Padecimientos políticos

La indignación es una pasión que se manifiesta ante la injusticia. Como toda pasión, siempre va acompañada de un juicio y nunca es totalmente natural. La mejor prueba de ello es que no todos nos indignamos de las mismas cosas ni de la misma manera; además, es difícil afirmar que los niños se indignen. A veces nos indignamos más de que le hagan algún mal a una persona que a otra, principalmente si la primera es una persona famosa o nos sentimos directamente cercanos a ella. Pues de la famosa se tiene una opinión ya formada, aunque podamos guiarnos únicamente por lo que nos parece, no por lo que realmente es. Como toda pasión, la indignación la puede causar la retórica. Hay situaciones en específico que nos indignan porque hemos aceptado que están mal.

No nos podemos indignar sin una idea del bien y del mal o sobre lo correcto y lo incorrecto. Siempre tenemos una razón para molestarnos por ver cómo golpean a alguien indefenso, injurian a quien parece que no ha hecho nada malo o cometen alguna injusticia sobre una persona. Siempre encontramos una razón para indignarnos; podemos argumentar que quien padece la injusticia y quien la comete es el victimario, el villano, el canalla. Pero, como siempre sucede ante cualquier juicio sobre una acción ajena, no siempre sabemos por qué tan fácilmente ubicamos a la presa y al cazador. Así como no es fácil comprender el contexto en el cual se da un ataque, tampoco es fácil ver cuál es nuestra idea, o nuestras ideas, del bien o del mal o sobre lo correcto y lo incorrecto. Podemos indignarnos ante una injusticia pero contradecir en la acción la idea de bien que nos llevó a la indignación.

Como cualquier juicio, la idea de bien que tengamos puede ser cuestionada, incompleta o falsamente fundamentada. ¿Hay ideas bajo las que justificamos nuestras acciones que, sin importar el contexto, son malas?, ¿es malo matar a una persona malvada?, ¿nos indignamos si vemos que matan a una persona sin saber que es malvada? En algún punto se nos complica ver la injusticia en alguna acción, nos indignamos, pero no entendemos por qué, queremos actuar ante el acto aparentemente injusto y en vez de actuar justamente nos estamos vengando o involucrando en una situación que no alcanzamos a entender. La indignación nos muestra que no somos indiferentes ante la injusticia, pero también nos lleva a actuar movidos por la venganza. La indignación, careciendo de una adecuada comprensión del bien, es peligrosa.

Yaddir

La sección de la venganza

“Diles que no me maten” es un cuento desesperadamente ambiguo. El lector expectante ante los alaridos de Juvencio Nava se figura el momento en el que lo matarán; su imaginación enardece luego de saber que lo quieren matar por  una venganza aparentemente justa. Pero nunca lo matan. De la misma manera, el cuento empieza con la desgarradora voz en primera persona del personaje, que deja paso a una contextualización que parece recuerdo del propio Juventino o intromisión de un narrador, y por ahí se cuela la voz de los chismosos, la de los que dicen que se dijo, pero nunca pueden corroborar el suceso. Ambiguamente el inculpado quiere salvar su vida, pero no opone mucha resistencia cuando es buscado y llevado ante su verdugo, como si su quietud fuera una pasiva entrega para dejar de sufrir tanta persecución de la que fue víctima o pagar con su vida el daño que le hizo a su compadre y a la familia de éste. La relación entre Juvencio Nava y su compadre Guadalupe Terreros también es difícil de comprender, pues mientras Don Lupe no quiere ayudar a su compadre, no a cualquier particular, a su compadre, éste busca la manera de ayudarse a costa de la voluntad de aquél. ¿Qué nos quiere decir Juan Rulfo con tantos detalles enrevesados y contradictorios? Pues no habla totalmente del deseo de vivir del hombre, o de su desesperación ante la muerte, de lo enraizado que se vuelve el deseo de venganza, así como tampoco de la justicia que debería aplicársele a quien mata.

Tal vez el problema de “Diles que no me maten” sea la justicia, pero aquella que parece una venganza al egoísmo de los individuos. Es decir, Juvencio tiene problemas con su compadre porque éste no le permite que los animales del primero coman en su corral; Juvencio se salva del castigo de un homicidio porque logra corromper a la ley (aquí es cuando el aspecto legal se desvanece y la justicia queda a manos de los individuos); pero el hijo del compadre, quien se vuelve coronel, regresa para vengarse de lo que le pasó a su papá. El pleito nunca escapa de la venganza del que pega y el que se quiere desquitar del golpe. Juan Rulfo nos enseña que esa costumbre enraíza y muestra sus frutos negros entre personas egoístas. A Juvencio no le importa que maten a su hijo con tal de que éste suplique que no maten a aquél. Al coronel no le importa que el asesino de su padre esté viejo, lo que le importa es saciar su ansia de venganza. Rulfo nos muestra la injusticia de ser individuos.

Yaddir

La felina y el zorro

                                                                                                                                                   “La calle es una selva de cemento…”

Caminaba un joven zorro a hora temprana con paso aparentemente presuroso. La calle, harto conocida para él, se encontraba vacía. Un ruido cercano, extraño en ese momento, le detuvo el paso. Instintivamente volteó hacia donde creía haber percibido el ruido y encontró una gata, un poco más joven que él, casi una gatita. Su pelaje era sumamente llamativo, pues era de una blancura inmaculada. El zorro detuvo su paso y fijo su astuta mirada en ella, pensando “definitivamente no se trata de una gata callejera, es doméstica y de buena casa; qué interesante”. La gatita, con la atención del zorro en sus garras, reflexionaba: “yo aquí, afuera de casa, tan temprano; son unos ingratos conmigo; este zorro no se ve nada mal.” Al parecer, el zorro sabía muy bien en qué situación se encontraba la minina y lo conveniente, para él, del momento, así que desvió su mirada lentamente y continúo su camino con un paso medio presuroso; contó hasta cinco y volteó la cabeza de manera ambigua; justo como él lo había planeado: la gata lo seguía con intención de caminar a su lado; el zorro aminoró tan sólo un poco su paso, hasta que aquélla lo alcanzó.

La gatita volteaba su cabeza de vez en cuando hacia su nuevo compañero, el zorro hacía lo mismo, pero en menor medida; cuando sus miradas se encontraron ella rio triunfalmente: “creo que podré entretenerme más de lo que creía con mi venganza, mucho más porque me extrañarán. ¡Qué sufran!” Mientras eso se decía, a un costado le comenzaba a salir una ligera mancha oscura. El zorro pensaba con audaz alegría: “qué dulce es la venganza”.

Yaddir

Dos líneas del castigo

Abusan de la aplastante impunidad de este país los criminales; pero también los que encuentran placer en su convicción de que la ley fue propuesta para hacerle un mal a quien hizo un mal. Por otro lado, hacen bien en acatar la ley los que castigan justamente; pero también quienes logran lo más difícil, aprender a perdonar.

La última noche de búsqueda

«Siempre me dijeron que sabía elegir a mis acompañantes; pero yo creo que más bien si me atraen las personas correctas, es por las razones equivocadas».

«¿Y cuáles son esas?», preguntó el joven escéptico, mirando a este sombrío tipo con sospechas de que más era su facha desgarbada y su descuido lo que debía tener éxito entre aquellos a los que imponía recelo, y no su carácter. Miraba la frente sobresalir a la altura de las cejas y hacerle sombra a los pequeños ojos negros, las arrugas en la piel como las de una maleta vieja, y no podía creer que éste fuera otra cosa que el abuelo de un niño cualquiera, ahora dormido plácidamente quizá al otro lado de la ciudad.

«¿Las razones o las personas? –preguntó el turbio individuo–. Las personas son la gente de bien, ya sabes, como todos estos ínclitos hombres de negocios, charlando sin más preocupación que la del precio de sus movimientos; o, si quieres uno más agraciado, como el pianista aquél. –Señaló al parsimonioso hombre largo vestido de negro, casi fundido con el rincón en el jardín que le habían asignado para tocar waltzes de Chopin y el Rêverie de Debussy–, o como tú, Haer».

«Conoces mi nombre –respondió él mientras se alejaba un poco tratando de lucir natural a lo largo del barandal de piedra blanca–. Crees que una voz cansada y unas manos manchadas pueden conmigo, pero no basta para asustarme. Yo tengo dos ventajas sobre ti. Primero, no me importa saber cómo te llamas. Segundo, sé muy bien qué quieres y quién eres».

Desconcertado, el desaliñado hombre dio un paso hacia atrás. No estaba seguro de qué querían decir esas palabras. Aspiró un hondo golpe de su cigarro y después dejó que cayera al suelo para pisarlo. Dijo: «Eres impetuoso, así era yo. Pero sólo tu padre sabe quién soy y, ¿sabes qué?, sólo yo sé quién eres tú».

Dejó que su colilla terminara de sisear en el piso y se adelantó un poco más, pero apenas movió su brazo derecho para asir su arma, Haer descargó dos tiros de pistola en su pecho y lo miró desplomarse con la misma calma con la que los presentes habían bailado al tono del piano. Los guardaespaldas que estaban no muy lejos corrieron de inmediato hacia el joven para resguardarlo de un peligro que ya no existía. El jefe de estos enormes centinelas había protegido a Haer desde recién nacido y lo había acogido en su familia; no era un hombre benévolo, pero había podido aferrarse a un contradictorio principio de honor que lo obligaba a observar con celo los favores debidos. Aquí era respetado. Éste vino más tarde a ver al caído, cuando las figuras de la alta sociedad se tranquilizaron del escándalo inesperado y retomaron la delicada calma de la bebida. Llegó junto con su esposa, una mujer de mediana edad que evidenciaba haber sido muy hermosa años atrás, vestida con un púrpura solemne. Ambos se postraron sobre el cuerpo caído.

«Venía a matarme. Un sicario cualquiera, o un enviado tal vez. Uno novato: se lo vi en los ojos desde la primera palabra que cruzó conmigo», explicó Haer. Pero no lo escucharon. Tardó en comprender por qué, pero no lo escucharon en absoluto. La madre de Haer de pronto comenzó a llorar de cara al pecho del recién asesinado, mientras su esposo regresaba con pasos graves al interior de la casa, donde los invitados requerían de su completa atención y donde no tendría que ver a su mujer sollozar desconsolada como hizo el resto de la noche, y como haría muchas otras noches por venir.

Inundación

Cuando se tienen las manos manchadas de sangre, la lluvia no alcanza a lavarlas, los ríos no pueden limpiarlas, y rojos se tornan por la muerte de los recién nacidos. La tierra se mancha y el aire se cubre con su rojo olor, el hedor de la muerte se respira por doquier y el aire que era limpio adquiere otro color. La sangre lo llena todo tras años de guerra, injusticia e indignidad, el calor nos recuerda a cada instante que bajo la tierra se han sembrado semillas que piden distintas cosas, unas quieren paz y otras desde las profundidades piden venganza con los gritos desesperados que se emiten desde las entrañas del olvido.

Se pide la lluvia, rogando por la vida de hombres y animales que van dejando sus restos en el desierto, y el cielo se apiada mandando agua suficiente para vivir, y otra tanta para lavar la mancha que tiene cubiertos a los hombres. Por desgracia esa mancha es tan grande y profunda que debe caer el agua contenida en todos los cielos, de modo que la sangre deje el lugar que ha ocupado y se lo ceda a la compasión que no es lástima y a la esperanza que no es vana ilusión.

Ojalá que con toda el agua que trae la inundación se vayan las iniquidades que nos impiden ir en el arca con Noé.

Maigo.

Quien Roba al Ladrón

«Que no se tome lo ajeno,
así está determinado
lo decretó el mismo Dios,
como precepto sagrado,
mas los doctores opinan
y aun los que no usan del don,
que el ladrón que al ladrón roba
ha cien años de perdón.»

«Un mexicano» en
Libro para el Pueblo: 1010 Proverbios en Verso, 1864.

Cien años de perdón son muchísimos. No me imagino ni siquiera un año completo de perdón asegurado sin hacer del beneficiado un peligro para toda persona que se le acerque. Habrá pocos muy decentes que no harían nada malo voluntariamente aun si les dijeran que por un año les perdonarán cualesquiera de sus maldades, pero ¿quién se va a querer arriesgar? Mucho menos se aventuraría uno a otorgarle a alguien cien años de perdón. ¿Y quiénes están tan mal de la cabeza como para perdonar por tanto tiempo a un ladrón? Parece que, en realidad, no son pocos: todos los que suponen que los ladrones de ladrones son tolerables, que se les puede comprender, o que son mejores en general que los ladrones sin más. Y eso que este tipo más sofisticado de pillo a la vileza del robo le suma la infidelidad (bueno, que ser muy leal a la cofradía de bandidos no es mucha «lealtad» de todas formas). Si al ladrón que roba al ladrón se le perdona para siempre -porque en este caso decir ‘cien años’ y decir ‘para siempre’ es lo mismo-, todos los rateros del mundo intentarán aprovechar la indulgencia y justificarán su hurto con la más mínima prueba de que su víctima antes también robó.

El ejemplo heroico y brillante de esta inclinación a perdonar al ladrón está en Robin Hood. Todo mundo lo admira como un hombre de noble corazón y férreos principios que no dejará que los suyos sufran a cuenta de la insaciable codicia del Rey y su cohorte de estafadores. No hay quien no deteste a los prepotentes abusadores y simpatice con las víctimas del abuso; lo malo es que esto es cierto también para los prepotentes abusadores. Nadie se juzga como si él mismo fuera el malvado Rey de negras ambiciones inagotables, porque siempre hay ocasión para pensar que uno ha sido víctima de alguien más y que no es uno enteramente deleznable. Entonces, cuando translada este juicio a su propia situación, ahora resulta que siempre -sea uno quien sea- hay a quienes se vale robar porque ellos mismos han robado. Pero no para allí, porque el fenómeno se amplifica casi sin esfuerzo: si al ladrón le puedo robar mereciendo el perdón de mis conciudadanos, al injusto le puedo hacer injusticias. De allí ya se pasa bien fácilmente a trazar el plano de un villano de caricatura: éste se da cuenta de que el mundo está lleno de injusticia y entonces concluye que toda maldad está permitida. Los principios de Robin Hood son los mismos que los de la Mafia.

La venganza nace cuando alguien que es injuriado actúa con el vivo deseo de convertir en una segunda víctima a quien lo agravió. En el corazón del dicho que perdona al ladrón está la idea de que la justicia y la venganza son lo mismo. Pero entonces la justicia es sólo un nombre bastante absurdo de un equilibrio de males: a una injusticia hay que responder con otra, y ésa es la justicia. No sólo la justicia se envilece cuando se le equipara con el deseo de hacer un mal, sino también el perdón cuando se le enmarca como la tolerancia del malhechor. Porque el perdón -sea como sea que se pueda dar tal cosa- nace de responder un mal con bien, y de reconocer al arrepentido y confiar de nuevo en él. El justiciero por su propia mano es, o un dios que no puede equivocarse en su examen de quién merece qué castigos, o un injusto que cree que merece perdón. El ladrón, y el que le roba al ladrón, son en realidad lo mismo.