De regreso

Cuando llegaron a la casa, vieron al niño con María, su madre; y postrándose lo adoraron. Abrieron sus cofres y le presentaron como regalos oro, incienso y mirra. Entonces, advertidos en sueños de que no volvieran a Herodes, regresaron a su tierra por otro camino.
Mt 2, 1-12

El tiempo navideño se ha terminado, a todos nos toca regresar a la normalidad que trae consigo la vida cotidiana. Muchos vuelven con la cruda nostalgia por las fiestas que se han terminado, toman conciencia del tiempo que han dejado pasar sin hacer nada y recuerdan como algo lejano los cambios que se suponen harían en sus vidas. Otros, los propositivos, regresan a la vida de siempre tratando de cambiar algunos hábitos, que si bien pueden cambiar en algo la rutina de todos los días en nada cambia lo que hay en sus corazones.
Lo cierto es que la mayoría regresa a lo que hace todos los días renegando del frío o buscando pretextos para no regresar, y en su regreso recorre el camino que ya se había transitado, vuelven los enojos, los rencores se reavivan, las envidias se fortalecen y la avidez por el dinero crece cada día. Tal pareciera que nadie se salva de ser mayoría, ni las minorías que regresan tratando de cambiar en algo sus costumbres porque el calendario les ha dado la pauta para pretender hacerlo. Sin embargo, las apariencias engañan y a veces nos muestran en la más humilde de las sonrisas que la gloria de Dios encarnado ha iluminado a quien creyéndose sabio decide regresar a su vida de siempre, es decir a su vida en comunidad, pero siguiendo otro camino, que al ser diferente al ya recorrido se torna tortuoso a la vez que salvífico.
Maigo.

Café

Cuando se trata de café es posible encontrar al menos dos tipos de bebedores: hay quienes lo toman pensando en despertar, y con ello caer en la modorra de los quehaceres cotidianos; y hay quienes lo toman para sumergirse en el sueño que nos lleva a despertar a la vida.

 

Maigo.

Curva divina

En estos tiempos, uno puede encontrarlas en cualquier lado, pero lo cierto es que no siempre se dejan ver. Tal vez por eso las cace uno, pues de otra forma sería imposible admirarlas. Como en toda caza, hay que estar atento para captar su movimiento y, tan pronto las hayamos divisado, prepararnos para capturarlas con sigilo, a fin de que no huyan e intenten esconderse de nuevo. ¿Que cuál es su aspecto? ¡Imposible saber! Pueden ser tan grandes como la entrada de una cueva y tan pequeñas que se confundirían con el horizonte, tan toscas como la piedra de un monolito y tan delicadas como pétalos de flor. Hay unas que brillan como el sol en pleno verano mientras que otras no despiden más que una oscuridad abismal. También las hay cálidas como la fogata en una noche estrellada y frías como el agua de un lago al amanecer. Hay unas que poseen un cierto carácter infantil en tanto que otras han perdido ya todo rastro de inocencia. Y así están desperdigadas por el mundo, confundiéndose con el llanto de los niños, los gemidos de los jóvenes, los ronquidos de los viejos y los gritos de toda la gente. Sí, yo también me he preguntado para qué molestarse tanto en distinguirlas si parece que no quieren ser encontradas, pero entonces recuerdo que no son ellas las que lo buscan a uno sino uno quien necesita de ellas, quizá por los efectos que producen en uno tan pronto como se les ha atisbado. Hay unas que inspiran confianza, que aminoran la tristeza, que calman el dolor. Hay otras que dicen lo que no pueden mil palabras, que hieren tanto como cien espadas o que duran más que la eternidad. Hay las que guardan secretos esperando ser descubiertos, pero también las que los cantan a voz en cuello y a cualquier postor. Hay unas que infunden miedo y te hielan la sangre y hasta la médula mientras que otras, de tan seductoras, locamente enamoran y te invitan a amar. Y así vamos nosotros, como judíos errantes, esperando ese momento en el que divisemos aquella curva divina, pues a veces lo único que falta es una sonrisa para seguir viviendo.

Hiro postal

Porque hay más tiempo que vida.

Me levanto. Miro al mundo. Noto la ausencia de luz. Pienso que el sol aún no ha aparecido por el horizonte. Noto la negrura que inunda el cielo, y creo ver la propia obscuridad de mi entendimiento. Esa obscuridad me impone su silencio, un silencio que no es aterrador, pero tampoco inspira confianza, más bien deja la sensación de cansancio en el alma. El cansancio llega al cuerpo, y no oso mover nada, mi lengua se queda pegada al paladar y mi vista se pierde en el horizonte. No busco nada, no veo nada y nada tengo que decir.

De repente aparece una lucecita, el movimiento del mundo se me hace presente en cuanto veo que una idea se presenta en mi mente, creo que lo que veo es el lucero de la mañana. Mi vista se fija en algo, busca en el horizonte los primeros rayos del sol, astro anunciado con el débil canturreo de una tenue luz, esperanza de que el cansancio que inunda e inmoviliza a mi alma se disperse junto con la obscuridad de la noche que se va.

El sol aparece, inunda y calienta al mundo, me lleno de esperanzas y veo que mi lengua se despega y me permite decir algo, y que lo que puedo decir se debe a que quizá el sol aclaró en algo mi entendimiento.

La quietud de la noche abre paso a la inquietud del día. Día inconstante, porque en nada o poco se parece al anterior y porque abre paso a los seres juguetones que para entretenerse deciden si la inquietud recibida del calor del sol servirá para darnos una noche tranquila o una noche de insomnio. Día crucial como todos los días, como cualquier día en que la vida puede cambiar para siempre y puede cambiar para bien o para mal, día que da cuenta de que nos movemos siempre sobre una cuerda floja y que no tenemos garantizada la paz y tranquilidad de una noche que termina con el silencioso aparecer de un lucero.

Maigo.

Sin remitente

«Para decir adiós, vida mía…, para decir adiós sólo tienes que decirlo.»

José Feliciano

Existen ciertas cosas en la vida que nadie puede enseñarnos y que debemos aprenderlas solos, suponiendo que, en efecto, esto sea posible. Decir adiós es una de ellas. Para empezar, nos hemos habituado a decir adiós, en buena medida, por su frecuencia, ya que este acto –a la vez simple y complejo– es tan común en nuestra vida que lo podemos encontrar, de inmediato, a cada paso que damos: al salir de casa, al dar la vuelta en la esquina, al llegar a nuestro destino; en las acciones que realizamos durante la jornada: al soñar, al comer o al escribir; en momentos de soledad y reflexión: al sufrir, al pensar o al recordar. Tal es su presencia en nosotros que ha servido de inspiración para infinidad de canciones, películas, refranes y libros, y acaso para más cosas de las que ahora se me ocurre nombrar.

Por estos motivos, hay ocasiones en las que no nos cuesta tanto trabajo decir adiós, puesto que no se trata de algo definitivo. Sabemos, o más bien esperamos, que mañana todo seguirá igual y a quien –o a lo que– hoy se le dijo adiós, también se lo hará mañana y el día siguiente, y así sucesivamente. Entonces, lo realmente difícil e insoportable –añadiría yo– del adiós está cuando, en efecto, es para siempre. Y bajo estos términos, ¿a qué se le puede decir adiós definitivamente? Me parece que a casi todo: al año viejo que ha terminado, a la escuela en la que se ha estudiado tanto tiempo, a la mascota que hasta el final se mantuvo fiel, al amigo que se va al extranjero, al amante que nos ha dejado o al ser querido que ha pasado, supuestamente, a mejor vida. Por consiguiente, es evidente que el hecho de que el adiós se encuentre tan presente y con esa frecuencia en nuestra vida o que haya un sinfín de cosas de las cuales uno pueda despedirse, no hace que tal acto, cuando es de manera definitiva, sea más fácil de llevar a cabo; al contrario, lo complica.

Estamos al tanto, pues, de que decir adiós para siempre es diferente del acto común. Un ejemplo de éste último es cuando, al término de una reunión amena, todos comienzan a despedirse, a sabiendas de que el adiós es temporal puesto que se reunirán de nueva cuenta. Incluso aquí no falta a quien realmente le cueste trabajo decir adiós y se despida varias veces, ganando con ello que otro le diga “el que mucho se despide, pocas ganas tiene de irse”. Dado que no existe algo así como un manual para decir adiós, ni curso o taller alguno que podamos tomar y nos prepare para dicho acto –el cual, en mi opinión, la mayoría de las veces evitamos por resultarnos desagradable, incómodo y hasta doloroso, más todavía si trata del adiós definitivo, e incluso solamente lo hacemos cuando ya no nos queda más remedio–, cuando tenemos que llevarlo a cabo no sabemos bien cómo debemos proceder. Por ello, es éste uno de los pocos casos donde la práctica en realidad no hace al maestro y, por mucho que hayamos pronunciado miles de adioses con anterioridad, no significa que estemos preparados para decir adiós después.

Me parece que lo anterior se debe a que no hay una sola forma de hacerlo y, por lo mismo, tampoco hay alguna que consideremos como la mejor. Y es que el adiós puede darse con la mirada, con una palabra, con un abrazo fundido, con un vaivén de la mano, con un llanto sutil como lluvia de abril, con un rostro adusto, con un ramo de flores o hasta con el silencio. Esto complica aún más el asunto, pues ya no sólo se trata de que el acto, en tanto que común, se encuentre presente y con frecuencia en el día a día, ni que haya una multitud de cosas de las cuales nos podemos despedir, sino que también hay miles de formas de hacerlo y no hay nada que nos diga cuál es o funciona mejor. Peor aún si el acto a realizar es el de decir adiós de manera definitiva. Si bien nunca fui muy buena en cuestiones matemáticas, lo anterior da como resultado una cantidad exorbitante, casi enferma y seguro terrible, de combinaciones que englobe todas las posibilidades.

No pretendo, con este escrito, dar cátedra de cómo decir adiós –¡bendita fuera si lo supiera y la diera!–, pero dadas las dificultades que dicho acto conlleva, a últimas fechas yo me he guiado por las palabras de José Feliciano: “para decir adiós, sólo tienes que decirlo”.

Hiro postal