Tierra de ciegos

Tierra de ciegos

Los ojos siempre agradecen la luz cuando se regala en la medida adecuada. Por más que percibamos la intensidad de su resplandor con incomodidad, nunca la percibimos directamente. Ni siquiera en las actuales teorías del color vemos sólo luz, sino siempre un tono de ella. Esa incomodidad ante la intensidad muestra cierta imposibilidad natural del ojo para bañarse en pureza resplandeciente. En la imagen platónica de la caverna, los que se hallan cegados por su salida descubren plenamente la oscuridad subterránea. De ahí que sea posible habituarse a la luz. No salen al encuentro del sol: miran con luz y no con la proyección del fuego. Así, la salida no representa el platonismo que la lectura fácil permite: teorizar no es producir la luz ni filosofar es el acto de conocer científicamente el absoluto. A lo mejor la utilidad de la “utopía” no es plenamente visible sin un esfuerzo sobrehumano (suponiendo que los de la caverna sean plenamente hombres), sin apófansis de la condición propia. Tal vez el misterio de la salida de la oscuridad y las sombras se organice en torno al de la idea del Bien.

¿Qué importa más para la política? ¿La consecución de los fines privados o la satisfacción de lo público? La pregunta va más allá de la ramplonería con que se quiere provocar hoy en día la imaginación. El conocimiento de la política también lo es de la naturaleza humana. En ese sentido, por más poder que se tenga, las decisiones mal calibradas demuestran sus consecuencias tarde o temprano en las vidas de quienes se hallan bajo el rango de sus efectos. ¿Qué no las malas decisiones son error de técnica y falta de conocimiento especializado? ¿Qué tiene que ver la naturaleza humana en eso? La política no sólo es escenario de decisiones técnicas, sino de obsesiones ridículas, de frivolidades, de ambiciones y de sed de reconocimiento. Es a esas pasiones a las que la predilección por el conocimiento especializado está a fin de cuentas subordinada. La política implica la dificultad de la armonía en lo público: el deseo común de subsistir no tarda en revelar su inocuidad; la justicia no es igual al humanitarismo. Es necesario descubrir si el conocimiento de lo humano conlleva se convierte necesariamente en una técnica sobre la naturaleza, y de qué tipo.

La ceguera ha penetrado aún más en nuestro espíritu. Lo público importa ahora en tanto materia maleable de la opinión. Importan más las justificaciones, el estruendo popular que entroniza los miedos más primarios, las visiones más frívolas. Todo relacionado, claro, con lo privado. Quienes quieran ver a las dos esferas alienadas se equivoca. El puente es, quizá, el deseo mismo, esa potencia natural que alimenta y sustenta las fantasías provincianas, el terror agresivo, la renuencia ante lo legal y la displicencia con la verdad. Del ruido a la sordera no hay mucha distancia: quizá más temprano que tarde ese efecto termine produciendo la afasia inevitable. ¿Cómo entender esas frustraciones humanas y esas opiniones vulgares sin la capacidad para imaginar lo que esperamos de esta tierra ajada? ¿Quién es el idealista ante el deseo? Puede argüirse que la practicidad, el momento siempre exige rapidez, agilidad sin titubeos. Lo más práctico, en todo caso, siempre es la solución que mejor atiende a los fines con los medios pertinentes. No hay que olvidar, en ese caso, que no podemos ser hombres prácticos sin conocer los fines que se persiguen a la vez que se sopesan. Con la rapidez de un trueno puede encenderse el fuego; triste es cuando el incendio se le atribuye a la suerte y cuando el acierto sólo se afirma cuando hay aplausos.

 

Tacitus

La vista rápida

La vista rápida

Alguien debería atreverse a formular un imperativo para explicar ciertas habilidades y manías destapadas por los teléfonos móviles. Así como en el voraz mundo académico lo único que vale es ser citado, lo cual se logra, según parece, publicando más de la cuenta (porque las probabilidades aumentan: todo es cuestión de números), la atmósfera de la “comunicación” “privada” pareciera tener sus exigencias serias y ardorosas. No se puede argumentar urbanismo y cortesía como justificación: más cortés es la paciencia que la atención demasiado desenvuelta. Digo que debería formularse un imperativo porque quiero pretender ingenuidad; no sé qué otra cosa podría explicar ese ferviente deseo de soltar las amarras de la mente en responder cuanto sonido emita el aparato telefónico. Además de esa manía esquizofrénica por contestarlo todo y por hablar solos, existe también el alimento de la impaciencia: ¿cuántos perciben todavía el valor genuino que tiene la privacidad? Me incluyo entre los ignorantes.

Porque las probabilidades aumentan, parecería razonable la suposición de que a mayor número de caracteres escritos durante el día, mayor tiempo se invierte en el futuro posible de una conversación amena y entrañable; mayor se volvería también el contacto con las cosas de este mundo y la voz de los demás. A mayor tiempo invertido en recorrer el dedo por la pantalla, mayor sería la posibilidad de encontrarse con algo sorprendente. Así, no quedamos mal ni con este mundo ni con las amistades, celosas en extremo de procurarnos el bien de su palabra o de alguna risa pertinente vía vídeo o meme extraído de la red. Para que no se crea que sólo busco asustar y disuadir porque estoy lleno de amargura debido a la creciente falta de atención de mis conocidos, piénsese bien en el carácter de ese cosquilleo, de esa inercia compulsiva pero taciturna que nos mueve, tan pronto nos hallamos con posibilidad de un tiempo muerto, a rescatar el teléfono de esa reclusión caprichosa con que nuestro bolsillo lo tenía oprimido. Nos gusta, como con todo lo irracional, pensar que lo tenemos bajo control, que sedamos esos impulsos ciegos y que podemos moderarlos, que estamos en capacidad de elegir qué hacer con cada instrumento. Pero los deseos no son instrumentos: éstos se hallan siempre subordinados. Es más difícil saber si en el deseo existe una subordinación; tampoco es sencillo aclarar ante qué.

¿Qué clase de atención requieren lo privado y lo público? Permítaseme poner en duda que la atención pronta y atinada pueda provenir sólo de la presteza en responder algo. El alma, por su naturaleza, está hecha para configurarse y vivir en esos extremos que se rozan constantemente. No puede prescindir nunca de privacidad: a lo mucho puede exhibirse artificialmente. Ni con la tecnología para tener cerca lo lejano nos mostramos sin reservas. Lo público permite saber el contexto en el que se puede actuar. Comunicarse a veces requiere de ese misterio en que las caras no siempre están fijas por la imagen: la voz que decide hasta donde llega en la exposición de su ser es más preciosa que el rostro que busca presumirse en gestos ambiguamente claros. En vez de posibilidades para la amistad, la obsesión por las respuestas instantáneas muestran algo que nadie puede dar, una falsedad: atención desmedida, que debe ser recíproca. Por otro lado, ¿qué no al compartir lo que debe ser compartido nos vamos haciendo más conocidos, lo cual facilita el surgimiento de la capacidad para sabernos piezas comunes de nuestro ámbito público? Dudo aún que la imagen del entendimiento como un ojo sirva para ilustrar como hay que verlo (con los ojos) todo para saberlo todo.

 

Tacitus

La técnica de los cristales

La técnica de los cristales

He usado anteojos desde hace tanto, y nunca me he preguntado en qué consiste el acto de ver. Claro que, dicho así, parece absurdo. Los anteojos no se hacen para ver mejor, sino para corregir el defecto que impide que veamos y distingamos el mundo de manera adecuada. Nadie puede ver, por ejemplo, una silla de mejor manera. Lo que importa es que distingamos la forma de la silla. La técnica del hombre que hizo mis anteojos no se logró a partir de que él pudiera distinguir las sillas como nadie lo hace. La técnica no reparó mis ojos, sólo les ayudó a evadir la nitidez que se les iba imponiendo como una falta a la normalidad de la visión sana.

Los anteojos son inservibles para los ciegos, como las sillas lo son a los perros. Claro que, con la silla, puedo cumplir muchos más propósitos relacionados con un perro, pero ninguno de ellos le serían realmente benéficos; puedo también usar mis anteojos para imitar a Groucho Marx, sin que ello cumpla el fin principal para el que fueron hechos en principio. Esa cuestión parece interesante. Un mal chiste posmoderno diría que, en el fondo, incluso la técnica es cuestión poética. Claro que es un mal chiste, porque los posmodernos no entienden de lo poético, por creer que todo tiene esa característica. La técnica es poética en el sentido de la producción. No puede haber producción en donde no hay razón. Si la ceguera paulatina, si la imposibilidad de que los objetos tengan una faz borrosa no existiera, mis anteojos no tendrían sentido. El hombre que notó que un par de cristales puede devolver nitidez al mundo sensible para los ojos tuvo el genio, mostrado en un acto tan obvio, de poner unir esos cristales a la órbita ocular, y se lo agradezco.

Pero, ¿qué le agradezco? Tal vez hizo que mi memoria, esa que permaneció antes de mi ceguera paulatina, fuera más perezosa. Quizás apreciaría más el rostro de mi madre si supiera que poco a poco iría desapareciendo de mi vista. Posiblemente sea un mal el leer sin tener que inclinarme a besar las páginas con el párpado para ello; tal vez, con la patencia de mi ceguera, leería vorazmente antes de que la vejez me alcanzase y dejase mis ojos como dejó los de Borges. En todo caso, aún me quedarían mis oídos y demás sentidos para lo que deseara hacer. Tal vez el don de la vista hizo de mí un ser fatuo. No; la fatuidad no es culpa de los sentidos.

Fatuo no es el mundo. De la vista siempre hacen una alegoría con la inteligencia. Prácticamente, hay una semejanza eterna que hay entre la sensación de la figura y la distinción de la forma. Mi inteligencia no sería obstaculizada por la ceguera. Pero tampoco mejoraría por verme ciego de pronto. Hay gente muy sana, que parece no comprender bien las cosas. Incluso yo he tenido que parpadear, con algo de vergüenza por sentirme como aquellos hombres de los que habla Nietzsche en su Zaratustra, al sentir que algo escapa a mi vista. De Dios se dice que, al ver sus creaciones, vio que eran buenas. Del hombre se dice que está hecho a imagen de Él.

En la visión hay algo que nos permite notar que los ojos son meros instrumentos, órganos. La imagen permanece. Además de la imagen, me he dado cuenta que los ojos no me dicen lo que las cosas son. El lenguaje puede hacerlo. Si son instrumentos, quiere decir que no son amos de su propia función. Sirven a algo. No podría distinguir a un perro de un gato si no tuvieran algo que los hace únicos y generales. Eso no me lo pueden decir mis ojos, a pesar del gran trabajo que hacen por mí. Hay algo que me diría, instantáneamente, que se me está engañando si me dicen un cuadrúpedo simpático con cola es lo mismo que un cuadrúpedo con un gigante cuerno en medio de su nariz. No es sólo la palabra; no es la mera imagen.

Claro que quien escribió el Génesis no pensaba que Dios tuviera ojos como los nuestros. Sin embargo, no puedo decir con facilidad si, por ser hechos a imagen de él, la visión sea algo que se nos dio en esa semejanza. Ni en mis sueños, que difícilmente recuerdo, y no por mi defecto de visión, he podido yo crear el mundo. El hombre de ojos malos necesita anteojos simplemente porque fue hecho para ver. Se le dieron instrumentos como muestra de su perfección, no de su imperfección. La técnica de mis anteojos no es necesariamente significado del progreso. Lo bueno de la visión estaba antes de que ellos fueran hechos.

Tacitus

El baile…2a Parte

Y ahí está danzando en el fruto de las sombras, Dannae se acomoda, encaja su ahora sombra-figura en la masa oscura que se distingue solo por el rayo que se asoma por la rendija. Todas bailan ya gozosas, amansadas, siempre parsimoniosas, dispersas… Llega el coro que corroe, recorre y se esparce cuando anda entre ellas, esas voces, cuando se acercan punzantes sobresaltan a las sombras y por eso se asechan toscamente las unas a las otras y el gélido y viejo coro entre suspiro deja escapar al unísono: -¡¡ El miedo!!- las oscilantes danzantes se miran con recelo, el suspiro y el aliento retoman camino y elevan su canto: -¿Quiénes son?- entre murmullos las figuras responden: – ¿Qué sería de la luz sin nosotras? Somos todos, aquí, en una, y en todas por una-

En un baile de sombras todas se sienten una, dejan escapar sollozos de desprecio al sol, a la rendija, al coro. Dolorosas palabras, frívolos instantes. Las sombras se sienten acompañadas cuando se unen todas en una y bailan, sollozan, y el canto se lo dejan al cruel coro que les repite despectivamente su estado. Ellas se precipitan danzantes, hay un dejo de ¿olvido? Dannae se pregunta si realmente se puede olvidar una máscara…La máscara se conjuga con la sombra, siendo sombras las caretas se distinguen siniestras, muecas, ojos vacíos, labios marchitos, cansados, temblorosos; rostros mecánicos, sin palabra.

Dannae ha detenido su baile, por la rendija se asoma de nuevo el rayo de sol, entonces el coro grita:- Razones más, razones menos, ustedes visiones vacías, manifestaciones de un espíritu que se muere a cada paso, a cada suspiro y a cada palabra ajena, en todas se pierde para ser algo entre sueños, inconscientes, pasos pequeños, golpes ínfimos, montañas minúsculas, observan a las cumbres como cercanas, pero son lejanas, ajenas, motivaciones sin fines, acciones pueriles, añadiduras, pretenden tejer redes inmensas, vosotras relajas de su apego a lo irreal, son sueños que se pierde bajo la voz de los más, que pronto se convierten en el todo, una muerte supuesta para aquellas visones de antaño, convicciones que van de la mano con un progreso, indolora pérdida, padecimientos similares. ¡¡Je criée, vous riez!!-

Y su máscara, más humana, que se hincha enfermiza, que se agita entre sombras, esa que acosa, que se aletarga, que se acongoja, ya no grita, solo llora, contemplando el vacío detrás –dentro, fuera-hacia, por, para, de y en ella, con ella, sin poder distinguir…¿quién es el disfraz de quién?

etnatm.