La Guerra Mundial

«There is an understanding much rarer than one would expect, an understanding inspired by love; and love, though in a sense it may be admitted to be stronger than death, is by no means so universal and so sure. In fact, love is rare –the love of men, of things, of ideas, the love of perfected skill. For love is the enemy of haste; it takes count of passing days, of men who pass away, of a fine art matured slowly in the course of years and doomed in a short time to pass away too, and be no more. Love and regret go hand in hand in this world of changes swifter than the shifting of the clouds reflected in the mirror of the sea».

–Joseph Conrad

«In this solemn hour it is a consolation to recall and to dwell upon our repeated efforts for peace. All have been ill-starred, but all have been faithful and sincere».

–Winston Churchill

Hace cien años comenzó –si los comienzos de tales cosas pueden ser rastreados hasta fechas, antes que a acciones– la Primera Guerra Mundial. Diez años después murió Joseph Conrad, un hombre de profunda sensibilidad a quien tocó en suerte vivir el gran cambio que significó la modernidad para las armas de los hombres y sus modos de combatir. Él, marinero además de escritor, navegó aún en barcos de vela y se admiró del veloz sobrecogimiento que la armada inglesa sufrió por el furor que las ventajas de los barcos de vapor propiciaron, mientras describía con gravedad un mundo que cambiaba sin esperanza de volver atrás. Diez años antes de que el infame despliegue de crueldad se liberara, se cumplieron cien años de la Batalla de Trafalgar, la conclusión del más feroz combate que las fuerzas navales habían vivido hasta entonces y en la que el almirante Horatio Nelson murió entre estratagemas que le ganaron a Inglaterra la superioridad con la que impulsó la revolución industrial. Se celebraba, pues, su centenario luctuoso cuando Conrad escribió que toda nueva táctica que llevó al almirante a vencer a la alianza española y francesa nació de una combinación de magnífica buena suerte con desestimación de la importancia del viento. Nelson fue el primero, dice el escritor, en navegar aun con vela como si mandara en un barco de vapor. Quienes vivieron los desastres de las trincheras y el odio ciego de la Primera Guerra Mundial se enfrentaron con dolorosa sorpresa al significado de esa descripción.

El viento tiene mucho que decir. Puede segar planes con plena indiferencia al brío de las intenciones con que se fraguaron, o puede también preñarlos de éxito; puede susurrar los secretos de los tiempos a los muy atentos, o puede engañar a estos mismos llevándolos a su ruina. El carácter del viento es difícil de predecir, y lo ha sido desde siempre. Pronosticadores los ha habido muchísimos, con toda suerte de métodos; pero no ha nacido aún quien controle el tiempo. Cuando el general en Trafalgar venció a su enemigo mostrando que con el ímpetu de las nuevas tácticas se podía dejar de acatar al viento, se podía dejar de temerle, se podían olvidar sus advertencias, los navegantes se emocionaron por una conquista más profunda que la que celebraban sobre los otros marinos. Orondos por su gloria, habían desafiado a la naturaleza, y los temblorosos enemigos, respetando los signos del cielo, habían sucumbido ante ellos. Quien navega como mandando en un barco de vapor no necesita al viento. El mundo, que para los demás es obstáculo, para él no significa nada; no dice nada. El hecho de tener o no un barco de vapor es indistinto, la verdadera acción radica en la desatención, en el menosprecio. El hecho de tener una bayoneta, un tanque, una bomba atómica o un dron teledirigido no hace ninguna diferencia tampoco. El soldado que en sus manos tiene no sólo la conquista de las vidas de los demás, sino la soberbia de conquistar al mundo, vive igual con rifle que sin rifle. Su libertad es la pretensión de haber superado a la naturaleza y su imperio es la guerra constante con los otros hombres.

Entre todos estos, Joseph Conrad no quiso dejar de escuchar, y no concedió los laureles a los conquistadores temerarios de su época, ancestros cercanos de la nuestra. La causa es que en el fondo no hay tirano victorioso. Aunque la fiebre se diseminó tan velozmente que en una sola vida la maquinaria del progreso había hecho al mundo pensar que veía ya una nueva cara, que en doscientos años se había podido modificar por entero lo que por más de dos mil se pensó, Conrad tan sólo la miró como una celebración anticipada, un triunfo de la vanidad. Ni el viento ni el mar pueden ser imperio de nadie, y por eso escribe: «El mar es el rey al que los jefes vikingos inclinaron su cabeza, y a quien el moderno y palaciego barco de vapor desafía con impunidad siete veces por semana. Y aun así, éste es un desafío, pero no es victoria. El magnífico bárbaro se sienta entronado vestido de una capa de nubes delineadas de dorado, mirando desde lo alto a grandes buques deslizarse como juguetes mecánicos sobre el mar y a hombres que, armados con fuego y hierro, ya no necesitan cuidarse ansiosamente del más mínimo signo de su regio carácter. El tiempo mismo, que cimbra todos los tronos, está del lado de aquel rey. Él aún puede asegurarse de que las nuevas repúblicas y los viejos reinos, con el calor del fuego y la fuerza del hierro, con las innumerables generaciones de hombres audaces, se desbaraten hasta el polvo a los pies de su trono, y fallezcan, y sean olvidados antes de que su propio reinado llegue a su fin. Hay una variedad infinita de ventarrones en el mar, y exceptuando el peculiar, terrible y misterioso gemido que puede ser escuchado algunas veces pasando a través del rugido de un huracán –exceptuando ese sonido inolvidable, como si el alma del universo hubiera sido inyectada en un lamentable quejido– es la voz humana la que, después de todo, graba la marca de la consciencia humana en el carácter de un ventarrón».

En estos tiempos tan obscuros y tempestuosos, ¿qué podríamos escuchar si pusiéramos atención al viento? En cualquier caso, parece importante preguntar si detenerse a escuchar puede ser ventajoso para algo. ¿Cuál es el carácter humano que escucharíamos en él hoy, después de cien años de que se libró la guerra entre hombres que mandaron sobre los suyos como quien navega un barco de vapor?

El andador

Nunca me ha gustado caminar; sin embargo, no me quedó más remedio que hacerlo cuando vi que el dinero que traía se me había acabado. No quise pensar en el camino a recorrer que me quedaba por delante, por si mis pies consideraban que era mucho y decidían que mejor se quedaban quietos donde estaban ahora. Eché a andar con cautela, como siempre que hago cuando estoy en la calle, y todavía más porque me encontraba sola. Iba a paso veloz, procurando no hacer mucho ruido al caminar, para así poder detectar otras pisadas que no fueran las mías, mientras pensaba: «Por favor, que ya llegue a casa». Ya estaba oscureciendo; el cielo claro, pero gris, amenazaba con tornarse negro pronto y las primeras luces comenzaban a brillar, intentando hacerle frente a la inevitable oscuridad que se anunciaba, así que, por lo menos, no caminaba a ciegas. Eso me tranquilizó un poco y seguí caminando rápido, aunque con más calma. Al poco rato, se dibujó una sonrisa en mi rostro al sentir el frío acariciando mis mejillas, pues siempre lo he preferido más que al calor –en realidad, detesto el calor–. Sin embargo, conforme se acercaba la noche, el viento se hacía cada vez más y más helado y mi sonrisa se fue diluyendo hasta que mis labios apretados formaron sólo una línea tensa, con lo cual pretendía evitar que me castañearan los dientes. Por fortuna, antes de salir, mi madre me había obligado a cargar otro suéter, además del que traía puesto en ese momento. ¡Bendita ella!

Ya había oscurecido por completo cuando llegué al andador que funcionaba como atajo para llegar a mi casa. Como siempre, no había ninguna luz alumbrando el camino. Exhalé un suspiro y en cuanto me hube persignado, continúe andando. No había dado más que un par de pasos cuando escuché el crujido de unas hojas y enseguida volteé hacia el lugar de donde había provenido el ruido con el corazón latiéndome desbocado. Nada me hubiera preparado para lo que vi. A lo lejos, pero enfrente de mí, me regresaba la mirada un par de ojos blancos, tan fríos como el viento que me golpeaba la cara. Sentí el ramalazo de miedo recorrerme la espalda en cuestión de segundos; se me hundió el estómago y un vacío muy hondo ocupó su lugar; el corazón me latía desenfrenado y amenazaba con salírseme del pecho; mis piernas, más que de huesos, parecían estar formadas de goma; todo mi cuerpo estaba en estado de alerta ante semejante ¿peligro? ¡Ni siquiera sabía de quién o de qué se trataba! Lo único de lo que no tenía duda era de que esos ojos poseídos atravesaban mi ser cual filosas navajas y no había nada que yo pudiera hacer para evitarlo. Por un momento no hicimos nada, más que clavar nuestra mirada en los ojos del otro. Sólo había de dos: o se hartaba de mirarme y se daba la media vuelta o echaba a andar hacia mí y entonces sería yo la que pegara la carrera. En efecto, no se hartó de mirarme y pronto vi cómo esos ojos infernales se acercaban muy lentamente hacia mí. Quise correr, pero mis piernas no recibían la señal que mi cerebro les mandaba. Quise gritar, pero fue el silencio y no mi alarido lo que llenó el espacio entre aquellos ojos y yo. Más cerca, cada vez más cerca los sentía y ya no era el miedo, sino el pánico el que brotaba por las lágrimas que empañaban mis ojos. Sólo pude ver al dueño de esos ojos blancos y poseídos cuando estuvo a un par de metros de mí. Era alto, mucho más de lo que yo me había imaginado, y fuerte, o al menos eso dejaba denotar su musculatura.

Mi cuerpo había hecho caso omiso de la orden de huida, así que huir ya no era una alternativa viable para mí; pero ¿acaso podría hacerle frente…? ¡Por supuesto que no! Si a leguas se notaba que bastaría un brinco para que yo cayera acorralada en el piso. No hice más que enjugarme las lágrimas que me impedían ver mi fin y entonces esperé a que esos ojos poseídos, fríos como el viento otoñal, decidieran fulminarme. Sin embargo, eso nunca pasó. El perro, más alto de lo que había imaginado y tan fuerte como se veía, el mismo que era el dueño de esos ojos blancos, fríos e infernales, que miraban como poseídos, sólo atinó a olfatearme. Cuando tuvo suficiente, me miró por última vez y se fue por el camino que yo había andado con la cabeza gacha y la cola entre las patas. También así se fue septiembre y yo continúe andando…

Hiro postal

Viento en las ramas

Con voz de viento,

de un verde susurrado

saluda el árbol.