La historia del viaje sin movimiento (3ª parte)

En vez de festejar, el cuantioso grupo de tecnólogos se sumió en un silencio expectante. En el templo, que en esa tan avanzada época era el nombre de lo que para nosotros es un laboratorio, el armatoste que hipotéticamente podía llevar a alguien al pasado estaba programado y listo para una ida, un regreso y una probable destrucción de sus estresados circuitos. Éste había sido un relativamente nuevo descubrimiento arqueológico. La emoción no fue ni cercanamente tanta como en otros tiempos de más ingenuidad; pero hubo un círculo cuantioso de especialistas que entendían la importancia del suceso. Entre estos entendidos, más de uno tenía ya buena reputación sólo por haber estado cerca del lugar en el que el viejo armatoste fue recuperado. Ya había pasado por expertos en autenticidad de piezas de época, curadores, y un grupo de traductores de lo que ya era una lengua muerta transfirieron todos los arcaicos registros, esquemas, dibujos y todo, a palabras comprensibles. ¿Por qué seguían intentando viajar en el tiempo, cuando tantos fracasos habían marcado la absurda e infantil tarea desde hacía generaciones? Nadie sabía bien a bien, era más bien una clase de asentimiento a sus raíces, una prueba del compromiso con la tradición científica que los había llevado desde esos tiempos de tosquedad difusa hasta este momento. Era para ellos una de esas empresas que se admiten como inconsecuentes de dientes para afuera, pero que a la primera sospecha de justificación hacen asentir como si de su persecución se desprendiera toda la nobleza de una bellísima acción. (Bueno, seguro habría muchos honores para los que triunfaran, eso sí). ¿Pero eso era lo que los movía? Los 36 científicos reunidos allí, si acaso tenían algo en común, era más bien una inclinación por curiosear más allá de su época; no tanto por ser recordados en los anales sagrados (los de la historia). Como todo mundo sabía ya, o eso dictaba la sabiduría popular por lo menos, todo el universo funciona de tal modo que estos saltos tramposos fuera del tiempo eran imposibles: el cosmos siempre hallaba un modo de compensar y devolver todo al equilibrio natural. Por eso, se decía, siempre habían fallado los Antiguos en sus intentos de saltos temporales; pero eso había sido hacía tanto que nadie recordaba qué cosas habían salido mal. Este viaje pretendía arreglar ese problema y, de paso, refutar esa imprecisión popular.

Todos tomaron asiento. La maquinaria compleja estaba dispuesta para llegar al momento y lugar aproximados en los que los famosos (por su fracaso) Gublazio y Flántomo habían armado el primer cronoportador registrado. Tenían preparado un discurso en la lengua que allí se hablaba en ese siglo, y uno de ellos había entrenado su pronunciación. Otro estaba listo para entregar un paquete de diagramas y gráficos (lo más elementales e introductorios que pudieron hacerlos) a los doctores. La discusión ahora se centraba más bien en si hacer contacto con los Antiguos cambiaría o no eventos importantes en el lejano futuro. En esta ocasión, hasta un cálculo sobre dónde debería estar la Tierra en ese entonces había sido considerado. Así, los tecnólogos podrían tomar nota de todos los detalles de todos los errores, y hacer lo necesario para corregir cualquiera. O, por lo menos, para preparar el camino para que otros pudieran lograr en el futuro lo que había sido tildado de imposible. Era el momento. En un destello parecido al del relámpago, aparecieron los 36 foráneos en la Tierra hacía muchos siglos, profundamente sorprendidos. Contra todo pronóstico, lo habían conseguido. Todo se veía diferente. Un sólo edificio a lo lejos había bastado para abrir sus bocas con la sorpresa del niño asombrado. Incluso los colores de las cosas en ese entonces les pareció distinto al de su época. Desafortunadamente, no fue la sorpresa del viaje exitoso lo que los embargó la mayor parte de su breve visita, sino una mucho más desagradable. Entre desesperadas bocanadas, los científicos tuvieron un intercambio de miradas aterradas que ensayaba a velocidades casi inhumanas muchísimas hipótesis sobre lo que estaba pasándoles: tuvieron ocurrencias desde aquellas cuyas matemáticas las hubieran hecho incomprensibles a la lengua popular, hasta las más mundanas, como que había cambiado la presión atmosférica de la Tierra, o la composición del aire era significativamente distinta, o la contaminación era excesiva en este punto. Muchas otras cosas pensaron mientras caían al piso como pescados, con la súbita comprensión de que ninguno de ellos podía respirar el aire en ese tiempo.

Contra toda probabilidad, los restos nunca fueron encontrados. Quizá para bien, porque su hallazgo quizá habría ocasionado que el flujo de los eventos fuera bastante diferente y, tal vez, eso habría impedido que estos 36 triunfadores consiguieran lo que con tanta insistencia había sido descalificado por la mayoría de la gente sensible en el curso de los años.

Áglafo en Tossos

En la pequeña ciudad remota de Tossos, hay al Norte una plaza construida al rededor de un túmulo. Pocos son los que la frecuentan hoy aunque los haces redondeados de sus escalones sugieran que hubo alguna vez gran algarabía nutriéndola, circundando aquella silueta que uno podría confundir fácilmente con una efigie al visitarla sin atención. Cubierta del quemante Sol por palmeras de quién sabe cuántos años y por las paredes de los que fueron los palacios de jeques y señores, su perfil saliente de dura piedra ocre en la que se transformó la tierra acumulada, aún parece mirar a lo lejos intentando recordar lo que perdió. Avizora hacia las casas más bajas en la hondonada, y aun más allá, detrás de las fronteras donde se plantan los muros aturquesados que resguardaron antes de las fieras tormentas de arena. Avizora lo que perdió como quien tira una línea de pesca demasiado larga. La altura a la que está el monumento disfraza la patética pequeñez del hombre de piedra. Áglafo se llamó, dice la inscripción, y cuenta su historia. Éste, dice, no es un hombre esculpido, no es de roca ni de mármol ni de ninguna substancia terrena que no haya sido antes carne; éste es Áglafo, petrificado. Sus ojos no son de cal, sino del vidrio humano y sus duros labios no fueron hendidos por ningún instrumento. Sus dioses, sigue contando la placa oxidada, supieron que deseaba más que ninguna cosa, más que amores o placeres o alabanzas, gobernar sobre las tierras de todos los hombres en el mundo, aquí y cruzando los océanos y escalando las montañas; así que concedieron que tuviera bajo su dominio todo sobre lo que los mortales pudieran posar sus pies. Toda casa, todo palacio, todo camino, todo bajel, todo de pronto fue suyo. Abismado por su pequeñez, siguen las letras grabadas, Áglafo se paró en el punto más alto de Tossos y nunca más descendió, tratando día y noche de abarcar con la vista todo su reino. Mientras más miraba, más cosas podía imaginar que no alcanzaba a ver, y apretaba la vista por encontrarlas todas. Su esfuerzo nunca cesó y aún hoy continúa, más de mil años después, petrificado y admirando en su suplicio que él es dueño de absolutamente todas las cosas del mundo.

Recuerdo de Tlatsautla

Cuando me bajé del tren y miré los maizales secos por el reciente frío, haciendo un contraste bien fuerte con el cielo añil de una noche muy joven, me congelé entero. Sí hacía fresco, como aquella otra vez, pero no fue eso. Fue una conmoción seguida de parálisis, nomás que sin el desagradable malestar que antecede a los ataques de la cabeza o el corazón; más bien fue como cuando se revive de súbito el sabor de un beso de juventud, fue el golpe de un hondo recuerdo que no me permitió moverme.

He de haber estado muy chico, y los insectos entre la vegetación sonaban igual o más duro que hoy, con una cantaleta que no significa nada para ellos como para nosotros. Ellos nunca recordarían algún otro día que sonara así. Yo pensé entonces que nos querían fuera y que por eso gritaban así. Mis tres hermanas y yo estábamos viajando con mi padre, y mi madre nos alcanzaría después, me habían dicho. No logro recordar cuál fue la última vez que la vi, pero supongo que estábamos en el patio metiendo la herramienta en la bolsa que se llevaba mi viejo justo antes de salir. Me acuerdo más o menos del apuro, de las groserías y los acicates para que nos moviéramos rápido, es más, me acuerdo medio difusamente de los ruidos aparatosos del tren y sus grandes maderos en los muros de algunos vagones; pero lo que más recuerdo del viaje es este extraño sentimiento al haberme bajado, al ver el maizal, de que todo estaba atrás. Me imagino que el astronauta de espaldas al mundo ha de sentir algo semejante con las estrellas menudísimas enfrente y la vida completa mirándole la nuca, él tan sólo pudiendo sospechar que sigue allí. Así miré la tierra levantada por los aironazos que llevaba lejos, lejos hacia el contrario del sentido de las vías, a donde estaba toda la vida y todas las personas y todas las cosas buenas y malas, atrás.

Ahora lo recordaba, pero no lo volví a sentir; no exactamente así. Esa noche habíamos escapado de Tlatsautla porque mi padre acuchilló a un hombre que había aumentado injustamente una deuda que se le tenía, y que había querido amedrentarnos con una pistola falsa –o eso me habían dicho. Yo no sabía eso entonces, pero sí se conoce en el mutismo de los familiares que algo no anda bien y que no se arregla con palabras, como cuando se incendia la maleza. Nunca estuve seguro de si mi padre supo que lo que había hecho había sido un crimen o si lo consideraba justicia; yo sabía muy poco. Esa noche tenía las manos sucias y no quería llevármelas a los ojos, de eso me acuerdo bien. La sombra de la hazaña nos persiguió a otros dos pueblos, pero no hubo en sus llegadas otro momento semejante; así como sé que regresar acá tampoco es igual: los trenes ahora no suenan como sonaba aquél, los que fueron ancianos ahora descansan en paz, los niños no juegan los mismos juegos ni llaman igual a las cosas, ni están los campos andados por los mismos pies que en ese entonces. Pero de todos modos lo mismo puede mostrarse de muchas maneras. Hoy que miro este mismo manto frío sé que el mundo que sentí de espaldas aquella noche lo tengo hoy bien al frente, y nomás espero que mañana que amanezca, ahora sí tenga tiempo de darme una vuelta o dos para conocer bien los alrededores y a su gente.

La historia del viaje sin movimiento (2ª parte)

Habían pasado muchos años desde que se intentó viajar al pasado con el invento que todos consideraron el mejor de todo el siglo XXII, hasta que fracasó terriblemente y entonces lo consideraron el más caro, superfluo y peor invento de todos los tiempos (más aún que el esponjaalmohadas eléctrico). En realidad, el viaje no había sido un completo desperdicio, pues al haber conseguido transportar al siglo XII a los dos infortunados científicos se sabía por lo menos que la vuelta a su tiempo era, por alguna razón u otra, imposible. Claro, los investigadores modernos no tenían idea de que los viajeros se habían perdido en el espacio sideral, pero tenían una idea bastante aproximada de qué podía haber pasado. No fue sino hasta que el Señor Richard Douvalieoaux (que en el francés de ese entonces se pronunciaba Rish Duvlió) visitó a los científicos responsables del depuesto proyecto que el interés por los viajes temporales se reavivó.

Se habían publicado los resultados del fiasco cuántico en su momento, y fue por ellos que el caballero Duvlió pudo aportar mucho a las investigaciones temporales. Resulta que su familia había sido desde la época renacentista poseedora de una de las piezas de museo más exóticas y controvertidas del mundo: una carcasa metálica incomprensible que había caído del cielo, supuestamente, y que era conocida como el Ditale di Dio. Esta adinerada familia había poseído por tantos años el artefacto, que ya se consideraba tan sólo una curiosidad de la obscuridad histórica, si bien era hartamente recurrida por los fanáticos de lo misterioso, junto con las pirámides egipcias que nadie sabía cómo habían construido. En la comparación del ancestral objeto con las fotografías de la máquina del tiempo, ahora podía asegurarse que se trataba de la misma cosa exactamente. Y, efectivamente, después de haber hecho algunos cientos de cálculos y pruebas, los científicos llegaron a explicar una posible trayectoria de la máquina, lentamente atraída por el campo gravitacional de la Tierra después de tres siglos de graciosa levitación (si cuando cayó los cuerpos de sus tripulantes estaban o no allí, gracias al Cielo nunca se supo).

Así fue como el brío del experimento resurgió, claro que con muchos más cuidados y disposiciones legislativas. Sin embargo, el hallazgo que más fascinó a todos los físicos del momento fue la constancia de que el evento había transformado la historia como la conocían, teoría que por mucho tiempo se había discutido sin ninguna salida satisfactoria a sus paradojas (que seguían sin resolverse, por cierto). No podían imaginarse un mundo en el que el famosísimo Ditale di Dio no fuera famosísimo. Entonces, si querían corroborar estos cambios en la historia, tenían por fuerza que probarlos con algún proyecto mucho más conservador. “Tanta soberbia había perdido a la generación anterior de científicos”, pensaba la nueva generación. Habiendo intentado resolver el problema de la falta de movimiento de translación de la nueva máquina del tiempo con unos propulsores, estaban listos. Discutieron mucho sobre un momento histórico que pudieran usar, más o menos reciente para que la Tierra no estuviera tan lejos de su lugar actual, que les permitiera hacer un cambio que pudieran notar sin alterar demasiado los eventos registrados, de modo que tuvieran la seguridad de que viajar al pasado cambiaba lo ocurrido hasta el presente.

Viajar en el tiempo y aparecer en medio del público ocasionaría pánico, pero hacerlo fuera de la vista de todos los dejaría sin pruebas concretas, y por más vueltas que le dieran al asunto, ambos lados del problema parecían irreconciliables. Hasta que una joven mente emprendedora tuvo una idea magnífica: lo más prudente era tomar un suceso del siglo XX, cerca de los cuarentas, en el que un presunto platillo volador había caído cerca de una granja, y aprovecharse de él para reproducirlo. Aplaudieron la ocurrencia hasta cansarse. Mandarían a esa época, y sin tripulantes, a la máquina disfrazada tal como se supone que fue el objeto que cayó del cielo; de modo tal, que ahora fueran dos los cuerpos venidos desde la atmósfera en ese mismo sitio. Con un libro de historia ufológica a la mano, se cerciorarían de lo sucedido: si la nota no cambiaba al momento de iniciar el viaje, el proyecto habría fracasado. Pero si cambiaba, entonces todos los errores anteriores se corregirían. Por fin un dato de conocimiento positivo sobre el viaje en el tiempo llegaría a las ávidas manos de los físicos.

Muy atentos del texto del libro, grabando cada segundo de todo al rededor, cuidadosos de todos los detalles, los científicos intentaron el segundo viaje en el tiempo. Todas las precauciones habían sido pocas. La réplica exacta del objeto volador no identificado que cayó en tierras estadounidenses se cronoportó (así le decían ahora) a Julio de 1947. Sin embargo, la decepción del fracaso los embargó una vez más. Todas sus esperanzas se esfumaron mientras miraban las líneas del libro estáticas, sin ninguna modificación, todo exactamente como sabían que estaba desde antes del viaje, relatando la caída de sólo dos objetos celestes, como era bien sabido, aquellos que tanto revuelo causaron y que seguramente eran sólo satélites del gobierno o alguna otra cosa sin relevancia.

 

La historia del viaje sin movimiento

El Dr. Gublazio, muy emocionado, se metió por fin a la cápsula. El trabajo de toda su vida iba a poder corroborarse por fin, iba a poder tener pruebas, sustento en la experiencia, verdad. Él era historiador y arqueólogo. El sitio tenía un olor muy parecido al de los carros nuevos recién abiertos, y sus asientos eran aún más cómodos. Páneles de todo tipo hacían evocar las viejas películas de ciencia ficción en las que todo brillaba y cientos de ininteligibles proyecciones bailaban frente a los protagonistas mientras ellos las movían sin razón en todas direcciones. El Dr. Gublazio sonrió y repasó en voz muy baja su pronunciación dudosa del español del siglo XII. No iba solo. Su acompañante, otro doctor pero joven y recién doctorado llamado Flántomo, con su despeinada cabellera y su cuello de jirafa entró también en el novísimo artefacto con los verdes ojos destellando impaciencia. Se veían curiosos los dos sentados allí, el más anciano muy pequeño, calvo y orejón viendo sus zapatos y repitiendo frases incomprensibles en un murmullo como un rezo; y el joven alto de nariz groseramente ganchuda volteando a todas partes para no perderse nada, en un silencio forzado por el sentimiento. Así, habían entrado a la vaina los dos primeros viajeros en el tiempo, y estaban listos para que el aparato los llevara a un pasado del que sabían muy poco.

Meses atrás, mientras planeaban el viaje los más altos científicos del mundo, habían discutido horas, días, y semanas qué lugar sería mejor visitar con la máquina del tiempo. Se preguntaban qué época era más importante mirar con los propios ojos, de dónde podrían aprender más. Inmediatamente surgieron los problemas porque todos los destinos tenían defensores con razones huecas y detractores armados de calumnias y falacias. Unos querían ir al tiempo antes de la humanidad para admirar a los animalitos que en ese entonces eran animalotes; otros, que opinaban que eso era el puro suicidio, querían visitar la época del Egipto antiguo para saber por fin cómo diablos habían construido las pirámides; los que dijeron que los egipcios eran genocidas esclavistas imperdonables querían hacer expediciones para admirar el Arca de la Alianza y la Mesa de Salomón; uno por allí quería conocer al Rey Gilgamesh, otro al Rey Arturo, del que expresó querer escuchar a Homero se rieron por no saber que Homero fueron muchos poetas cuyos nombres desconocen, y uno menos soñador tenía ganas de platicar con Napoleón; se dijo que el siglo XV estaba muy cerca para que valiera la pena, que la Atenas de Sócrates la conocíamos suficientemente bien por los libros (y que era un ambiente muy “libertino” para nuestra civilización), que lo que no habíamos visto ya de los prehispánicos era cómo hacían pozole de humano y venta de esposas entre parientes. Total, que entre la acalorada discusión se decidió que lo único prudente era construir una ruleta dividida en veinte partes, desde el siglo VI antes de Cristo hasta el XIV después de él, y se giró para que la suerte decidiera. Así fue como el Dr. Gublazio y el Dr. Flántomo, expertos en la Plena Edad Media, fueron designados como los más pertinentes para hacer una investigación de campo con ayuda de la nueva y brillante máquina del tiempo.

Los ánimos en la comunidad científica despegaron a tal altura que faltaba poco para que aplaudieran. La cápsula resplandeció con su extraña energía mientras su motor hacía maravillas cuánticas, y en un instante hizo al aire reventar al adaptarse cuan rápido pudiera al espacio en el que faltaba el aparato que segundos antes estuvo allí. El salto al pasado se había completado. Dos hombres del siglo XXII habían logrado llegar al 01 de Enero del año 1100 d. C. Los que se quedaron esperaron que sus exploradores regresaran con copiosas fotografías, videos, bitácoras y testimonios, quizá hasta con algún invitado; pero nunca volvieron. Y es que olvidaron los expertos ingenieros y físicos un detalle muy zonzo: que una máquina del tiempo no es también una máquina del espacio. Los dos científicos llegaron al Medievo al instante, pero llegaron al mismo exacto lugar del Cosmos en el que estaban en su propio siglo, y por infortunio o por simple probabilidad, el planeta Tierra no estaba en el mismo lugar en ese entonces. Pudo ser peor, podrían haber aparecido dentro del mar profundo o dentro de una montaña; así, por lo menos, miraron las estrellas mucho más bellas que lo que se veían en su mundo de domos y humo antes de que el espacio exterior hiciera de las suyas, y el proyecto fuera abandonado por varias décadas más.

Proverbio

Para el Principito, que partió de viaje sin su adorada flor.

«Sólo se echa de menos lo que ya se ha tenido.»

 Hiro postal

Sororial despedida

Para el “Flaco”, no el de Úbeda, que hoy vuela dejando el nido.

Incontables fueron las veces en las que deseé que se fuera lejos, muy lejos de mí. En verdad creía que el día que lo hiciera yo no podría ser más feliz: no más peleas ni insultos, no más malas caras ni gritos, no más corajes a lo bruto. No conforme con eso, también llegué a pensar que todo habría sido mejor para mí si, en primer lugar, él no hubiera irrumpido en mi vida como lo hizo. Y lo que es más: un día, hace no mucho, en un arranque de cólera, deseé que él no hubiera existido jamás y entonces me predijo una molesta, pero sabia voz que más temprano que tarde habría de arrepentirme de haber proferido esas palabras. Yo no le creí…

¡Cuánta razón tenía! Pues hoy veo a la profecía cumplirse: hoy me arrepiento por haber concebido todos aquellos pensamientos venenosos, por haber deseado con tanta mezquindad que mi hermano se marchara, tan pronto y tan lejos como pudiera. Hoy veo mi deseo hecho realidad y ya no lo quiero. Por fin mi hermano se marcha y me deja atrás, vuela hacia la que será su nueva vida de ahora en adelante y no me queda más opción que tragarme mis palabras, todas y cada una de ellas, porque no quiero que se vaya y me deje sola con su ausencia, porque ya no quiero decirle adiós.

Hoy sólo me embarga esta sensación de que dejé que se me escaparan los años como agua entre las manos y que vano es mi arrepentimiento porque no habré de recuperarlos jamás. Por eso ahora mi deseo es distinto y ojalá que Augusto vuele alto y llegue lejos, pero que lo haga pleno y feliz. Buen viaje, hermano.

Hiro postal