En la mesa, el vino


Los idealismos son, desde hace tiempo, molestos. Maquillaje quebradizo en los rostros del hombre burlón, cínico, fuerte. Cuando vemos que alguno de estos guardianes de las viejas virtudes cae en pecado o parece falsear su postura, gritamos a coro desde el pecho «¡eh, mentiroso!, ¡¿no que un santo?!», pero el cínico que no es un juez, ni pretende serlo, también dice «No te apures, estás a tiempo de vivir bien, junto a mí tienen lugar tus desaguisados», «¿Bebes?». Así se perdona al justo, invitándolo al terreno de lo efímero.  El mal, o mejor no el mal  pues ce mot ofende al puritano de los hechos… más bien, la verdad pura y llana, sin bien ni mal, se hace clara. ¿El viejo bufón ha perdido el rostro? ¡Qué nuevo chiste!, quizá bebía veneno o ponzoña en lugar de vino.

Pero, -porque siempre existe un pero-, en caso contrario nadie dice nada. Ni algarabía ni gozo, más bien hostilidad. Cuando este mismo hombre no falla a su posición, sino que da muestras de entereza, no estamos dispuestos a gritar: ¡He aquí un buen hombre!, pues creemos que la verdad no apunta a ese lugar, a la casa del bien. La existencia es trágica sólo por eso. El tal hombre es un mentiroso de lo peor. Inventa, exagera, molesta a las buenas costumbres. Y la salud preocupa a nuestro anfitrión. En su mesa de vez en cuando alguno enferma de ilusiones, pues quiere ver más allá del banquete. Peor aún, dice que ve o intuye una época dorada donde las bellotas… Pero antes de que siga, mejor omitirlo o alterará las vencidas pasiones que adormeciera el elixir ofrecido antaño por este bufón.

Pero el loco insiste. Algo se fermenta en su pecho. Ahora él tiene sed y hambre de otra índole.

El hambre de ese hombre sólo puede ser satisfecha por la idea de lo eterno y su sed calmada por la libertad. Libertad y eternidad son los grandes destinos del hombre, sólo en ellos se puede compartir una mesa bien servida. Pues aún suponiendo que el cínico no sea avaro, nunca ha sabido para qué compartir su mesa, ni entiende por qué ésta no agrada a sus comensales en el último platillo. Siempre termina odiando al hombre, al que considera rebelde y desagradecido, una bestia baja. Ésa es toda su antropología por la que sirvió su comida. Nunca el bien, siempre el hambre; terminó por ser sólo hambre su festín. y el hombre busca el vino con el cual se embriaga pero no se seca. Ése vino que robustece porque es del interior de su alma de donde mana y se hace común al abrir los odres. Ese vino que es amor y no angustia.

Javel 

«Te amo porque haces que te ame/ porque puedes hacer/ que me suceda/ amarte» Ululame González de León

¡Feliz año, lector!

¿Navi…dad?

Pensar en la cena, en el vino y los invitados, y especialmente en los invitados, también puede ser ocasión para renovar los rencores que se decían olvidados.

La cena se especia con las desconfiadas miradas, el vino se marida con amargas añoranzas y se bebe y avinagra mientras se habla de ánimos renovados, y de paz y amor, siempre que se deje a los otros olvidados.

Las reuniones navideñas, que hoy en día se celebran, forman comunidades, unen a los comunes y excluyen a los dispares, no difieren mucho de las redes sociales, donde se despotrica y maldice, pero sólo entre los iguales.

Cuando el centro de la cena era un pedacito de pan y no todo el fausto de hoy día el alma se nutría y lo que se formaba no era una comuna, era una hermandad. Pero el pan no llena a los estómagos siempre hambrientos, y menos a los tiranos que para los primeros trabajan atentos.

Añoro el pedacito de pan, tranformado en Cristo, porque eso de los rencores y los sinsabores de vivir en comunidad quedaba de lado, especialmente al ver en el otro al hermano y no sólo a un miembro de una sociedad.

Maigo.

El brindis del Año Viejo

Es costumbre que los amigos se reúnan. Se complacen de hacerlo. También es usual que lo hagan en ocasiones especiales: cumpleaños, graduaciones, victorias laborales, matrimonios, excursiones a sitios inusitados. Entre estas ocasiones, se encuentra el fin de año. Los amigos definidos por el tiempo celebran que un ciclo más ha concluido. Su amistad ha durado otros doce meses y está listo para durar doce más. El brindis es la ceremonia que confirma la tradición; el pasado se convierte en presente al choque de las copas. Los amigos festejan seguir juntos. Continuar con eso que han venido haciendo y hacer lo que hicieron. Los más lejanos se sientan con los que no pueden ver a menudo.

De esos que poco se sabe, la cena es el momento perfecto para actualizarse. Se hace recurrente la pregunta de qué han hecho. Cuentan sus nuevos proyectos, sus anécdotas en otro lugar, sus aventuras excitantes. Así como las velas de la mesa, resplandece la novedad y alegría. Aun con ellos, los amigos abrevan del pasado. Venturosamente desafían a la distancia y reafirman su lazo. El trabajos, los estudios, la familia, nadie pone en riesgo el afecto habido. El amigo sonríe al saber que al suyo le sonríe la prosperidad. Las conversaciones y risas de siempre iluminan la mesa. Todos crecen, jamás dejan de ser los mismos. Se acicalan, se visten de gala, y los niños elegantes emprenden un juego divertidísimo: ser adultos.

Llega el momento del brindis. Las copas se alzan y auguran un mejor año. El optimismo devoto muestra su confianza en lo mismo. El augurio sobra porque los amigos saben ciegamente que los proyectos terminarán bien, aunque fracasen, lograrán sus propósitos, aunque terminen inconclusos, y volverán a reunirse para presumirlos y contar qué ha sido de su vida. En la antigüedad el vino era disidente. Llevó a Noé a la humillación pecaminosa. En el banquete platónico, fulminó casi con todos. Embriagado, Alcibíades irrumpe los discursos. Más listo, el hombre moderno lo toma con reservas. En la cena navideña no revitaliza o altera; el vino preserva las amistades. La ceremonia no nace del temor de no verse nunca más. Tampoco es de agradecimiento. Ni una cena placentera. Surge como rito para sosegar al tiempo voraz; alienta la melancolía cotidiana.

Las uvas de los muertos

Las uvas de los muertos

Entre los rubicundos escozores de nuestras mejillas se delata nuestro particular modo de beber vino. Entre las categorías del abstemio y del exceso, se derraman las loas de la salud, del cuerpo, y la teoría de las dependencias destructivas. Gozamos de exagerar el elemento irracional del vino, y los transformamos en máscara filosófica de nuestra sinvergüenza bohemia; lo transmutamos en sustancia tóxica, y en eso se diluye nuestra alegría en pequeños ríos de sangre y jugo. Lo cierto es que el vino perdió para nosotros todo valor genuinamente humano o incluso misterioso, y fue porque nosotros lo hemos querido así.

En una de las imágenes más intrigantes y enigmáticas de los Diálogos, se recuerda a Sócrates como saliendo ileso de los efectos de la bebida, después de haber compartido con los comensales un día de discursos. Sócrates puede ser el único cuerdo entre sus compatriotas, y ser el héroe que surge victorioso por entre las aguas de Dioniso. El filósofo soporta descomunalmente el vino porque nada puede turbar su razón. En esta versión, Sócrates es el Aquiles de la razón, de la razón moderna.

El evangelio relata cristalinamente el pasaje de las bodas en Galilea. En él, Jesús transforma el agua en el vino que hacía falta para seguir la celebración; se especifica que sólo él guarda el mejor vino para el último momento, a diferencia de otros. Ese fue, según se cuenta, el primer milagro realizado por Cristo. Siguiendo la lógica moderna, supongo que Jesús tendría que ser, en este caso, el hombre bonachón que no permite que la falta de vino sea un obstáculo para seguir la fiesta. Jesús muestra su misericordia y su caridad en una obra sencilla de simpatía; el milagro puede ignorarse, u omitirse.

Después de la furia romántica, Nietzsche aprovecha para burlarse de más de uno de nosotros. La imagen magnética del hombre dionisíaco se antoja como el idilio transgresor del “espíritu de la música”. El resultado de la añoranza de lo dionisíaco, de aquella disolución de lo individual, sirve muy bien de pretexto para el establecimiento de una vida regida por la disolución, por creer que es ese el modo perfecto de consumir fatuamente la vida, o de denostar el bienestar burgués. Pero hay mucho de problema con la perversión de esta imagen, hecha por el esteta dionisíaco: que su tragedia ha perdido la causa, pues su fantasía pagana ya no tiene dioses. El vino que servía como elemento necesario en el sacramento de Dionisio ya no tiene olor; la negrura del elogio que Nietzsche hace de la tragedia ante el racionalismo socrático mediante Dioniso se pervierte con la simple comodidad del inconformismo o del nihilismo moderno.

Nuestra relación con lo festivo y lo alegre del vino tiene en realidad la siguiente función: el de servir de anestésico para las penas de nuestra senescente adolescencia. Creo que no hace falta ser demasiado circunspecto para notar que nuestras tertulias, que dicen utilizar el vino como catalizador de la amistad y la convivencia de los dogmas, no son más que la máscara de lo triste que es nuestra visión del amigo. Es falso que sólo en el exceso balsámico uno sea más fraternal y sincero: si es así, vivimos entre canallas. En la defensa del exceso perdemos el verdadero placer del vino en la alegría de una celebración: que él no es necesario para ser feliz. Nuestras fiestas no entienden el placer del vino porque él se ha convertido en la señal de que ya no hay motivo alguno para celebrar.

Entender a Sócrates como el héroe de la razón ante el vino puede tener parentesco con esto. Los detractores del vino en favor del sentido común y la salud pueden sacar un ejemplo fácilmente de esa imagen misteriosa del filósofo. En ese caso, sólo negamos el hecho de que Sócrates bebió en una reunión en donde se habló del tema que le era propio: Eros. Los admiradores de lo racional y del bienestar pierden de vista que no es principalmente el vino lo que derrumba la inteligencia, sino que hasta puede servir como vinculo fogoso de la discusión; sin caer, en esto último, en las ridiculeces del que quiere discusión y amistad en el vino al tiempo que cree que nada vale la pena. En el caso del milagro que transmuta el agua en vino, se agrava nuestra distancia en relación con el relato. ¿Qué importancia puede tener que sea ese el primer milagro realizado por Jesús? Quizás ese buen vino que Jesús otorga a los esponsales esté vinculado con su buena nueva. Tal vez si Jesús permite que la celebración de la boda continúe es porque en él se haya la verdadera alegría, implicada en el milagro y en el misterio de su encarnación. Tal vez él venga a decirles tanto a los racionalistas de la medida como a los falsos paganos que en el vino, que también representa un sacramento, se celebra que todo vale la pena.

Tacitus