Pretensión

Creer que se puede construir el reino de los cielos en este mundo mediante una equitativa repartición de riquezas, creyendo en la bondad original de quienes han sido desposeídos y suponiendo que la realidad se puede transformar mediante palabras y decretos, es algo propio de ilusos e idealistas.

La ilusión consiste en pensar que la materialidad llena el alma, que los recursos materiales con los que se cuenta para llenar a todos son ilimitados y que la virtud nace de los despojos accidentales, porque no es lo mismo dejar todo a ser privado de los bienes materiales.

Además la idea de que todo se puede modificar al hablar mucho y decretar más coloca a la palabra del hombre al mismo nivel de la palabra de Dios, de modo que no es de extrañar la presencia en el mundo de seres parlanchines que se pretenden salvadores del hombre, casi dioses y por tanto dignos de adoración y flores carentes de la espina de la crítica.

Maigo

De la quimera en soledad

De la quimera en soledad

El príncipe es un hombre solitario. No es eso apología de su virtud (que quién sabe si la requiera), sino rasgo distintivo de su conocimiento y vida. ¿Puede la soledad ser amante, como soñamos (pensamos) a veces cuando decimos bastarnos a nosotros mismos? La sabiduría del príncipe sólo puede hacerle ver el amor como una falsedad: la naturaleza del alma común no cala hondo. ¿Qué es la virtud del príncipe? ¿Qué es la naturaleza? La respuesta superficial parece sencilla: la virtud del poder radica en dominar la adversidad a través de la sabiduría sobre la naturaleza de los hombres. Pero la soledad del príncipe no es la del cartesiano. Eros aún se ausenta, pues el cartesiano sólo puede aceptar como evidencia un movimiento que pueda apuntar claramente. Lo que el cuerpo evidencia, el concepto lo hace sabido. La soledad del cogito no se debe sólo a la sabiduría: el alma que se evapora ya no puede comprenderse en la locura: cree que el mito sobre las alas es un cuento de fantasmas. ¿Será que conocernos sólo permanece siendo un problema, un problema no sólo reducible a los veredictos de la razón que calcula y aclara en soledad, mientras lo bueno y lo bello sean idea en sentido platónico y no valor o concepto del ego que nunca puede comunicarse, que se ve impedido porque cree que el gobierno en general proviene de sí mismo? ¿Qué no la virtud más alta del alma es el dominio de sí? Falso: la moderación sólo culmina en poder cuando no hay locura divina. La virtud del príncipe es solitaria no porque sea afirmación de la razón sin alma, sino porque su nombre depende de no estar subyugado ni por la fortuna. ¿Y Eros, no es algo que escinde a tal grado de hallarse igual de solitario? Falso: Eros pierde su nombre cuando no es sed del otro que se parece a mí. ¿No es el mayor peligro del alma entregarse al fantasma de la soledad, a riesgo de padecer esa cordura de quienes no pueden amar? Razón, cordura, soledad, amor, poder, la espesura de la niebla que cubra la palabra y la vida, que ni en los que se dicen más solitarios es vida inocua para sí misma.

 

Tacitus

Reflexiones sobre Montaigne

¿Cómo saber que lo que escribo tiene algún valor? Puedo preguntármelo a mí mismo o viendo las reacciones de mis textos. Podría sentirme bien porque a veces me han dicho: “sentí bonito con lo que escribiste”. La generalidad del comentario me atormenta, pues no sé qué provocó la sensación ni qué hará después con esa vaga sensación la persona referida. Pero si yo mismo no intento buscar el modo de buscar la calidad de mis párrafos, la opinión ajena podría engatusarme, mandándome a considerar una sola manera de apreciar o despreciar lo que tecleo. Y no es que me haga la pregunta porque escriba lo que se me vaya ocurriendo, sin un plan previo, alguna finalidad o una motivación reflexionada. Lo que me parece inteligente a mí podría ser el tema del desayuno de una persona; mis frases creativas podrían ser las ocurrencias de sobremesa de quien busca afanosamente ser cada día más creativo; la luz que me permite entender la relación entre mis palabras y el asunto sobre el que escribo son los balbuceos de un niño que está aprendiendo a hablar.

Pedir a los historiadores de una época que escriban sobre tus propios escritos podría tomarse como un acto de risible vanidad. En Facebook leí que las publicaciones que colgaba un usuario eran importantes porque las escribía él, al menos así lo afirmaba (temo pensar qué sentirá cuando dé alguna orden en cualquiera de sus redes sociales y nadie se digne a ignorarlo). ¿Cómo saber que ese historiador hará caso a quien le pida escribir sobre él como un gran escritor?, ¿cómo va a saber el historiador que los escritos tienen calidad si, probablemente, no son textos de historia?, ¿cómo saber que las historias del historiador destacarán entre el mar de lo que se va contando? Tal vez con un acto sencillo de comparación: puede valer la pena escribir sobre un tema porque se ha comprobado que son pertinentes de ser leídos ante la casi infinidad de temas sobre los que se puede escribir; vale la pena rescatar en una balsa del mar de hojas a quien bien escribe sobre los temas buenos. Lo cual requiere un trabajo exhaustivo de estudiar temas, practicar formas de escritura, con tal de que salga una página digna. ¿Por qué alguien habría de hacerle caso a la balsa de un historiador?

Yaddir

La orgullosa crueldad

 

La orgullosa crueldad

Haré una pregunta incómoda e incorrecta: ¿por qué suponer que la pederastia es un problema psicológico? Lo ha supuesto la Iglesia mexicana sin que, al parecer, logre ver las consecuencias. Por ello, adelantando el final de mi planteamiento, el nuevo plan para enfrentar los casos de pederastia entre los clérigos mexicanos fracasará. No, no quiero sólo ser un aguafiestas, sino que quiero mostrar el problema teórico de la suposición y su perversa consecuencia práctica. Y quiero sugerir que la perversidad práctica motiva en mayor medida el nuevo plan, por lo que no sólo cabe pensar que alguien nos está engañando al postularlo, sino que a sabiendas del engaño se oculta un acto vil. Intentaré explicarme.

         Psicológicamente el juicio moral es sólo una valoración. A fin de no reconocer como malo el acto pederasta, lo cómodo es interpretarlo como una condición psicológica. Que sea posible suspender el juicio moral para reducirlo a condición psicológica supone al mal como administrable, al pecado como subjetivo y a la infracción como atenuable. Si el mal es administrable debería ser la discusión teológica de fondo; aunque lo cómodo es suponer que la condición caída nos conduce al pesar y que el progreso nos puede hacer confortable el peregrinaje. El mal, como si hubiese dejado de ser misterio, ahora es presentado como un problema superable. Es más, y siguiendo el discurso del Papa, se cree que el mal permea por el mundo y si acaso aparece en la Iglesia es por tratarse de un organismo más, de otra institución mundana. El mal, parece suponer la jerarquía católica, toca a la Iglesia tangencialmente. Así, algunos creen que el mal torna administrable, asunto de especialistas.

         Los especialistas que pueden atender a los curas pederastas son, por tanto, los mismos que atienden a los pederastas en general: psicólogos, jueces y, quizá, otros curas. La administración psicológica de la pederastia permitirá “reconocer conductas de riesgo” que, a su vez, los hombres de la ley se encargarán de administrar. Si se da el caso que el pederasta sea creyente, puede administrar su culpa con un cura. Si se da el caso que el pederasta sea un cura, su cura superior administrará legalmente la culpa. Sencillo: el pecado es una valoración subjetiva y administrable. La única diferencia entre el cura y el hombre de a pie, parece suponerse, es la jurisdicción bajo la que se desempeña. ¿Así o más mundano?

         Al reducir el asunto a la mundanidad, la Iglesia se oculta sus propias faltas. Quizá su falta más grave sea su actual incomprensión de la carne, su claudicación a pensar el erotismo. Que la Iglesia ya no piense la carne es precisamente la señal del misterio.

         Fracasará el nuevo plan porque los especialistas mundanos no pueden pensar la carne: la especialidad sólo es posible como negación del erotismo. La prueba puede reconocerse cuando preguntamos qué es la castidad en la perspectiva psicológica. Nótese que al mundanizar la pederastia clerical se vacía de sentido la virtud de la castidad. Por ello mundanamente no se alcanza a ver diferencia alguna entre la pederastia de un sacerdote y cualquier otro tipo de pederastia. Se cree, absurdamente, que es un problema de valores. Y los psicólogos, discúlpenme, no pueden entender la virtud de la castidad en tanto psicólogos. Si el nuevo plan realmente quisiese evitar la pederastia clerical, tendría que empezar por no desvirtuar la castidad, por pensar la carne.

         Lo que sí busca el nuevo plan es un marco pretendidamente legal para discriminar personas y frustrar vocaciones. El nuevo plan se ha presentado como la determinación psicológica de “conductas de riesgo en los candidatos para el ingreso a los seminarios y a la ordenación sacerdotal”. Claro, podría suponerse que se trata de un plan a largo plazo, ya no contra los curas pederastas de hoy, sino para evitar que mañana haya curas pederastas. Pero eso es mentira. Los psicólogos serán útiles para discriminar, excluir y frustrar a los jóvenes homosexuales que aspiran a la ordenación sacerdotal. Pues el objetivo indicado a la pesquisa psicológica es el mismo que en la Ratio Fundamentalis Institutiones Sacerdotalis (VIII, c) de diciembre de 2016 se determinó como necesario para excluir a los homosexuales. Se supone, perversamente, que los curas homosexuales —cuya existencia se niega formalmente a la luz del Catecismo de la Iglesia Católica, 2357 y 2358— son los pederastas, lo cual no sólo es falso (en tanto generalización), sino una muestra más de la renuncia de la Iglesia a pensar la carne. (El Magisterio parece haber olvidado, en torno al punto que comento, que precisamente en el Catecismo de la Iglesia Católica 2359, se dice que el homosexual está llamado a la castidad. ¿Por ello ahora se desvirtúa a la castidad?) Validando este mecanismo de exclusión, la Iglesia crea un chivo expiatorio. Por eso creo que es completamente vil justificar la violencia contra un grupo de la cristiandad bajo el pretexto de prevenir un daño. Hay perversidad y vileza en el engaño. Lo peor es que parece que a nadie le importa darse cuenta. ¿Es tan difícil ver que la desidia aunada a la lujuria produce la más orgullosa crueldad?

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. Que dice el presidente que la subasta de vehículos oficiales fue muy exitosa, pues recaudaron 62 millones de los 100 millones que se esperaban obtener. ¡Exitosísima! ¿Se acuerdan de cuando nos burlábamos de Peña Nieto por aquello de «estoy a uno, no menos, cinco»? Se siente la 4T: antes teníamos humor. 2. Me divierte ver a los priistas del PRI diciendo que el PRI debe volver a sus orígenes, que hay que reformarlo. Tras la derrota del 2000 nació el nuevo PRI, ¿se acuerdan? La imagen de una camada moderna y profesional de priistas dio como resultado al grupo que administró al país en los últimos años. El nuevo PRI nos dio a Peña, a los Moreira, a los Javieres… ¡Ya quiero saber a quién nos regalará el nuevo nuevo PRI! 3. He dicho más de una vez que la sociedad corrupta se exhibe en la gratificación por la delación y la crueldad. Ahora se busca que la delación sea recompensada por ley. 4. Primer acto: asesinan a un opositor de un proyecto gubernamental. Segundo acto: la Fiscalía dice que seguro fue asesinado por el crimen, que no se puede pensar que tiene alguna relación con su posición política. Tercer acto: el «súperdelegado» en el estado en que ocurrió el asesinato señala que se ha de investigar a los otros activistas y opositores. ¿Cómo se llama la obra? El régimen de la simulación. 5. Simulación es la marca del régimen. Ahora se dice que se abrirán los expedientes de la Dirección Federal de Seguridad y del Cisen, que para la máxima transparencia en los casos de violaciones flagrantes de los derechos humanos. Pero la apertura máxima no será total, pues no se abrirán los expedientes de los casos no resueltos. ¡Se salvó el presunto asesino LEA! 6. Combativa, la periodista de las revelaciones hizo pública la versión sobre un acuerdo entre el expresidente Peña y el Chapo. Lástima que en su afán por golpear a Peña la periodista haya caído en el engaño. Una más para su antología de periodismo ficción.

Coletilla. «El sur tiene la bendición de la naturaleza, pero la desgracia de la flojera». Jaime Rodríguez Calderón «El Bronco», góber de Nuevo León, estandopero de ocasión y nuevo Heródoto.

Eros y moderación

Eros y moderación

La diferencia entre la moderación y la contención no sería visible si el alma tuviera siempre la misma actitud hacia el placer. Contenerse es evitar la satisfacción inmediata, y eso lo logran muchos sin requerir moderación. Moderar no es tener imperio sobre mis propios deseos, porque ¿qué podría ser sino un deseo lo que justificaría la búsqueda del control? Podría decirse que la moderación es una reducción de la cantidad de cosas deseadas, pero ¿no podrían ser pocos los deseos fatuos? La imagen de Céfalo demostraría que la moderación se alcanza por la suerte y el amor a la riqueza: la vejez llega a la conclusión de que es mejor tener deseos leves y no turbulentos. La virtud sería la corona ritual de la vida del pudiente. Si entendemos moderación como relajamiento de las tensiones por el deseo, entonces dejamos de lado la posibilidad de que sea la moderación una forma de consumación de la práxis erótica.

La moderación es un modo del deseo porque es también un modo de ser, de vivir. La asociación más común de dicha palabra es, hoy en día, referida generalmente a la regulación de la alimentación. Pero puede verse fácilmente que la regulación alimenticia no es todavía la capacidad de actuar moderadamente. No hay moderación en la negación de la naturaleza, porque así como es natural desear el placer, es natural también la posibilidad de reconocer el placer como una experiencia que nos muestra en relación constante con el bien. La objeción más recurrente apunta que en realidad esa misma tendencia natural a lo que se llama bien propio no es más que la evidencia de que la moderación es, si no imposible, sí indeseable para la mayoría de los hombres. El filósofo moderno no es un moderado (lo cual no lo convierte en un disoluto), sino un dueño de sí mismo: la sabiduría es la forma máxima del control sobre sí. La moderación llega a suplirse por el conocimiento de las causas de mis afecciones, y la teoría como práxis es el medio para ello.

¿Será que la moderación es, más que el control total del auriga sobre el corcel rebelde, una trayectoria feliz lograda por el mismo conductor tirado por ambos caballos? La vida de los hombres no puede destrozar la fuerza de la imagen: no es necesario recurrir a la “dignidad” del hombre para notar que los deseos más comunes no impiden en nada la existencia del alimento del corcel amable. El conocimiento del moderado sólo sería equiparable al de la técnica para dirigir el carro en tanto los caballos fueran normales. En ese sentido, la sabiduría del moderado no es ignorancia de los placeres comunes. ¿No será que al preguntar por qué tendríamos que ser moderados en vez de satisfacer nuestros deseos como nos sea posible también estamos preguntando por qué habría que creer que existe un conocimiento de la regulación de la acción? El autoconocimiento no es descripción radiográfica de nuestros sentimientos, sino inquisición sobre la anatomía moral de la vida, no sólo del “sujeto”.

 

Tacitus

¿Virtud por contagio?

Suponer que las virtudes de un gobernante terminarán contagiando al pueblo, como para que éste se convierta en un ser virtuoso, es una idea propia de las monarquías absolutas: si el rey es virtuoso sus allegados lo serán, aunque gusten de inclinarse al vicio, si el rey es vicioso, sus allegados lo serán aunque su alma busque la virtud y el bien, la comprensión sobre la virtud y el vicio no es tan simple.

Pensar que la virtud y el vicio se contagian, ya supone un problema que se debe atender con cuidado, incluso pensar que los virtuosos sólo conviven con los virtuosos y que los viciosos lo hacen de igual manera implica un problema bastante amplio de tratar.

Luis XIV de Francia, aquel monarca ilustre que se atrevió a igualar al estado con su persona, hizo de su vida cotidiana un espectáculo que debía ser atendido por toda la corte.

El uso de pelucas y accesorios que adornaran al monarca, quien sin miedo  se equiparaba en los cuadros con el dios Apolo, se volvió corriente en el palacio que estaba construyendo en medio de las tierras que ahora son jardines, cabe señalar que  sufrientes por la carencia constante de agua.

La moda se impuso, al grado que hasta las cirugías a las que debía someterse el monarca se volvieron solemnidades, pero la capacidad de éste para soportar el dolor no aportó a la educación que esperaba recibieran aquellos por los que se rodeaba. Los cortesanos no soportarían dolores emulando a los monarcas cuando ya bastante sufrían a causa de sus ideas raras.

La moda se impuso, pero la virtud se perdió entre espejos, cristales, fuentes sin agua, jardines y danzas. El tiempo fue pasando y lo que el propio rey consideró virtuoso se perdió entre deudas y cabezas empolvadas, muchas de ellas cayendo bajo los regímenes más terroríficos, que de la carencia de libertad se sacan.

El rey absoluto pensó que sus virtudes serían admiradas y copiadas, el problema es que sus virtudes, si acaso las tuvo, se confundieron con modas por los ricos adoptadas.

Un rey absoluto considera que si se levanta a cierta hora todos los días, y todos lo emulan, contagiará de virtudes a todos los que amodorrados persiguen sus pasos para ver cómo se caen promesas y sueños después de caminar por los páramos yermos de certeza, y terminar más perdidos que ciertos discípulos de Protágoras.

 

Maigo.

Vistazos fugaces

Vistazos fugaces

La experiencia ordinaria no le sirve a la ciencia que tenemos, que llamamos moderna, para legitimar su carácter de universalidad. Es comprensible: la experiencia se convierte inevitablemente limitado cuando tratamos de hablar de leyes naturales. El término experiencia es tan vasto que no distinguimos normalmente aquello que experimentamos, pues con el término experiencia me refiero tanto al grado de conocimiento generado en la memoria a partir del trato continuo con alguna labor en específico o con un ambiente; experiencia de lo natural se refiere simplemente a ese contacto que tenemos con otros seres vivos y con el clima, los ciclos lunares, etc. La segunda la consideramos relevante sólo en tanto resulta llamativa ante la tensión que genera la obsesión por la primera. Aun cuando defendamos la necesidad de hacer clic con los momentos de calma de la naturaleza, eso no quiere decir que alcancemos siquiera una pregunta que nos permita comenzar a caer en perplejidad por la regularidad indiferente de ella. La experiencia que produce una labor no requiere de explicación necesariamente para producir su fruto: simplemente requiere la disposición de la memoria y de las fuerzas anímicas. El conocimiento profano (no científico, en este caso) de la naturaleza debe reducir la experiencia a simple contacto, porque la palabra no tiene otro valor explicativo: las causas no tienen relación con la experiencia. Esta observación no pretende defender que el puesto absoluto en la obtención de la sabiduría le pertenezca a la experiencia; evidentemente no es la experiencia lo que da sabiduría. Pero la sabiduría quizá sea inteligibilidad perfecta de la experiencia.

La palabra sabiduría no la referimos a quien tiene experiencia para un oficio. Tampoco a quien ha vislumbrado todas las maravillad naturales. Me parece difícil pensar que nuestro uso se limite a nombrar las actividades científicas, pues, aunque nos beneficiemos de ellas, sería demasiada ilusión pretender que conocemos suficientemente y de manera general el aspecto científico de las teorías dominantes. El mundo es movido por esos descubrimientos, y nosotros sólo percibimos lo más visible de ellos: lo práctico, decimos. ¿Cómo hacer relevante un saber que no sirva siquiera en el nivel “espiritual”? La sabiduría, decimos, no puede ser inútil en el sentido de que no pueda estar abierta para cualquiera o, por lo menos, para el grupo familiarizado con el rito iniciático hacia ella. Probablemente, en este punto mejor que en otros es posible notar el conflicto, permeado de intensidad, entre la sabiduría y la retórica. La experiencia misma no es por sí misma la llave para distinguir un discurso seductor de uno bien pensado. En ese sentido, pudiera ser que la experiencia de nuestros conflictos nos haga más proclives a los sofismas que presas inalcanzables para ellos.

¿Quién desearía un saber que no tuviera nada que ver con alguna especie de beneficio capaz de ser compartido? La pregunta es deliberadamente clara. Uno cree que puede notar cuando es beneficiado y cuando beneficia al otro. Si así no fuera, ¿cómo defender el valor de la experiencia? ¿A qué reino de la inteligencia recurrir para saberlo? La pregunta no es necesariamente moral: quizá la sabiduría se muestre en quien sabe dar consejos morales, pero sólo a quienes están demasiado necesitados de ello. No es forzoso que la sabiduría deba dictar un canon: el amor por el honor y el destacar no congenia fácilmente con el amor al saber. Si la moderación es la virtud esencial, eso implica que su obtención no depende de una moral, sino de aquello que conviene al alma; lo anterior implica también que preguntar por la virtud ha de ser, cuando se mira bien, una labor poco sosegada. En ese sentido podemos ser defensores a ultranza de la moral sin poseer conocimiento alguno sobre lo que hace que algo pueda decirse bueno, aunque lo mismo aplica para quienes la repudian públicamente con civilidad y sin ella. La sabiduría requiere estar abierta a la evidencia que existe en torno a la dificultad de desentrañar fríamente la causalidad de las acciones humanas. Eso no quiere decir que con ello renuncie a toda explicación, sino que por ello mira que la moral es una limitante para conocer. Sin la perplejidad por la acción, difícilmente la pregunta por lo bueno irá más allá de las respuestas comunes: pragmatismo, hedonismo, cinismo. Por más que creamos la pregunta por lo bueno como algo irrelevante, nuestra irritación hacia ella prueba que la cargamos a cuestas de maneras a veces inimaginables para nosotros mismos.

 

Tacitus