Producción humana

Nadie es indispensable es la sentencia más egoísta que he escuchado en una empresa. No importa cómo se contextualice, el simple afán de automatizar los procesos laborales y reducir los recursos a una serie de secuencias concatenadas para dar un resultado, semejante a como lo da una máquina, elimina lo que de humano puede tener un trabajo. Aceptar la frase es ignorar que su significado tiene una radicalidad espeluznante. Elimina la excelencia, pues todo se reduce a un resultado más o menos igual. Mientras se realice, y eso produzca ganancias, poco importa cómo se obtuvo. Si a esto le añadimos que la vida laboral transforma la vida personal; que la persona se transforma por su trabajo o que no hay separación entre vida y trabajo, tenemos como consecuencia el desdén a hacer las cosas bien, a no preocuparnos por lo bueno. Existir en automático, con la ligera certeza de que la vida poco cambia es aceptar que nadie es indispensable.

Yaddir

Felicitación

Ahora que estoy por cumplir años me preguntan: ¿qué se siente cumplir años?

Pienso: es como si un fruto se convirtiera poco a poco en piedra y cayera a la tierra.
Reflexiono: la imagen es agridulce, o agridura, mejor dicho. En la vida hay dulzura y sabores insípidos; alegrías que nos permiten plenificarnos y dolores que nos impiden movernos.
Digo: el tiempo pasa tan rápido que sólo cuando me lo recuerdan caigo en la cuenta de lo que he cambiado.

Yaddir

Andanzas

Cabalgaba junto al tenaz frío que me atacana por todos los flancos. La carretera era larga y ancha, con pocos coches a los lados (el tránsito había finalizado, pero los rezagados eran mis compañeros). Podía ver, aunque la luz apenas iluminara; era frustrante, monótona, digna de una absurda pesadilla donde no hay la suficiente oscuridad como para temer, pero tampoco la suficiente claridad como para concebir una pequeña esperanza. El camino se me había hecho muy largo. Más de un año haciendo lo mismo. O dejando de hacer a lo que antes había estado acostumbrado (¿sería otro al cambiar abruptamente de hábitos?). Había soñado que mi yo adulto le decía a mi yo joven, quien tenía las mejillas cubiertas de lágrimas secas, que mi decisión fue la correcta. Pero ¿qué tan seguros podemos estar de una decisión? Siempre queremos ir hacia adelante o hacia arriba para mayor claridad, pero fuera de unas cuantas cifras o el ruido del aplauso, ¿cómo podemos saber que tomamos una buena decisión cuando lo mismo parece que lo hicimos como parece que no lo hicimos? Podía volver por mis huellas, las que había dejado mi caballo. Me equivocaría al creer que el camino era el mismo. Ese ya no era mi camino. En la agonía de la tarde, o el nacimiento de la noche, como me gustaba decir cuando tenía buen humor, solía preguntar si era mi caballo el que me indicaba por dónde seguir o si era yo el que lo guiaba con mano firme. Había pasado por pocos lugares, lo que volvía a cada uno de ellos significativo, mas no decisivo. Sentía que no me faltaba mucho. Pero mi ignorancia latía muy fuerte. El final de mi cabalgata lo ignoraba. Tenía una finalidad. Tenía varias finalidades. Lo más importante era recordarlas constantemente para pensarlas bajo diferentes cielos, con el sol, la luna o con las estrellas encima de mí; sólo o en compañía de otros viajeros. ¿De qué otra manera podía poner a prueba mis destinos? Cuando me detenía miraba lo raro que era todo: los caminos definidos, la tecnología que nos ayudaba a sobrevivir, pero lo anticuado de mi transporte. Al final estos momentos eran los que me hacían volver a mi caballo y seguir avanzando.

Yaddir

La corona del virus

Una epidemia lo que más contagia es el miedo. La difusión se confunde con el contagio. Hay antecedentes de pestes que debilitaron a imperios enteros, cuando esos imperios eran menos numerosos que los países en la actualidad. Hay motivos para temer. Nadie sabe exactamente de dónde surgen, ni qué tanto daño causarán, pero las epidemias nos paralizan. Tal vez sea el desconocimiento de lo que pueda pasar lo que nos mantiene tan preocupados. Tenemos tantos medicamentos para tantos padecimientos, que  se nos dificulta concebir que haya una enfermedad que se nos resista por todos los flancos. Por eso es que resultan tan atractivas las películas y series donde hay virus que se difunden y arrasan con la humanidad, porque nos muestran la actual comodidad con la ligera posibilidad de que puede acabar. Nos provocan un miedo controlable.

Pero una epidemia no es cómoda, ni controlable. El miedo no se controla. Las imágenes de Wuhan lo demuestran. Las personas viven en esa ciudad de una manera «especial». Viven en el desconocimiento absoluto, sabiendo que en cualquier momento podrían enfermar; ya enfermos se enfrentarían al desconcierto de si sobrevivirán o no. No saben quién las puede contagiar, qué les puede pasar exactamente si se contagian, cómo va a cambiar eso su vida. A diferencia de las pestes en épocas pasadas, en esta ocasión se está trabajando arduamente para evitar los contagios y encontrar alguna cura; se confía más en la medicina. Podemos tanto temer porque creíamos que ninguna enfermedad nos vendría a molestar así como sentirnos confiados en que pronto se encontrará una solución. Aunque nuestra actitud es más pasiva. Obedecemos lo que nos dicen los expertos. Confiamos en ellos. Eso los dota de un poder y una responsabilidad que tal vez en las famosas pestes pasadas nadie tenía. En dichas pestes había quienes se acercaban más a la medicina, otros a la religión, ayudando a su prójimo, y otros más se desprendían en los placeres. Pero en esas tres posibilidades cabía mayor decisión por parte de la persona que en nuestro contexto. Los virus son tan complejamente sutiles, que nadie cree que poniéndose máscaras con ciertas hierbas se podría evitar su intromisión. Algunos reconocemos nuestras limitaciones, pero si alguien encontrara una cura, una vacuna o cualquier método para evitar los contagios y las muertes, supongo que habría descubierto otros límites. Se sentiría poderoso. ¿El virus nos podría mostrar quiénes pueden curar y quiénes son curados?

Yaddir

Volutas

 

1

Soy el que no fui ayer, pero mañana triunfará otro .

2

¿Jugamos a la inmortalidad?

Para postergar el plazo.

Es un juego, nada más.

¿Un minuto de felicidad es suficiente para ganarle al inminente fin?

Las almas que contienen el fuego no mueren.

3

La morbosa obscuridad:

no hay historias aquí,

fantasmas no hay.

Todos quieren huir

hastiados de sí.

Amantes de piel blanca,

mirada impávida,

muertos al fin,

ni un sacrificio los haría volver.

Javel

 

Mirando una caricia

Mirando una caricia

Dicen que el afán por pensar las diferencias del hombre con otros seres vivos puede llegar fácilmente a un absurdo comprensible: antropomorfismo. Pero, ¿qué sentido tiene esa palabra para quienes creen que no existe la forma, sino los eslabones, los abismos del fósil, las evidencias de la tierra? ¿Existe el carbono catorce para el alma? Devaneos: el alma es una quimera metafísica a la que toda empresa racional debe renunciar para salvarse del naufragio. Si uno vive, ¿cómo evitar mirar que las diferencias no pueden ser observadas sin algo en común con lo vivo? ¿O la vida no significa nada más que el proceso de duración y trabajo de las células? Es falso que el alma se vuelva algo comprensible sin que medien el pensamiento y la palabra. La experiencia de lo vivo no es suficiente: el misterio se mira en cuanto buscamos ofrecer razones para entender lo común a todo ser vivo.

¿Qué siente el gato cuando recorro su lomo? ¿O puedo hablar del gato? ¿No tengo que hablar más bien del bulto tembloroso y agazapado de nervios, sangre y aire cuya sensibilidad me responde como sabe hacerlo? Pero los nervios no obran por sí mismos, ni es el cerebro quien me responde: es el gato. Demasiado apego a lo visible. Sería falso decir que no hay un cuerpo que siento, que no hay fluidos que mantienen el calor del pulso que percibo, que no existe célula alguna obrando para que el gato pueda responderme. Lo que digo es que ninguna de esas partes es el gato. ¡Pero entonces el ser es de hecho visible! ¿No es algo obvio? ¿No es ya un recurso sofístico el comenzar una pesquisa sobre aquello que de hecho es comprensible sin análisis alguno? Recorro el mismo lomo con la mano en un nuevo intento de comprender su respuesta. Tal vez no haya otro medio para la claridad sino la anatomía. Pero yo quería comprender lo vivo, pues se supone que algo comparto en las caricias que le ofrezco a este símbolo de la lisonja.

Lo que pasa es que el cuerpo es la mortaja que vaga veleidosa con una sed inexpugnable de placer, de continua languidez, como nosotros, seres cuyas palabras son signos más complejos para una empresa semejante. El amor que creo que mi gato siente no es más que una respuesta habitual a las fuentes de las que mana el placer. ¿No será que lo más burdo de nuestra naturaleza animal no podría existir sin aquello que no puede hacerse burdo por más que nos empeñemos? Lo único que logra la palabra es oscurecer lo que no es complejo, más allá de lo intrincado que resulta el mecanismo de la conducta. Pero eso no hace menos complicada la pregunta: ¿qué es lo animal? No puedo prescindir de eso que observo: hemos dicho que el ser es patente, aunque no siempre sepamos sobre lo que vemos. ¿Basta entonces con que encuentre al antepasado más remoto de esa criatura doméstica, nocturna, caprichosa, para que comprenda qué veo? ¿O comienzo a buscar en mis obsesiones y mis costumbres para entender el molde en el que mi relación con él lo ha manipulado? Lo extraño de la actitud técnica hacia la vida (parece exageración) es que no nos exige saber lo que la vida misma es para acercarnos a ella.

Sería absurdo decir que la palabra, esencial para la autognosis, es algo tan simple de observar. La utilizo cada día y notarlo no me hace comprenderme mejor al momento en que la uso. Sabemos que el animal no puede hablar: lo único que tiene es su mirada, sus extremidades, su movimiento. ¿Lo tiene o eso es? El análisis sufre una carencia evidente: ni los movimientos de las extremidades animales se realizan sin un sentido (algo a lo que apuntan) ni el gato es alguno de sus rasgos individuales. Lo que sigue sería decir, andando por el camino más sencillo, aunque bastante oscuro, que el instinto es la marca que distingue a la vida carente de lógos. Pero por ese camino sólo evadimos la pregunta. Es falso que el instinto responda por la vida: falta saber qué mueve, no sólo que algo se mueve. No insistamos: el instinto es importante porque es la palabra que resuelve el hecho de que el placer se busca sin otra razón que la obtención del goce sensible. Pero entonces el instinto nos ha llevado de nuevo al mundo: lo sensible no es sólo el alma, pues no puede ella producir lo que percibe. Nuestro rostro es el mejor testigo porque nos delata fácilmente. ¿O eso que llamamos rostro es tan sólo una máscara hecha con la arcilla de la formación tradicional, como podría colegirse de los símbolos y palabras de los antiguos mexicanos? Parece sensato pensar que mi gato sería huraño si no estuviera bien alimentado, si no pudiera sentir esa invisible esclavitud del agradecimiento hacia mí, que le permitiera olvidar la necesidad. ¿No suena a la interpretación económica de la naturaleza del deseo? Mi gato no llega a desear cultura porque, por alguna razón, el destino natural se lo ha impedido. ¿Puede haber explicación general de lo vivo? Sólo sería esto posible si la experiencia puede pensarse, y no sólo describirse con afán por la complejidad.

 

Tacitus

El doctor Franz

El doctor Franz

“porque los seres, en sí mismos considerados, son incognoscibles; y sólo es objetiva la relación”, Antonio Caso

Hoy quiero hablar de un hombre solitario, será un ejercicio de la imaginación hasta el punto de negar el tiempo, o quizá, acelerarlo. En quien pienso es un hombre ya maduro. Ha vivido por espacio de treinta y siete años abandonado a su suerte en este islote. No está tan mal, ya que siempre hay fruta por todos lados para satisfacer su hambre, agua para beber también hay casi en toda la isla. No habla. Vive en la obscuridad racional. Ni siquiera es conducido por sus instintos a buscar raíces, estira la mano y lo consigue todo. El paraíso de la autosuficiencia ha llegado para este amigo, pero él no lo sabe. Animales no hay, es un espacio virgen de movimiento sensorial. Las hierbas que lo acompañan a veces silban con el viento y él se asusta, huye al primer agujero que encuentra. No sabe más que ese miedo y esa hambre, lo mismo que esa tranquilidad y goce cuando cesan. Vive atrapado en su isla, en su cuerpo. No le reporta nada la pasividad caribeña. Como ha vivido tan poco, no ha aprendido las relaciones del tiempo, hablo de cambio estacionario, sólo siente frío y calor. Tampoco sabe de sí, más allá de la piel.

Un día, hace años, mientras caminaba a orillas del río, vio su reflejo -claro, él no sabía que era suyo, porque no sabe nada de lógica. Lanzó piedras al intruso, éste se desvaneció en ondas infinitas. Luego pensó en regresar. Cuando volvió, ahí estaba él esperándolo. Nuevo ataque ahora con los puños, que él otro también levantó. Se hizo su voz un gruñido sordo. El otro mudo, sólo hizo ruido al golpear el agua. Por un tiempo, sólo iba de noche a saciar su sed, y únicamente cuando todo era obscuridad. Un día, él se levantó por la mañana, había olvidado ya el incidente aquél. Cuando estuvo a metros del río recordó algo que lo hizo alejarse un poco, pero la sed de saber lo llevó otra vez al río, en plena luz solar del solsticio de verano. Ahí estaba no él, ni el otro, sino otro más, con la piel más marchita, con la cara enjuta y amenazantes, entre vellos faciales, unos ojos de odio. Él no sabía que esto era miedo y odio al individuo. No volvió más, porque ese verano murió. Cuando entramos a revisar su “isla”, encontramos unos dibujos algo extraños que al fin hemos identificado como aves y un hombre con un bastón.

-Doctor, ¿cómo sabe que eran aves?, y ¿cómo no registraron el proceso de creación aun con todo el equipo de grabación que hay en la “isla”?

– A lo primero, porque también dibujó la isla, o al menos una parte de ella y encima estos seres que volaban. A lo segundo, lo único que sabemos es que, al parecer, el hombre, aún en este nivel de la existencia, cuenta con un secreto, con un deseo por lo íntimo, por lo suyo. Se busca, pero siendo sólo uno, es estéril la búsqueda.

-¿Y el hombre con el bastón?

-Era yo. Cada año se presentaba un invierno en verdad crudo. No resistí más, así que me dirigí con la aprobación del equipo médico de investigaciones antropológicas a la isla. Llevé unas mantas que después él perdió, y le encendí una fogata. Una noche, cuatro años antes de su muerte, cuando encendía el fuego, el sujeto despertó, creí que me atacaría, pero no, sus ojos se dulcificaron entre las manchas de sol caribeño. Dibujó, para mí, un barco. Seguro que recordaba el día en que lo tiré en la isla. La voz del doctor Franz se apagó por un momento, pero continuó: Para él que todo era nuevo cada día, seguro que en su ADN se revolvía un vértigo por los cambios tan repentinos, así que optó inconscientemente por tener un punto de toque, un recuerdo, una idea fija, un ideal. Lamentablemente su ideal era tan fijo como el río, ¿un barco que huye?

-Doctor, el sujeto vivía en la opulencia, en la abundancia bíblica del fin de los tiempos. Ustedes controlaban entre otras cosas la dirección de los ríos, el crecimiento de las plantas, cada día llevaban para él árboles nuevos, fruta exótica. ¿Cómo es que murió tan pronto aun con todo este paraíso?

-Bueno, lo que hemos aprendido es que la conservación de la especie, incluso cuando éste fue sólo un individuo, depende de la interiorización de su propia existencia. Es decir, del saber de sí mismo, de otro modo la conservación no tiene ningún sentido. La autoconservación, lo mismo que la autosuficiencia, dependen de este saber íntimo, así como de una relación estable o mínima con el mundo. Al no haber yo, ni otro -pensemos que su mundo siempre cambiaba-, no podía haber idea de algo. La inteligencia es la capacidad de establecer relaciones y para ello la mismidad es necesaria. Todo su mundo era ilógico o mejor dicho ilusorio. Inteligible. Creamos el río que nunca cesa. Murió rápido porque no tenía necesidad de vivir. Nada lo ataba. No podía atarse ni comprometerse con algo. Las fuerzas creadoras de su ser más íntimo, seguro que lo destruyeron o volvieron loco los últimos momentos.

-¿Qué vendría a representar el arte encontrado en la “isla” y el barco dibujado para usted, doctor?

Después de un ceñudo suspiro respondió el doctor Franz: No podemos llamar arte en sentido estricto al ejercicio de exteriorización imaginativo que encontramos en la “isla”, lo que podemos decir es que había una mínima relación entre su percepción del mundo y su recuerdo, pero aún así no había otro, ni mucho menos “yo” como sensación. Porque el arte no es una exteriorización del mundo, eso sería un absurdo. El arte al significar algo, depende de un campo conceptual, de una historia de vida y de un espacio para cambiar o resignificar o alumbrar algo distinto de lo que se ve a simple vista. El artista sabe que su acción es una herramienta que sirve para alcanzar algo que se nos escapa, la realidad, por ejemplo.  En la era primitiva de la humanidad el arte sí representaba una herramienta, y esto lo saben bien los antropólogos, esas herramientas nos dicen de qué manera se entendía el mundo, y por ende lo que los hombres intuían de sí. Repito, este individuo lo más que hacía era representar un momento de la existencia, necesario a todas luces por su hambre de permanencia… El barco significa que su memoria se resistió, en algún sentido, a la mutabilidad tan caprichosa de la isla.

-Por lo cual…

Siguió el doctor nuevamente como en un soliloquio. Todos los asistentes a la conferencia en el Palacio de Cristal universal, no pudieron más que guardar silencio ante las nuevas y emocionantes palabras que diría el nonagenario mentor de la humanidad. Hasta el segundo al mando, que fue quien quiso tomar la palabra, tuvo que sentarse alisando la corbata de su traje y sonriendo en una inclinación de medio cuerpo al doctor Franz.

-Pensemos, siguió el doctor, que las herramientas dependen de una ley, es decir, de unas ciertas cualidades de la materia a las que está destinada el utensilio. El cuchillo, por ejemplo, no puede ser mejorado en el sentido de que su utilidad es la de cortar, y esto depende de la tensión más o menos suave de la carne o fruta que se intente cortar. El arte es una extensión no del cuerpo y sus necesidades más económicas, sino de la mente, es una sutileza del ocio, casi su coronación. ¿A qué atiende el arte?, al alma, jóvenes, pero -volvió a consumirse ese fuego en triste ceniza- lamentablemente nuestro sujeto fue adormecido hasta que no supo de sí, mucho menos de su alma.

-¿Qué es alma?, -No sé, respondió el adulto al lado del niño. El niño siguió atento a su casco transmisor, por el cual se veía la entrada de un nuevo ponente.

-El doctor ha tenido que retirarse a su domicilio, pues no se encuentra bien de salud. Explicó de la forma más cortés el interlocutor. Entonces, sonrió nuevamente para las cámaras, lo que ya no pudo decir el doctor Franz fue el grande éxito que obtuvimos en este experimento de corte científico, político, antropológico. La idea de un hombre social tal y como lo conocemos no es más que una eventualidad que lo llevó -al hombre como especie- a fraguar una sarta de mentiras y convivir con embaucadores, de los que el doctor fue discípulo, pero a los que, por el bien de la humanidad, decidió enterrar en el olvido. Lo que conseguimos, es grandioso para todos. Descubrimos que el ser considerado en sí mismo, en el aislamiento total, es incognoscible para sí, es decir, que es libre cuando ignora. Además, que el todo son relaciones imaginarias. El doctor, el último sabio y principal enemigo de la identidad, o idealismo del bien en sí mismo, hizo mucho por nosotros desde que, por fortuna, cayó en la antigua tierra un meteorito capaz de hacer millonarios a todos los hombres y que portaba esporas de crecimiento o abundancia para esta tierra nuestra. El paraíso también nos alcanzó, ¿no creen?, nuevas sonrisas.

Sonrió, por última vez el hombre, al tiempo que entre un dulce estertor suspiraba fuertemente y dijo al final de soltar el aire: ¡Alégrense humanos! Ya no habrá “yo”. Causante de guerras e injusticias en el pasado. Ahora tenemos la receta de la verdadera pasividad, del mejor de los bienestares. Al advertir que el mundo es inconexo con el hombre de la isla, notamos que el conocimiento es, por sí mismo, imposible. La posibilidad de algún conocimiento es voluntad de poder, lo cual quiere decir que podemos no saber de nosotros, como de hecho demostró el experimento social, es lo más natural. El intelectualismo ha muerto y todos son interpretaciones de hechos que nada tienen que ver con nosotros a menos que así lo deseemos. El mal no es posible, porque no hay leyes. El bien no existe, vivamos así, sin arte, sin ley.

-La ley, -el doctor Franz reposó su sien en la mano del bastón e inspiró hondo-, ¿qué hemos hecho?, azotó el bastón en el piso del transportador. La nada, tensó la quijada, es un misterio que no convoca.

Se alejaba la nave del doctor a algún lugar en el espacio.

Javel

Para seguir gastando: Las armas, como muchos otros instrumentos, son una forma de la utilidad intelectual. Esto quiere decir que el arma le es cómoda y útil al supremacista blanco, por ejemplo. Idea y acción siempre van de la mano. O Como decía mi maestro Pancho, en la hechura del edificio, se conoce al arquitecto. El tiroteo sucede desde que quien gobierna no piensa en la idea de bien en sí misma, y hace intentos absurdos por justificar su presencia. Las supremacías, lo mismo que la voluntad popular, son hitos para el statesman.

Coletilla: Oscilias cavilosa, tan alegre vida, imponiendo (sin poder) (el) oceánico juego del amar en la palabra. Diálogo le dices tú.