Pretensión

Creer que se puede construir el reino de los cielos en este mundo mediante una equitativa repartición de riquezas, creyendo en la bondad original de quienes han sido desposeídos y suponiendo que la realidad se puede transformar mediante palabras y decretos, es algo propio de ilusos e idealistas.

La ilusión consiste en pensar que la materialidad llena el alma, que los recursos materiales con los que se cuenta para llenar a todos son ilimitados y que la virtud nace de los despojos accidentales, porque no es lo mismo dejar todo a ser privado de los bienes materiales.

Además la idea de que todo se puede modificar al hablar mucho y decretar más coloca a la palabra del hombre al mismo nivel de la palabra de Dios, de modo que no es de extrañar la presencia en el mundo de seres parlanchines que se pretenden salvadores del hombre, casi dioses y por tanto dignos de adoración y flores carentes de la espina de la crítica.

Maigo

¿Virtud por contagio?

Suponer que las virtudes de un gobernante terminarán contagiando al pueblo, como para que éste se convierta en un ser virtuoso, es una idea propia de las monarquías absolutas: si el rey es virtuoso sus allegados lo serán, aunque gusten de inclinarse al vicio, si el rey es vicioso, sus allegados lo serán aunque su alma busque la virtud y el bien, la comprensión sobre la virtud y el vicio no es tan simple.

Pensar que la virtud y el vicio se contagian, ya supone un problema que se debe atender con cuidado, incluso pensar que los virtuosos sólo conviven con los virtuosos y que los viciosos lo hacen de igual manera implica un problema bastante amplio de tratar.

Luis XIV de Francia, aquel monarca ilustre que se atrevió a igualar al estado con su persona, hizo de su vida cotidiana un espectáculo que debía ser atendido por toda la corte.

El uso de pelucas y accesorios que adornaran al monarca, quien sin miedo  se equiparaba en los cuadros con el dios Apolo, se volvió corriente en el palacio que estaba construyendo en medio de las tierras que ahora son jardines, cabe señalar que  sufrientes por la carencia constante de agua.

La moda se impuso, al grado que hasta las cirugías a las que debía someterse el monarca se volvieron solemnidades, pero la capacidad de éste para soportar el dolor no aportó a la educación que esperaba recibieran aquellos por los que se rodeaba. Los cortesanos no soportarían dolores emulando a los monarcas cuando ya bastante sufrían a causa de sus ideas raras.

La moda se impuso, pero la virtud se perdió entre espejos, cristales, fuentes sin agua, jardines y danzas. El tiempo fue pasando y lo que el propio rey consideró virtuoso se perdió entre deudas y cabezas empolvadas, muchas de ellas cayendo bajo los regímenes más terroríficos, que de la carencia de libertad se sacan.

El rey absoluto pensó que sus virtudes serían admiradas y copiadas, el problema es que sus virtudes, si acaso las tuvo, se confundieron con modas por los ricos adoptadas.

Un rey absoluto considera que si se levanta a cierta hora todos los días, y todos lo emulan, contagiará de virtudes a todos los que amodorrados persiguen sus pasos para ver cómo se caen promesas y sueños después de caminar por los páramos yermos de certeza, y terminar más perdidos que ciertos discípulos de Protágoras.

 

Maigo.

Los excesos de la moral

Nada tan característico de los moralinos de Twitter que su odio a la intemperante reflexión. Lo políticamente incorrecto debe ser el blanco al cual deben apuntar todas las flechas. Las dianas, tan cambiantes como carentes de fijeza, son borrosas; los arqueros presumen su ceguera. La moderación del odio es un crimen. El odio de los tuiteros debe entrelazarse en el músculo gigantesco llamado tendencia. La ausencia del flamante y tendencioso espectáculo no es considerado incorrecto, al menos no todavía. Pero el ausente suele quedar relegado de la conversación en la que participan todos.

Ningún ensayo del primer libro de los escritos de Montaigne está tan remarcado por una exagerada ironía como el número XXX que versa sobre la moderación. El texto puede dividirse en tres partes: la exageración, malformación, de la moderación; el castigo como el mejor remedio a los males; y el dolor como el punto más alto de la existencia humana, pues el placer es divino. ¿Todo exceso es perjudicial? El hombre que busca afanosamente la justicia, según la primera parte, podría ser perjudicial para la sociedad, pues ¿cómo asegurarnos que no esté buscando venganza? Pero semejar venganza con justicia, pese a la hermandad de ambas, resulta excesivo, pues la primera tiene como base un sentimiento personal, egoísta, la segunda involucra a la comunidad. El sentimiento de indignación es el que ha de moderarse, no la conducción que se le da a dicho sentimiento. De manera semejante, no hay filosofía o teología sin exceso de reflexión. La tercera parte de la primer parte del ensayo, que habla sobre el matrimonio, nos exhibe, con lo ejemplos más exagerados, que el matrimonio requiere de excesos entre la pareja para que se sostenga. En la segunda parte, el maestro de los ensayistas modernos nos mezcla remedio con castigo; el castigo nunca se nos presenta como aquello que podría reconvenir la salud moral, pero sin esa posibilidad el castigo sólo sirve para que el castigado ya no desobedezca las leyes de la ciudad o para quien imponga esas leyes. Lo doloroso no siempre es bueno; lo placentero no debe ser necesariamente malo. No sólo se aprende padeciendo dolor. Por ello, la finalidad de la experiencia humana no debe vincularse siempre a padecer; es decir, si la moderación nos ayuda a ser felices al no desbordar nuestras pasiones hasta volverlas destructivas, eso no quiere decir que para que seamos felices debamos sufrir en todo momento o que sólo podremos ser felices si sufrimos la mayor parte de nuestra vida. El extremo de este argumento es que sólo el que se sacrifica, como a los que les arrancaban el corazón como ofrenda a los dioses, es feliz; sólo sería feliz quien se entregara al todo.

Todo moralismo siempre es una simplificación de la moderación.

Yaddir

Reflexión auditiva

Al escuchar por casualidad varios corridos, de esos que datan de la Revolución y llegan hasta los que cantan las loas de quienes se ocupan del tráfico recordé que Aristóteles dice al inicio de la Ética a Nicómaco que toda acción tiende a un bien, y con ello señala que nadie hace algo pensando en que se hará daño al hacerlo: las malas acciones provienen de malos juicios respecto a la idea de lo bueno, y esos juicios errados son efecto de la ignorancia que tenemos respecto al bien, la cual nos es propia en tanto que somos incapaces de ver plenamente los efectos de todas y cada una de nuestras acciones. Somos seres limitados y finitos, y nuestra posibiliad de ser buenos también lo es.

Nuestro modo de ser, con límites y con fines, nos permite apreciar las dificultades que hay para llevar una vida virtuosa. No es fácil ser bueno, no sólo porque serlo implica un trabajo que parece abandonado por muchos y tomado en serio por muy pocos, sino porque el conocimiento de lo que es bueno no siempre se tiene a la mano, de modo que resulta muy fácil errar en el camino, en especial cuando el camino se desdibuja en medio de la exaltación del vicio y del desprecio por la virtud.

Si por vicio entendemos el exceso o el defecto respecto a la acción, y con esta consideración juzgamos lo que se enaltece en el medio en el que vivimos, se evidencia que hemos errado el camino, pues por todas partes vemos cómo es que lo bueno es el exceso y lo denesnable es la moderación, exageramos las potencias de los sentidos, y los complacemos o los torturamos según sea el caso, ya sea para mostrar que podemos acceder a lo placentero con facilidad o para saber que aguantamos más que los demás, si es que de sufrimiento se trata.

Nos complacemos o sufrimos, casi siempre a voluntad, pensando en que nuestros actos son justificados por una idea de bueno, que en caso de ser errada nos libra de ciertas responsabilidades por causa de nuestra ignorancia. No vemos que la ignorancia no borra la necesidad de responder por lo que hacemos, así como tampoco vemos que los primeros a los que hay que responder por nuestros actos es a nosotros mismos, conocedores de lo que nos mueve y lo que nos detiene.

Este acto reflexivo de dar cuenta de lo que hacemos nos convierte en jueces de miarada implacable y verdugos constantes, en especial cuando vemos que las obras realizadas han sido injustas y malvadas, y que las amistades formadas con base en esas obras sólo han sido encuentros casuales y de conveniencia, mismos que han acompañado al otro a ser malvado y mezquino, al igual que nosotros.

Maigo.

No te miento

«No te miento», dicho por una persona sumergida en conversación con su cuate, mientras viajan en un tren del Metro de la Ciudad de México, es tan cotidiano como tropezarse. Es una muletilla, en realidad, o se hace muletilla pronto. Naturalmente uno la sigue con detalles escandalosos, increíbles, o sumamente cómicos en el clímax de la anécdota, porque lo que viene después de esa introducción ya se pintó con los colores de lo que, por inusitado, probablemente se tildará de mentira; se impregnó del aroma que azuza la curiosidad por esas cosas verdaderas que son también de lo más inverosímiles. Que se use tanto podría explicarlo que, como dice Agatón, es muy probable que pasen muchas cosas improbables. La frase, pues, sirve para dar muy buenos énfasis, o por lo menos me imagino que así empieza a ser usada, con algo semejante a «no te miento: dos horas sin detenerse balbuceando estupideces ¡y todos los que lo rodeaban asentían en cada oportunidad!» o «había más de tres mil quejas en su contra, muchas oficialmente corroboradas, hasta habían iniciado procesos penales, ¡y aun así ahora es representante de…». Cosas por el estilo.

Y como decía, se hace muletilla pronto. En varias conversaciones aparece quien invoca esta clase de juramento de sinceridad, «no te miento» o su variante más dramática «no te voy a mentir», tan sólo para ganar un respiro y no tropezar sus sílabas. Esto, fuera de serle molesto a algunas personas especialmente quisquillosas y quejumbrosas, no parece más ofensivo que una manía. Me refiero, por ejemplo, a quien parpadea furiosamente mientras habla, como si sus ojos estuvieran escribiendo con una clase arcana de taquigrafía; o a quien no puede evitar entre frase y frase retraer los cachetes haciendo involuntariamente una mueca engañosamente parecida a la sonrisa; y de ninguno pensamos que merezca reproche por ello. Tan sólo de lejos me atrevo a señalar el extraño tejido de causas que podrían desembocar en que estos movimientos repetitivos, ya tan involuntarios como la respiración o la digestión, lleguen a arraigarse en la vida de alguien. Probablemente el primer movimiento fue voluntario, no lo sé, y tal vez la imitación de éste, repetida un sinnúmero de veces, hace que la imitación se transforme, de ser obvia a ser transparente, invisible. O –e insisto: no quiero ni asomarme al fondo tenebroso en el que quizá haya una explicación bastante de los tics y las compulsiones–, tal vez, por un deseo ferviente de expresar algo que no se pudo completar bien, repitiéndose muchas veces, se asila en el alma el movimiento que sólo recuerda vagamente alguna intención ya ocultada por la rutina. Ocurre lentamente, como cuando cambia el curso de un río, que el continuo empuje del agua por donde al principio no hay camino, termina por hacer uno. En cualquier caso, la recurrencia acaba por disfrazar estas acciones de plena normalidad. Otras transformaciones semejantes nos ocurren con las posturas de la espalda, la manera de sentarnos, el modo de asir objetos, en fin: termina por grabarse tanto nuestro modo de hacer las cosas y de estar, que al que le hacen la observación sobre su mala posición suele sentirse más incómodo con la forma correcta que con su propia chuecura.

Las muletillas a veces pueden ser casos como éstos. En algún sentido, nosotros somos nuestras piernas, nuestras manos, nuestros ojos: la forma en la que ocurre el anquilosamiento gradual de sus movimientos se debe a lo que nosotros hemos hecho, a lo que hemos sido con todos nuestros hábitos, costumbres y carácter. Obviamente no me refiero aquí a accidentes o a enfermedades, sino a lo que interpretamos como el curso normal de las cosas. El modo de caminar cotidiano de alguien es también la expresión de cómo ha caminado toda su vida, así como también la manera en la que agita la cabeza cuando enfáticamente niega algo muestra cómo ha estado negando, toda su vida, cuando rebate. Y cuando hablamos, también enseñamos quiénes hemos sido. «Costumbre» es una palabra muy problemática, pero digamos en el sentido más acostumbrado de «acostumbrar», que nos acostumbramos a nosotros mismos tanto por los modos en los que actuamos como por las acciones que elegimos. ¿Y qué acción es más predominante entre las personas, por lo común, que hablar? También nos acostumbramos en nuestra voz a decir ciertas cosas, a decirlas en unas maneras –si bien personales– recurrentes hasta la transparencia. Caminamos y conversamos, cada quien a su muy peculiar paso; y así como ya es casi imposible dejar de cojear para el que toda su vida dobló mal las rodillas, también el que enchueca las palabras no puede mucho más que seguir deformando el habla.

Sin embargo, una cosa es tartamudear, farfullar, balbucir, y demás; y otra cosa enviciar el lenguaje. Al igual que con las manías, éstos primeros son defectos que parecen merecer más nuestra compasión que nuestro reproche. Hay quienes dicen «no te miento» como el tartamudo dice dos o tres veces una misma sílaba, y porque cayó en suerte que ésta les fue conveniente y no otra frase (como «dice: no, dice» o «lo que viene siendo»); pero hay para quienes «no te miento» es la expresión de la costumbre de mentir. Aunque no lo destaquemos mucho, en verdad hay una diversidad grandísima de placeres en la conversación, así que también hay profusas direcciones a las que puede inclinarse el gusto de un hablante. Es probable que lo que más complazca a alguien mientras platica sea también lo que más repetidamente haga, cuando tiene oportunidad. Es fácil notar diferencias extremas: hay a quien le gusta demasiado su propia voz, el tímido que se complace mientras todos los demás hablan, a quien le encantan las discusiones veloces, al que goza con la calma de elegir muy precisamente cada pedacito de palabra, etcétera. Algo dulce de hablar con un amigo es que uno ya sabe cómo se escucha y lo disfruta. Por la misma causa (aunque en un curso distinto), hay quienes se deleitan más que en otra cosa recibiendo respuestas que indiquen que se les cree. Un asentimiento ajeno es para ellos como el agua fresca para un rabioso. Esto tiene algo de justificación: solemos apreciar la verdad cuando alguien más pretende hablarnos sinceramente, y entonces también nos gusta ver que los demás piensan que estamos siendo sinceros con ellos. El problema resalta apenas pensamos que no hay modo humano de convencer a todo tipo de persona de todo tipo de cosa. No existe manera, fuera de la vida ermitaña, de evitar encontrarnos con quienes serán (intransigentes o con buenas razones) contrarios a lo que queremos decirles. Quien prefiera ser sincero (intransigente o con buenas razones) seguramente tendrá que aguantar el sinsabor de enfrentar a quien no le cree. Quien, por otro lado, prefiere que se le vea siempre como quien dice la verdad, en cualquier contexto, dirá lo que sea. Seguramente se volverá muy hábil para juzgar qué quiere cada quien escuchar, como se dice por ahí que el cocinero debe ser juez de lo que más place a la lengua y no de lo que mejor nutre.

«No te miento» deja de ser una frase para estas personas, y se convierte más bien en una herramienta. Es un tipo de cuña o llave maestra. El que escucha a alguien así participa de todos los gestos que le conducen a acceder a lo que se le dice (que, claro, era lo que quería escuchar), y en ello aparece una excelente constatación de que están ambos de acuerdo en lo que opinan. Que este hábil sacasonrisas asegure en todo momento que no le va a mentir muestra que está acostumbrado a hablar de este modo. Exagerando un poco con una dramatización, él está diciendo: «lo que estás por escuchar, tengo que decirlo porque es verdad, aunque sé que es muy difícil que la gente lo acepte»; y cuando el que oye eso, después constata lo que él mismo pensaba, concluye: «¡qué maravilla! ¡Yo tenía razón contra toda probabilidad!». Para muchos descuidados, una idiotez escuchada en otro lado toma la forma de verdad. De pronto todo está patas arriba: la manifestación de nuestro gusto por ser testigos de quien habla con verdad es precisamente la que el simulador aprovecha para fingir en todo sitio y aprobando cualquier sinrazón, que nadie hay más honesto que él; la apariencia del más sincero, el que siempre está dispuesto a decir las verdades más duras, el único que en todos los círculos puede enfrentar la realidad con las palabras correctas, y toda la agradable reputación admirable que gana con ello (cosa que fue el principio de su costumbre) la amasa y persigue el que más acostumbrado está a mentir. Por supuesto, la muletilla es sólo una marca de la costumbre. Muchos tienen otras y no sólo expresadas por la lengua, también en los gestos y en toda la complicada urdimbre de movimientos que usamos para hablar. La disposición a hablar asegurando decir toda la verdad, se diga lo que se diga, se vuelve señal de una supuesta futilidad en la conversación y termina por destruir todas las bases de la confianza en la palabra.

Algunas muletillas1 sólo son invisibles para el que se recarga en ellas, mientras que resaltan a los demás; pero otras se hacinan tanto en nuestra vida pública que empiezan a translucir para todos. Horas después de estar en un cuarto ahumado por cigarros uno ya no nota el humo. Hace falta mucha fuerza y cuidado para volver a resaltar una muletilla que por imitación tras imitación ha empezado a parecer tan genuina como la constancia de la naturaleza. La conversación torcida del que no tiene voz más que para darse el placer de lucir una simulada excelencia, en nuestra sociedad de competencias y progresos, es tan abundante que da la apariencia de ser toda forma posible de diálogo. Obviamente, esto sería de lo más descorazonador para el que, pensando un poco, razonara que entonces el diálogo es imposible y toda palabra es o erística o paliativa. Sin embargo, esto es falso; o cuando menos, es una conclusión sacada erróneamente. Por más inverosímil que nos parezca, por los modos en los que nos hemos acostumbrado a vivir, la disposición a conversar diciendo la verdad o admitiendo la equivocación es el principio por el que todavía nos es posible darnos cuenta de que frases como «no te miento» son deformaciones del diálogo. No es verdad que nos reunamos a hablar creyendo con toda seriedad que todo lo dicho será mentira, a menos que haya alguna cláusula especial que indique lo contrario. Ni tampoco lo es que estemos tan indefensos ante las palabras de los demás, que no podamos por nosotros mismos intentar constatar si lo dicho es, o no, cierto. Lo natural no es que nos engañemos; tal vez lo es que nos equivoquemos (y para nada son lo mismo). Después de todo, nadie en quien confiemos y que de verdad quiera hablar con nosotros necesita recordarnos que, en esto que está por decir, no nos va a mentir.


1 Dicho de paso: muletilla, etimológicamente, es algo así como un doble diminutivo. Primero, muleta viene de pensar en una mula pequeña, para nombrar la herramienta que da alivio o apoyo para quien no puede andar bien, como si ésta lo llevara a cuestas. Y después, muletilla es también diminutivo, de muleta. Es como si el eufemismo se hubiera quedado corto y necesitáramos un eufemismo del eufemismo para no decir, con todas sus letras, que nos apoyamos en estas acostumbradas palabras como quien en vez de caminar solo, requiere que lo lleve cargando una mula.

La ciudad es una bestia

La ciudad es una bestia,
inhalando y exhalando
sus respiros de carbón,
sus bocados de aire limpio,
sus soplidos azufrosos,
y su aliento fresco y suave
por su centenar de bocas,
con la pausa del cansancio
y la ansiedad del pecador.
No termina y no termina
de moverse a todos lados
con un pulso a veces firme
como la tracción del suelo
por debajo de los montes
y cimientos de edificios,
con un pulso a veces frágil
como el vidrio de sus ojos,
que se miran entre sí.
La ciudad es una bestia,
atrapada en duermevelas
que desbordan de dulzura
por un rato tremuloso
y de espasmos deslumbrantes
que le evitan descansar,
arrancándole jadeos
en febriles simulacros
de profunda ensoñación.
No termina y no termina
de bullir su ronroneo,
atrapado entre los cerros
que pretenden contenerla,
como infortunada presa
de un caudal mucho más grande
que las buenas intenciones
con que ataron sus maderos
los sedientos del lugar.
La ciudad es una bestia
de infinitos parpadeos
y difusas percepciones,
de miríadas de miembros
que no llegan a tentar,
confundiéndose en su alcance
y anudándose entre ellos,
sosteniendo sin saberlo
densidades impensables
en los puntos más pequeños,
siempre hundiéndose una parte
mientras otra se levanta,
siempre arena movediza
de sí misma, pero fija,
aferrándose de algo
sin saberlo y sin pensar.
No termina y no termina
por más lejos que se mire,
por más tiempo que se quede
viendo uno al horizonte
esperando que se encuentre
pronto el borde de esta cosa
que respira y que palpita,
y que brama como enferma
por correrle mucha sangre,
por tener la sangre sucia,
por crecer más de la cuenta y
por dejar que se estrangule
ella misma con sus manos,
tan lejanas que hace tiempo
ya no reconoce suyas,
por correrle poca sangre
en sus entrañas, mucha fuera,
escurriéndole la cara.
Y por eso no se encuentra
la ciudad, que es una bestia,
ni a sí misma ni a ninguna,
ni se escucha, ensordecida
por sus gritos clamorosos,
y se pliega sobre el suelo
con la faz obscurecida
esperando sin saberlo,
olvidando lo aprendido,
con la lengua hormigueando
la parálisis babeante
que acompaña a la locura.
Enfebrece así la bestia
que es ciudad barbarizada,
que aparenta a veces calma
pero dentro se cuartea,
seca, estéril y anodina,
esperando sin saberlo
que la envuelva la esperanza
con que pueda conocerse
y ver de nuevo sus facciones,
o que muy pronto la pasme
una muerte fría, helada,
que termine este bochorno
sudoroso y vergonzoso,
que no acaba y no termina
y no termina y no termina.

La Ley Sinvergüenza

“Desaparece la abundancia para las querencias diarias
y aparece un sórdido maestro que, a muchos,
les iguala su temperamento a su fortuna”.

–Tucídides

Jamás he conocido a nadie que piense que las leyes de nuestro país son exacta y únicamente la justicia. Lo más cercano quizá serían las personas que argumentan que la única manera lícita de juzgar qué es bueno y qué es malo tiene que basarse en la legitimidad oficial y, por tanto, en la interpretación de la ley; pero son esas personas las primeras que obvian que hay modos justos y modos injustos de interpretar las leyes (aun quienes abogan que sólo los modos útiles son permisibles), y quienes primero sacan provecho de las posibilidades personales que les brinda tal maleabilidad. Incluso, para muchos de ellos la ley es más grave en la costumbre y el uso que en la escritura, y el modo en el que pueden hacerse las cosas es el primero en darse a interpretar. El modo en que deben queda siempre después, cuando se le considera.

Independientemente de las buenas, malas, muchas o pocas razones que puedan tenerse para decidirse por alguna posición de la cuestión, el hecho es que actualmente vivimos entre interpretaciones propias y ajenas de lo que es justo de un modo mucho más contrastante que entre quienes entienden la ley como simplemente justa. Llega a ser abrumador. Por un lado, no le veo lo malo a que cada uno de nosotros tenga la posibilidad de fortalecer su opinión sobre lo que cree justo; pero por el otro, la constante tensión hace que fácilmente esa misma opinión vaya perdiendo su peso común hasta que cada cuál iguala lo justo a lo inmediatamente útil para él (o los suyos). No quedan después de esa identificación causas para sentir vergüenza por hacer lo que sea, siempre que el provecho sea evidente.

Esta semana, un servidor de la Comisión Federal de Electricidad me dijo de frente y con una sonrisa que meneaba su bigote pintado de negro: “desafortunadamente, a veces mis compañeros se dejan sobornar. ¿Qué se le va a hacer?”. En nuestras condiciones, esta pregunta no es un modismo. ¿Qué se le va a hacer? Uno pregunta eso porque está obligado a pensar qué sería bueno hacer, qué sería justo y qué sería posible. Sólo en la imaginación nos queda representarnos esas condiciones en las que lo justo, lo legal y lo posible son la misma cosa, y en la esperanza que en una frase como la del servidor público tampoco sea modismo el “desafortunadamente”.

Un hombre solo no puede, por más justo que se proponga ser, ejercer su justicia sin consideración de la ley en la sociedad en la que vive. En nuestro caso, menos aún por cuanto resulta que la acción de este hombre justo imaginario no sólo estaría fuera de la ley, sino contra ella. Esto no está cerca de ser un pensamiento precipitado porque la ley escrita no es la vigente en un país donde se le cambia diariamente y donde los que la procuran más bien actúan según su concepción de lo más útil para ellos. Donde las leyes de nombre son farsas, la ley está en otro lugar. Es lo mismo que suponer que el más fuerte rige reconociendo solamente la victoria de su fuerza sobre la debilidad de los demás, a los que les queda solamente acatar su mandato o desaparecer. Yo, por lo menos, no tengo reparo en admitir que tal estado es, efectivamente, desafortunado y vergonzoso. Donde no queda ya vergüenza cada quién tiene, como dice Tucídides, su temperamento al mismo nivel que su fortuna.