Un virtual triunfo

Existen triunfos tan discretos que pasan desapercibidos. Deben ser, sin embargo, porque son triunfos colectivos donde todos recibimos los honores, como un triunfo de la humanidad misma. Hemos desatendido que las puertas del siglo XXI se abrieron y los individuos hemos caminado hacia la nueva era. Signo de nuestra modernidad estuvo en poder cumplir varias promesas que teníamos planeadas. El Internet y la cultura informática vino a revolucionar todo. Muestra de ello la tenemos en el modo que disfrutamos música, con su fácil portabilidad, o intentamos conocer y amistarnos con otras personas. El mundo de los videojuegos no fue la excepción. Los puentes digitales sirvieron para que jugadores a través del mundo pudieran competir. Ahora alguien de Michigan puede sentir la excitación cuando derrota a un joven europeo, la misma excitación que debería sentir la humanidad cuando derriba las barreras espacio-temporales. Los límites geográficos se desdibujan para allanar una región donde los jugadores sólo buscan divertirse.

A nadie sorprende que en estos años vayan ganando popularidad los juegos de mundo abierto. Llamados así por permitir que el jugador asuma un personaje que no está completamente sujeto a la trama. Ya sea un pandillero en una gran ciudad o un héroe intergaláctico, pasando por un cazador medieval de monstruos, el personaje toma decisiones o acciones que varían la experiencia de juego. Esto no sólo se refiere a las herramientas o medios para completar las misiones, va todavía más a fondo: una decisión puede desembocar en algo inesperado. La programación del videojuego ofrece las opciones y permite que el jugador escoja y aventure en alguna. O también posibilita que el personaje ande merodeando sin propiamente competir. Los programadores aciertan al brindar esta sensación de libertad en sus consumidores. Igualmente, aunado a esta tendencia, está la modalidad multijugador. Prescindiendo de cualquier historia o narración, cada vez más los videojuegos son planeados para que las arenas digitales se llenen de gladiadores listos para pelear. Éstos deciden cómo armarse e incluso su insignia personal. Ya no se trata de superar los desafíos para llegar de un punto a otro, la acción y diversión son inmediatas y directas.

Otra cuestión ventajosa en los videojuegos actuales es el grado de inmersión en sus jugadores. Para algunos esto es visto como adicción, para otros como un viaje satisfactorio para nuestra imaginación insaciable. Gracias a las historias y escenarios fabricados podemos cumplir nuestros sueños que van desde explorar lo misterioso en la galaxia hasta adentrarnos en un bosque hostil y librarlo de creaturas temibles. Incluso la simulación permite que tengamos un medio paliativo de actos atroces o criminales; si no podemos llevarlo a cabo en el mundo real, es posible llevarlos a prueba en un mundo virtual. Tener estas aventuras impensables es un beneficio para nuestra vida rutinaria en aumento, es decir, poder escaparse por unas horas buscando la sal necesaria. Nuevamente derribamos las barreras que nos encierran.

Debajo de lo señalado puede verse que subsiste la realidad virtual. En una opinión personal, los videojuegos nacieron con este afán y propósito a cumplir. Las ascuas de esto puede verse en el hecho mínimo de querer adoptar a los personajes en pantalla de antaño. En alguna ocasión escuché, una mención casi risible, que debería haber algunos jóvenes que probaban su valentía y fiereza peleando en la arcade, aun cuando en la vida real no podían siquiera despegarse de su celular. Jóvenes así buscarían proyectarse en algún anhelo o deseo que tengan y los videojuegos son capaces de realizarlo. Muchos critican que éstos secan la imaginación, por el contrario yo creo que conforman un chubasco necesario para que enverdezca.

Traducción del inglés de Señor Carmesí

Publicado originalmente en el sitio web de 

la revista estadounidense Wired por Bill Spencer

Bocadillos de la plaza pública. Difícil situación la revelada en estos días. Debido a que se difundió un vídeo donde militares y una policía federal torturan a una mujer aprehendida, el general Salvador Cienfuegos Zepeda ofreció una disculpa y exhortó a las milicias a conservar la disciplina militar. El hecho resultó controversia y no todos quedaron contentos con esta disculpa. Algunos pedían que las palabras pasaran a hechos: hacer una indagación exhaustiva y reparo sobre los casos de tortura. Otros se indignaban por la disculpa ofrecida a una mujer que también torturó y extorsionó la tierra donde operaba. En pocas palabras, alegaban, ¿por qué tratar bien a alguien que contribuyó a tantos destrozos? Difícil situación, repito.

II. En esta semana también Héctor Aguilar Camín ha retomado un reportaje texano acerca de un detonante para una batalla sangrienta. Día con día ha ofrecido, en tres partes, nos hemos enterado del caso.

III. ¿No que el «eh… ¡puto!» era ofensivo y discriminatorio?

Mondadiente. Y que la reina cumple su nonagésimo año y el príncipe no pudo llegar al sexágesimo. Descanse en paz, Prince.

Jugando y reflexionando

He estado jugando videojuegos desde hace dos semanas, una hora por día, de las 11:00 a las 12:00 horas. Decirlo así suena aburrido, como si estuviera haciendo una rutinaria tarea. En algún sentido lo es; preciso mi vaguedad porque, un día antes de comenzar mi labor, escuché a dos personas decir que los videojuegos alienaban. Nunca me ha quedado claro el significado de esa palabra tan ajena a este mundo mortal. Para clarificarla, como para demostrar su validez o su falsedad, me he dedicado a jugar The King of Fighters (de la edición de 1995 a la del 2002) y Metal Slug (1, 2, X, 3 y 4). ¿A qué he llegado en mi indagación?, ¿tan sólo me he divertido? O ¿puedo decir que he alcanzado reflexiones interesantes?

El final de todo juego es el triunfo, sea que éste se logre de manera individual o grupal; en algunos casos se dan empates o no hay ganador, como sucede en el caso del fútbol o en los juegos de baraja. Todos los juegos resultan entretenidos. Pero un juego siempre resulta más entretenido cuando lo ganamos, cuando mostramos, mediante nuestra destreza (adquirida a base de esfuerzo o surgida de forma casi natural) que somos mejores que nuestro compañero, adversario o que nosotros mismos. Cuando jugamos, al mantener activas varias de nuestras facultades, podemos conocernos.

Mi imaginación me permite, cuando juego KOF, asemejarme al personaje que escogí, creer que estoy golpeando, con la seguridad de no salir lastimado, planear una estrategia que me ayude a recibir menos golpes y “poderes”. Con Metal Slug, pasa algo semejante; la única diferencia es que me parece estar yendo de un lugar a otro, yendo de aventuras. Manipulo a la “máquina” para que ésta me permita acceder a sus personajes, jugar y ganar. ¿Esto querrá decir que estoy alienado? Quizá la respuesta sea más clara si pienso en aquellos que eluden sus responsabilidades por mantenerse jugando. ¿Se vuelven adictos al efímero placer de ganar?, ¿quieren tener la ilusión de que son peleadores insólitos o grandes aventureros, pues en sus vidas no son capaces de matar un bicho ni de estar sin su celular? O ¿se encuentran cansados de las actividades a las que se sienten atados y jugar les permite alejarse de su yugo? Creo que no tengo una respuesta general para todas estas preguntas; me parece que, al no haber un sujeto abstracto universal, hay diversas clases de jugadores y, entre esas clases, jugadores por motivos diferentes. Tal vez haya hasta quienes apuestan y, como dice Stefan Zweig sobre Dostoyevski, disfruten el placer de ganar dinero en poco tiempo, con poco esfuerzo.

Hay una diferencia clara entre los videojuegos y los juegos restantes: el ejercicio de nuestras actividades; los segundos permiten que las facultades se ejerciten y, en algunos, propician la convivencia humana; los primeros no exigen tanta reflexión, casi ningún ejercicio corporal, además pueden desarrollarse sin compañía alguna, tan sólo se necesita una «máquina».

Yaddir

Juguetefilia

Por A. Cortés:

Es increíble el impacto que estos días tienen los videojuegos en el mundo. Lo digo porque recientemente se estrenó el segundo Starcraft, y la cantidad de personas que lo compraron en cuanto salió es de lleno sorprendente. Aún más la cantidad de las que lo jugaron recién se pudo, comprado o no. Y llama la atención que sea simplemente un juego, porque comparado con los juguetes corrientes y convencionales, no se ha visto nunca tanta conmoción por la llegada de un nuevo juguete a las manos de los compradores potenciales.

Para ser muy sincero, tengo que admitir que yo mismo siento gran afecto por los videojuegos, y desde que tengo memoria he disfrutado de muchos de ellos en todas sus modalidades. Sin embargo, me parece que el entusiasmo desmedido con el que se reciben las últimas versiones y ediciones de los juegos más populares en el mercado puede bien ser un signo de un malestar social. Claro, siendo éste un fenómeno internacional, y más uno que afecta las comunidades con mayor riqueza (pues finalmente un juguete es un lujo), aquí ‘social’ tendría que significar algo mucho más abarcador que lo que concierne a un país particular. Parece ser un síntoma del tipo de mundo humano en el que nosotros vivimos.

El malestar al que me refiero es un fuerte empeño por simular un mundo en el que no se vive. Por lo menos creo que ese es el problema como rasgo esencial, porque a fondo involucraría también el tipo de mercado internacional que se nutre de nuestras costumbres modernas y el amor por ‘lo nuevo’ enraizado en nuestra educación. Con la ayuda de las maravillosas herramientas del diseño visual, cada vez más los videojuegos tienen la fuerza para motivar la imaginativa alma del jugador y hacerlo olvidar por completo el rededor, o en escenarios menos escandalosos, por lo menos a revalorar su relación con ese rededor. Es algo así como lo que pasa con quien se sume en el mundo de una novela, sólo que el videojuego ahorra buena parte del trabajo de la imaginación al poner al alcance la imagen, fuerte y directa, en la pantalla, con la interesante combinación del poder que da el control programado del personaje. Quien juega de pronto está sumergido, cubierto por completo, y el resto del día puede pasar sin que se dedique en absoluto a nada que no sea jugar.

Probablemente se me replicará que ese efecto de entrar en el agua y dejar de escuchar lo que ocurre fuera no es exclusivo de los videojuegos, y que de hecho cualquier juego de niños que sea bien jugado debe lograr ese efecto, y tendrá razón quien lo haga. Tal cosa como imaginar y apartarse de lo cotidiano no tiene, según mi juicio, algo malo en sí mismo. El hecho es que el videojuego es sólo una manifestación muy fuerte y aclamada de este efecto, sugerente sobre el intenso deseo de una multitud -alarmantemente gigantesca- de personas de tener lo nuevo cuanto antes en sus manos, y que lo nuevoes ni más ni menos que un simulado nuevo mundo. Y el exceso es por definición vicioso.

La palabra ‘divertir’ se usa en sinonimia con el paso agradable del tiempo, y con la alegría de un momento. Este uso está un poco desviado del original, porque en su árbol genealógico la palabra parece más bien sugerir algo como “llevar por otro camino, o por varios caminos”. Es, de hecho, algo como desviar. Se nos ha hecho muy común el uso del nombre para lo gustoso y chistoso, para lo amable y entretenido, porque parecería que lo más cotidiano es que el tedio se cierna sobre la rutina de los días (cosa que, dicho sea de paso, no veo como necesaria). Cuando la vida común tiene de pronto un giro inesperado, parece que se fue por otro camino, y esa es la diversión, el divertimento entre los movimientos principales de la escena conocida. Pero en cuanto el escape de la vida así como normalmente es, se vuelve tan común que millones y millones de personas no desean otra cosa que estar jugando en su nombre, parece que la fantasía y la imagen distorsionada de las cosas quieren ocupar el sitio que corresponde a la vida humana. Y así, quieren que lo divertido (lo desviado) sean la rutina y el esfuerzo, y que el juego sea lo más normal.