cambios, cambios, todos rápidos: nuevos amigos, viejas alianzas renovadas, placeres insólitos, promesas de toda la vida de pronto rotas; y cuando eso se vuelve para muchos solamente un recuerdo, la imagen de una vorágine los inclina a pensar que esos fueron «ensayos», y que el verdadero amor se ha templado más. «No puede algo verdadero ser tan cambiante», parece ser la idea. Piensan que el amor es más duradero, más seguro, más estable, y por tanto más precioso. Y podrían tener razón en que es así, ¿pero es cierto que sólo los jóvenes experimentan las tormentas del amor, y los viejos ya las tienen bien controladas y apaciguadas? ¿Nunca han habido varones o mujeres maduros que se entreguen sin pensarlo al arrebato de Eros? Por supuesto que sí. ¿Y entonces por qué no pensar que por el otro lado el turbulento amor de los jóvenes puede ser verdadero?

Nadie piensa que su amor es falso. ¿Cómo podría?, si la única razón para pensarlo así es la experiencia de haberlo vivido. ¿Quién ha existido que haya podido tener su amor siempre bajo control? Nadie. Qué no es amar de verdad y qué sí, no es algo que se deje explicar aunque de ello platiquemos mucho, y los que ya han vivido lo suficiente como para ver una diferencia entre el amor joven y el maduro tienen algo que los ha templado a ellos mismos, no al amor. Entonces los ingenuos no son los jóvenes que creen estar enamorados -aun si tuviera toda la razón del mundo quien dijera que el amor no es trémulo sino cadencioso-, sino los que creen que haber amado significa haber conquistado al amor. Para Eros, todos somos suficientemente jóvenes como para enamorarnos sin saber qué nos está pasando, y suficientemente viejos como para creer que sabemos bien que estamos enamorados.

Sueño de una noche de verano

Dedicado a A. A.

Early one morning the sun was shining,

I was laying in bed,

wondering if she’d changed at all

If her hair was still red

Bob Dylan

Sabe si alguna vez tus labios rojos

quema invisible atmósfera abrasada,

que el alma que hablar puede con los ojos

también puede besar con la mirada.

Bécquer

¿Será? ¿Seré? ¿Seremos los mismos? ¿Qué fuimos? Seis años ha y fue como si retomáramos los viejos caminos en un tiempo nuevo. Como volver a caminar tomados de la mano, aunque cada quién en distinta dirección. Si fuera un tango se hablaría de los recuerdos amargos – como se hizo – de los instantes perdidos – como se reprochó – de los inviernos alojados en nuestras frentes y en nuestra voz – como realmente pasó. Y aun así el tango no pudo con la belleza que se posó en nuestras miradas, en nuestras risas y en las sonrisas de lo que ahora somos por lo que fuimos.

 

Un anillo, un pequeño anillo fue el lazo que unió nuestro pasado con un presente que no deja de seguir, a cada instante, a cada momento, a cada recuerdo… que nunca dejó de rondar, de insistir; desde aquel anillo que sostuve trémulo ante tu incrédula y terrible mirada, hasta el pequeño brillante que tratabas dulcemente de ocultar – brillante que mostraba luminoso el infranqueable abismo que los años lenta e inclementemente cavaron entrambos… aun cuando por un instante parecimos haber sido los mismos, los de ayer, sin anillos, sin recuerdos, construyendo en una breve charla el presente y destruyendo en un fugaz momento el pasado.

 

El tiempo indómito hizo de las suyas uniéndonos y alejándonos y volviéndonos a unir. En los recuerdos, en las fugas, en los anhelos y en los reproches. Una historia que hace mucho terminó quebrándose en dos, volviéndose símbolo de nuestra vida, dos caras de una misma moneda con que nos pagó el destino por las faltas de una juventud malversa, de un amor mal interpretado, cuya llama persistió por mucho tiempo trocándose en cenizas que descubrimos algunas siguen encendidas, esperando el último escozor.  Revivimos felices los momentos dolorosos y volvimos a amarnos en instantes de recuerdos que quién sabe en dónde estén ahora ni qué pueda hacerse con ellos ni si queramos hacer algo.

 

Pero el reencuentro está demasiado fresco, demasiado cerca como para poder apreciar su belleza de la forma en la que, a instantes, la volví a apreciar en tu mirada: tímida, agazapada, como el pequeño león que aprende a cazar y cree que es más un juego que una supervivencia, con la misma seducción y coquetería con la que caí enamorado la primera vez, pero que ahora se confunde con el recuerdo y con el pasado y con tantas imágenes que llegaron a mi mente en un torbellino que todavía persiste mientras intento hilar estas palabras.

 

Sé que no somos los mismos y que hay más cosas ocultas que las que puedo en este momento contar o comprender, o incluso descubrir, y también sé que, como en toda moneda, las caras de lo que fue nuestro amor miran a lados opuestos; pero entiendo que la belleza nos volvió a unir en un instante, en ese pequeño instante en el que, aunque en recuerdos, volvimos a vivir nuestra historia y, embriagados por el pasado, nos besamos aunque tan solo fuera, como dijo Bécquer, con la mirada.

Gazmogno

La vejez por violencia

Si los mercadólogos hacen bien su trabajo (y no encuentro razones para suponer lo contrario), entonces podríamos pensar que lo que el mercado le ofrece a la mayoría es también lo que la mayoría de las personas desea. La televisión aún es indicador de lo que se le ofrece a la mayoría de los mexicanos, y es más visiblemente en los anuncios comerciales, como son más directos al respecto de lo que esperan que compremos, que se puede notar un deseo ferviente de no envejecer nunca. Se diría que nadie tiene por qué querer llegar a una edad en la que solamente son recuerdos la fuerza de los brazos y la tenacidad de las piernas, el placer del ejercicio y del baile, el deleite de poder darle deleite a todos los sentidos; pues tener todas estas capacidades y muchas que les son afines es signo de salud, parece ser.

Lo curioso es que en ningún lugar que yo haya visto últimamente ofrecen los vendedores sus maravillas diciéndole al espectador que se podrá ver como si fuera joven aún siendo viejo; más radicalmente, anuncian juventud. Directo y sin rodeos la ofrecen por dinero. Entre slogans y discursos de anunciadores venden la opción –que todos tenemos mientras tengamos la solvencia– de hacernos más jóvenes o quedarnos cuanto lo seamos, y no acercarnos a la vejez. ¡De hacernos más jóvenes y no acercarnos nunca a la vejez! Nadie se lo toma en serio (espero), porque nadie piensa realmente que con cremas se acaban los cumpleaños, y nadie es tan bruto como para imaginarse sin duda que un masaje detiene el tiempo; pero los anuncios revelan que sí hay un deseo de que pase, y lo que es más sorprendente, lo dicen como si pasara.

Mi sospecha es que vivir entre tanto aparato y artificio nos ha sobredispuesto a imaginar las cosas como si fueran afines a nuestras herramientas. Cuando un desarmador viejito se zafa de su mango y queda inútil, podemos pensar sin peligro de errar, que fue usado mucho o que fue usado mal o que el ambiente lo desgastó con el paso del tiempo. Lo que queda envuelto en el velo de esa seguridad es que si no lo hubiéramos usado tanto, o lo hubiéramos guardado en un lugar más propicio, no le habría pasado nada. Y efectivamente es así con la mayoría: si se cuida un aparato como debe de ser, no le pasa nada. No sólo estoy pensando en las herramientas de un mecánico, pienso también en las cosas de la casa, como una taza. Si la taza se cuida y no se cae y no se deja tres meses en el jardín y no se lava tallándose con piedras, no le pasa nada nunca.

Hacemos entonces como si el «cuerpo humano» fuera un aparato. Sí, decimos que complejísimo y queridísimo, pero lo tratamos como aparato al fin, acaso el más digno de cuidado. Nadie gastaría reparando su horno de microondas lo que se gasta una mujer rica en depilaciones permanentes, pero ambas inversiones tienen objetivos muy similares. La vejez entonces es descompostura, y la descompostura del mecanismo complejo llamado cuerpo humano es enfermedad. Pobres viejos porque ahora resulta que están todos enfermos. Y lo que más es de sorprender es que el tiempo no lleva a la vejez más que por coincidencia, pues tiempo bien llevado puede seguir pasando sin que por eso nos descompongamos (como mi horno de microondas, que es más viejo que yo). En vez de sufrir el momento de tener que arreglarnos será mejor alejarse desde antes de lo que obliga a estar en esa situación. ¿Y qué es lo ajeno al cuerpo, qué es lo que envejece por hacerle mal? ¡Lo artificial! También lo dicen todos los anuncios: las drogas, los ácidos, los pesticidas, los tratamientos de las fábricas, las toxinas, los químicos (¡los químicos no son naturales!), hasta el «estrés» y lo demás que suene no-natural, son todos males genéricos que clasifican como artificios. Qué cómico paraje éste al que nos hemos conducido: el mantenimiento del hombre se logra con una diligente distancia de lo artificial, un seguro, y dos chequeos anuales del médico (para hacer el cambio de aceite).

El discurso vertebral de estas acciones y estos deseos se hace fácilmente visible: el cuerpo humano es una complicada mezcla de materiales y su vejez o juventud dependen de su estado de salud, que no es otra cosa que el mantenimiento de su estado natural. Si mantengo el material natural intacto (o reemplazo lo que perdí) se mantiene también mi salud, y eso no debe de ser muy difícil porque las alteraciones del cuerpo son consecuencia de descuidos que permiten que actúen sobre él agentes externos. Por eso los anuncios hablan de quedarse siendo joven, porque al arrancar la juventud del tiempo e imputársela a la salud, hacen de la noción vulgar de salud lo mismo que la de juventud. ¡Hay quienes se llaman médicos y en ese nombre hablan de los síntomas de la vejez! Ahora sólo es necesario comer sanamente y alejarme de los químicos para nunca hacerme viejo, así como para que mi taza no se quiebre debo mantenerla alejada de los niños.

Triste vida para quien se crea herramienta ¿no?, porque si resultara que no es cosa de la salud la vejez, sino del hombre tal cual, y que es su natural forma envejecer por ser mortal, entonces tal persona estaría renunciando a apreciar con justicia buena parte de su vida. Y es cosa segura que morirá, o viejo o por violencia. No me extrañaría en tal caso que fuera un viejo, o una persona madura (que a sus ojos serán lo mismo), ácida y a quien la vida le parece de lo más odiosa. Sin amor por uno mismo, ¿cómo esperar de alguien que ame algo más? Y como dice por ahí el buen Jenofonte, ¿quién en su sano juicio confiaría lo que fuera a quien prefiere estar disfrutando de su juventud que estar disfrutando de la compañía de sus amigos?