De la virtud y lo natural

De la virtud y lo natural

La virtud es una disposición, a la cual se le llama incluso segunda naturaleza, por la manera en que ella se hace presente en cada juicio, acción y palabra del virtuoso. Ese señalamiento indica, en un primer sentido, que no se nace con ella, hecho indicado por su secundariedad con respecto a la naturaleza presente en el nacimiento y en todas las facultades esenciales que hacen al hombre. No podría ser segunda naturaleza si algo en la naturaleza a la que secunda en cuanto al nombre no la posibilitara. El hombre no sale de lo natural con la virtud, porque la naturaleza no consiste en una regla probada por generalidad. Es rara la virtud, pero no por antinatural, sin por su exigencia.

El poder no una disposición. Gobernar no es antinatural. Puede haber gobernantes sin virtud. La astucia puede bastar para dominar, pero no necesariamente para ser virtuoso. La virtud sólo puede darse en el ámbito político, de lo cual surge que la política muestra el modo de ser del hombre, y lo exalta, posibilitándole la excelencia. Sólo hay gobierno si hay política. Sólo los hombres gobiernan. Los procedimientos naturales de las manadas y los enjambres no requiere de gobierno, porque no sufren variaciones notables: no hay acción. La virtud es cuestión de práctica; no de ensayo y error, sino de práctica en el sentido en que es un reino distinto al del cálculo matemático y al de la técnica. No es contemplación. Su conocimiento es distinto.

Por ende, no se puede aprender con la “práctica” en el sentido de los ejercicios geométricos y en el de las artes reproductivas como la escultura y la carpintería. No existen diplomados para gobernar bien, sino para planificar estrategias, que no es lo mismo. Acaso la imitación pueda servir como ejemplo didáctico, pero entender sensatamente la imitación requiere de cualidades especiales. Sin comunidad no hay virtuosos porque la virtud requiere de la distinción entre lo privado y lo público, así como de que la acción tenga el fin que la política inserta en el hombre: el bien común.

Las virtudes de la fe no están del todo separadas de esta idea, a pesar de que sean nuevas con respecto a ellas. Porque, aunque parezcan cuestión de mera creencia, ellas no son tales si no pueden verse en la acción. La mortificación de los miembros sólo es literal cuando se trata del ascetismo y la penitencia física. Las virtudes de fe no son antinaturales. La mortificación no es únicamente la huida del sexo. Concebirlas como la lucha contra la naturaleza es el verdadero obstáculo para entenderlas. La imagen de la mortificación coincide con la de la eternidad. La mortificación no es un castigo. La virtud requiere de racionalidad, ese rasgo que separa al hombre de cualquier otro ser natural. Las pasiones requieren de Eros, pero no todas son sexuales. Ahí la influencia moderna. Sin Eros, la virtud tampoco sería posible. Porque aunque parezca imposibilitarla, ellas –las virtudes- son la mejor versión de él. El vicio no muestra la irrealidad de la razón, sino su naturaleza falible.

 

Tacitus

Risas en la oscuridad

Risas en la oscuridad

De la comedia se dice ser espejo magno de la costumbre y la verdad sobre el hombre. Que sus alturas requieren de una mirada de mayor perspicacia que la que necesita el espíritu trágico. Es difícil explicar sensata y claramente esa observación. Lo cierto es una cosa: siempre se asocia la comedia con lo risible, por oposición visible a lo trágico, en donde todo es grave. Pero eso es apenas la periferia del problema, porque aunque lo cómico esté basado en lo risible y lo ridículo, habrá que distinguir entre la profundidad y lo llano en lo risible. Porque hay simplezas que esconden más de lo que parecen ostentar, y gracias ciertamente comunes que viven del género más sencillo del humor.

En un episodio del Quijote, Sancho Panza comete algo que a más de un lector puede mover a esa risa sencilla, que revela algo básico. En medio de la noche, sujetando la cabalgadura de su amo, el estómago lo traiciona y defeca justo al lado del más famoso caballero andante. La respuesta de don Quijote no es la risa, por verse tan cerca del acto desagradable, confirmado por obra de sus narices, considerándolo indignante en tanto ello descubre un descuido en la relación propia de amo y señor, no ya de cualquier relación. El inesperado suceso hace estallar la risa a quien no ha reparado ni en las razones de Don Quijote, sobre todo porque tal hecho desagradable no nos ocurre a nosotros; lo vemos como terceros.

Lo risible, que se alimenta de lo fortuito, brota siempre tanto del hecho como de la consideración del espectador. Pero no puede caer en simple subjetivismo. La carcajada que estalla aquí muestra algo sobre el espectador para lo que la escena misma fue hecha, cuidadosamente hecha. La melancolía y solemnidad del caballero junto a la rusticidad de una simple necesidad. Quizá la escena no provocaría lo mismo sin Don Quijote ahí. ¿Por qué es risible que la distancia que se debe guardar movido por un respeto haya sido rota por una urgencia así? ¿Consiste lo cómico sólo en que algo despierte risa así?

Creo que, en este caso, en esa mezcla que el pasaje sostiene entre la solemnidad y la simpleza por uno y otro lado está la clave. El ridículo surge así. Cuando la risa se esfuma, el regaño que da Don Quijote a Sancho es sentido como un acicate por habernos burlado de él, o como algo que le agrega leña a la hoguera de la hilaridad. Porque el respeto que le falta a Sancho, quien no ve inconveniente en liberar su deseo a oscuras y en un lugar remoto (como manda incluso la guía rústica de la necesidad), es muestra de algo muy humano. En ese espectáculo, si el ridículo persiste, lo hace junto a la seriedad. Porque quien sólo encuentra motivos para risa en el enojo de Don Quijote ha notado lo extravagante de su empresa. Pero, curiosamente, todo en él es extravagancia. Incluso su bien hablar es extravagancia, o eso le parece a todo quien lo escucha, mientras vaga en la incertidumbre por no atinar sobre su cordura o locura.

No pára todo en el atrevimiento de Sancho. Porque si él se sujetaba a su amo, era por temor y por deseo de impedir que desafiara a la suerte en medio de la noche, atreviéndose a afrentar lo desconocido. Junto a la lealtad y la precaución se nos presenta esa falta en la desigualdad pertinente. Esa mezcla es algo para lo que la tragedia no está facultada. La lealtad y la astucia pueden ser aún en quien no entiende de esas diferencias en la honra, para quien no puede retener el estómago. La honorabilidad de Don Quijote vive con la picardía de su siervo. Quien ve la falta de Sancho entiende que lo que funda la desigualdad en el trato; pero quien se ríe de ambos también puede verla, resultándole ridícula tal diferencia. El espejo de la costumbre y la naturaleza está en saber mezclar esa simplicidad y gravedad con que nos topamos siempre que hablamos de tales desigualdades. Quien exagera en el honor, fácilmente recurrirá a la tragedia: el drama de las almas aristócratas que se topan con la cruel fortuna; quien sólo ríe, burlado será por la discreción, impidiéndose el pensamiento de las diferencias virtuosas. Por ello las burlas a Don Quijote pueden ir mezcladas siempre de astucia y discreción, pero no necesariamente de buena voluntad.

Tacitus

El deseo a través de la virtud

El deseo a través de la virtud

Entramos con facilidad en un callejón sin salida llamado deseo. No sabemos de dónde le proviene su bondad o su maldad, a pesar de que muchos experimentamos, aunque no lo aceptemos, el mal en el deseo de otros. Preferimos, por eso, decir que todos son válidos, dignos de ser satisfechos, pero fácilmente nos arrepentimos de nuestra ligereza. Es fácil decir que la ambición de poder es denostable cuando la hemos visto cerca de nosotros. También es sencillo recomendar el no enamorarse, como Lisias, callando nuestros verdaderos propósitos.

La experiencia más mínima del deseo parece impulsarnos al dualismo vano. La razón como calculadora, conductora de las apetencias altas y bajas; el mito moderno haciendo gala de su semejanza con la hidra de Heracles. Pero de la experiencia al dualismo hay un puente que ya cruzamos sin siquiera tambalear. Cruzamos a tientas, pero corriendo. Por eso tropezar es fácil. Los rousseaunianos podían decir con tranquilidad que la razón moderna era la causa de la enfermedad, y, sin embargo, seguir creyendo en la existencia del espíritu, eso que le da forma a la existencia corporal del hombre. Los dramas amorosos modernos tienden todos a ese juicio que sentimos necesario en torno a lo pasional.

¿No será que el deseo, para ser llamado tal, requiere que no haya un dualismo en su explicación? Es decir, tendríamos que pensar si acaso en la experiencia del deseo jamás se esfuma la razón de él, ni siquiera en los deseos más “bajos”. La virtud del prudente no depende tanto de su deseo del reconocimiento, sino de su deseo y conocimiento del bien en el sentido práctico. Eso quiere decir que no se define tanto a partir de su amplio dominio de las circunstancias, como el prudente de Maquiavelo, sino de ese “segundo modo de ser”, de ese hábito que la inteligencia auspicia en cada acción suya. No es necesario que sea caritativo, ni pacífico: juzga las cosas públicas con verdad. No necesitó del estudio de los principios del estado, porque la prudencia no es conocimiento teórico. La bondad de su deseo proviene de su conocimiento de la verdad: no hay prudentes sin poder, pero el prudente no es tal por ser poderoso, en cualquier sentido que se le pueda entender.

Eros puede llevarnos a equivocarnos y a acertar. Las posibilidades que da son variadas. Templar el amor no es morigerar la pasión. El buen amor vive junto al conocimiento, como la virtud. Los malos deseos no se convierten en buenos. Es nuestro conocimiento del bien lo que va caminando junto al deseo mismo. La tiranía no requiere de la justicia porque su sostén es posible sin buenos deseos. La variedad del deseo no justifica por sí misma la bondad automática de todos. La astucia es maravilla en la ejecución, y el deseo no es ejecución. De ahí proviene la idea moderna de que la búsqueda de placer es lo importante a la hora de examinar el amor y el deseo.

Tacitus

La necesidad: muerte de la virtud

La necesidad: muerte de la virtud

Dicen que la tragedia es inevitable. Lo es sólo si la verdad es esencialmente trágica. Lo es si existe algo como la perpetuación indefinida de lo inevitable, en vez de los errores como efecto de la perfidia. Lo es para casi todas las versiones que pueda haber del destino. La marcha de la bestial locomotora del progreso es imparable, por eso quedan el amor y la amistad trágicas, como vínculo de las almas que esperan en la dulzura de su infatigable soledad el acaecimiento de la destrucción serena del hombre. La política se vuelve administración, burocracia de los servicios esenciales, efectividad y producción absurda por la utilidad moderna; se sepulta la lógica que hace posible la comunidad mediante los bienes compartidos: la tecnología es el paraíso de la desigualdad económica del burgués contemporáneo.

El moderno acepta en sus adentros que la libertad es un excelente impulso retórico; el trágico no se atreve a semejante descaro, pero no puede recuperar la búsqueda de la felicidad asumiendo que Dios ha muerto. La sapiencia política del hombre trágico habla de la sabiduría como última salida, pues no se puede tener consciencia de la tragedia en medio de la modernidad si no sabe escrutar lo moderno en él. La sabiduría trágica espera ser una alternativa meditabunda al mesianismo moderno, pero no es ya plenitud de la naturaleza, sino el naufragio ante la inviabilidad de la metafísica racional. Es la progenie del amor fati.

La paradoja de la fe es un reto para la consciencia trágica. El sacrificio no es lo mismo que la destrucción -quizá de ahí brote el principio que necesitamos cuando queremos afrontar la resurrección. Dicen que el calvario es la consumación de la narración evangélica porque muestra esa paradoja, terrible, pero virtuosa como jamás se ha vuelto a ver. Es la paradoja del amor. La crucifixión muestra la salvación del hombre, pero no mediante el triunfo absoluto de una humanidad convertida, lo cual espera todo creyente moderno. Es paradoja para los ojos más simples. Nadie esperaría que lo divino pudiera ser mancillado como lo presenciamos. Quien sostenga que ahí está lo sospechoso del apostolado, no entendió el evangelio.

La tragedia es una tentación intelectual. Es la estancia permanente en el desierto cuyos granos de arena son los segundos en que lo inevitable se reafirma. Sin el mal, la crucifixión pierde todo su sentido, desde el evangélico hasta el de la estructura narrativa. Ante el mal, para el hombre moderno quedan los problemas técnicos; para el hombre trágico queda el misticismo de la misología, queda el escepticismo ante el amor. La salvación mediante la desgracia en la Cruz no es el confort que abre las puertas al nihilismo, pues sin crucifixión no hay esperanza. El escepticismo en la encarnación genera la tranquilidad ante el saberse salvado, pero no la alegría por ello. El secreto de la alegría en la fe está en descubrir las incontables oportunidades para cumplir con lo mostrado por el perdón. Es el magno misterio: que la desgracia ha sucedido para la alegría venidera del hombre. Algo que el trágico no puede aceptar. El Señor no estaba destinado a terminar así, como se ve en cada momento del evangelio, y eso hace que la crucifixión modifique el sentido de lo trágico. En el mundo del destino el amor es un consuelo de nuestros soledosos y sentimentales corazones.

 

 

Tacitus

Caballeros con los dedos cruzados

Everybody knows that the dice are loaded
Everybody rolls with their fingers crossed

Leonard Cohen

Sebastián era un hombre con una conducta intachable. No por nada se había ganado su apodo del Teacher. Su parecido no era con López Dóriga ni el sobrenombre se le puso por su vestimenta usualmente formal. Varios amigos y compañeros lo habían llamado así por ser un hombre recto y serio. Trataba con propiedad a las personas, frente a frente, incluso detestaba alburearlos o dirigirse con groserías en demasía. Para los de su alrededor era una figura emérita, alguien respetable que podía enseñarnos la decencia restante en el mundo.

Bebía muy poco, lo suficiente para no perderse y comportarse como un verdadero civilizado (un gran ejemplo de continencia). Cuando salía a reuniones y fiestas, su novia podía sentirse tranquila de estar en sus manos. Estaba segura de que Sebastián cumpliría su promesa de traerla a casa, sea la hora que sea. Siempre respetaba sus decisiones y amablemente mostraba su desacuerdo si era pertinente. Las discusiones casi nunca ocurrían y de hacerlo rápidamente se arreglaban. Carla debía sentirse orgullosa de tener un caballero a su lado.

Así como la novia, Antonio sentía placer de conocer a Sebastián, en especial de tenerlo como contrincante en la partida de ajedrez. Llevaban alrededor de media hora intentando terminar la potestad contraria, capturar y posicionarse con el reino del rival. Antonio creía que una riña digna dependía de la inteligencia y destreza con quien se enfrentaba. Confiaba en ello por otras disputas y por conocer desde hace varios años al Teacher. A partir de que se conocieron en Relaciones Internacionales pudo nutrirse una amistad, misma que Antonio apreciaba mucho. Por lo general éste era un hombre receloso de otros, muy pocos podían ganarse una buena opinión de él.

El juego avanzaba cuando repentinamente fue interrumpido. Una llamada entró en el teléfono de Sebastián, una muy esperada por ser de carácter laboral. Saludó formalmente a quien lo solicitaba, bueno, ¿buenos días?,  y su sonrisa iba revelándose conforme la llamada transcurría. Era imaginable que Antonio sintiera bastante curiosidad por lo que sucedía.

—¿Qué pasa? Veo que alguien alegró tu día con una buena noticia.

—Era una oferta laboral, específicamente para cerrar negociaciones y concretar mi ingreso. La situación es sumamente difícil como para haber dicho que no.

—Vamos, no seas tan misterioso. ¿Qué? ¿No confías en mí? Creo que me he ganado tu confianza en estos años.

—Claro, eso es cierto. Sería un hombre solitario en caso de no gozar con tu amistad. Ni Carla podría librarme de ese tormento.

Y eso era cierto, Antonio destacó en sus acciones para poder fortalecer el vínculo con Sebastián, y viceversa. La satisfacción era recíproca entre los individuos y por lo mismo justa. De algún modo ambos vivieron pruebas donde pudieron hacer relucir su amistad, conforme las sorteaban o superaban cada uno reafirmaba el cariño y apoyo con el que contaban. Para ejemplo estaba el trabajo ofrecido para Sebastián. Ambos trabajaban en una empresa que sufría problemas económicos. Debido a ello tuvieron que hacer algunos recortes, varios fueron ejecutados en el área de ventas internacionales. Antonio y Sebastián nunca acabaron como embajadores o diplomáticos, pero sus conocimientos les consiguieron un lugar en aquella área. El primero rápidamente se enteró de los planes en la empresa, entonces decidió adelantarse: con los superiores comenzó a familiarizarse más y a su amigo le informó que solicitaban una vacante cerca de su casa. Pese a que ganaría menos dinero, se compensaría con el ahorro de gasolina en su coche.

—Ya veo, ¿entonces tuve razón con lo del empleo?

—Así es. Todos salimos ganando, resolvimos el dilema de tu cabeza o la mía. Tú pudiste permanecer en el tuyo y no he quedado a la deriva. Me has protegido, estoy agradecido contigo.

—La confianza se prueba así, amigo: con hechos. Puedo demostrarte mi preocupación. Desde que alguien me dijo lo de los recortes, supe que debía haber una forma donde todos ganáramos. Evitar peleas absurdas o envidias innecesarias, mantener la paz entre tú y yo.

—Quién te viera, en ti sigue reluciendo tus aptitudes y propósitos diplomáticos.

—No es sólo eso— rió Antonio y continúo diciendo— pese a toda la corrupción y vileza en el mundo, creo que la bondad sigue en los corazones humanos. Tú y yo somos prueba de eso.

—Concuerdo contigo. En esta época todavía se puede ser alguien honorable. Resulta cobardía y estupidez quien no se atreve a ello. Hace poco me platicó mi vecino que resistió la seducción de una fémina. Ésta era la pareja anterior de su mejor amigo. Supo cumplir la regla de oro que establece nunca ceder o relacionarte con esa clase de mujeres. Actúan como bestias quienes se dejan abatir por sus deseos carnales, resultan deleznables e inexcusables. Me mantengo esperanzado en el, ¿como dices?, corazón humano… Perdón, entre tantas palabras me desconcentré, ¿cómo avanza el caballo? Tres hacia el frente, ¿y uno o dos hacia los lados?

—Dos, y mejor no hablemos de religión. Recuerda que eso y las convicciones políticas siempre exaltan los ánimos…

—¿Qué haces? ¿Crees que cruzando los dedos podrás vencerme? ¡Por favor!— interrumpió Sebastián y hablaba de manera jactanciosa, aunque sin ninguna malicia—Bueno, puede que tengas razón. Te imitaré si no te molesta.

—No lo creo, ya lo hice… ¡Jaque mate, amigo mío!

Sorprendido el otro hombre volteó al tablero y paseó los ojos por todas las piezas, para Sebastián estaba bien. Medio día, el parque con demasiada calma que podría adormecer a cualquier fatigado. No había visitantes, ni corredores o ésos que deambulan con sus mascotas. El cielo nublado era perfecto para echarse sobre el césped y relajarse. Ninguna preocupación aqueja. Sí, todo estaba bien…

Bocadillos de la plaza pública. Esta semana hemos aprendido que ni los pilluelos ni los enemigos públicos pueden—¿o deben?—tener privacidad. Esto gracias a Periscope (¿o como diría cierto cronista, Periespión?).

II. Justo hace unos días se dio a conocer que la PGR investiga al responsable de la CIDH, Emilio Alvárez Icaza, por presunto fraude de un par de millones de pesos. La noticia es recibida con sospechas, ya que se sabe que el mismo grupo de expertos ha causado incomodidad con las declaraciones oficiales. La periodista Martha Anaya nos recuerda las discrepancias.

III. Y así, con ingenio y observando alrededor, se puede intrigar. El político hizo su trabajo, el periodista su grilla.

Señor Carmesí

 

El manto del misterio

El manto del misterio

Tenemos un serio obstáculo para pensar en las vírgenes. El obstáculo no es lo extraordinario de su apariencia, pues ese carácter siempre lo han tenido (por extraordinario no me refiero a imposible de creer). El obstáculo tampoco es lo ordinarios que somos. El obstáculo más grande es que nos empeñamos en entenderlas con palabras etéreas, que el significado de la virginidad ha rebajado a la interpretación más sencilla el acto de la concepción inmaculada: para nosotros la pureza significa no someterse al imperio del sexo. Nos parece que el milagro es tan increíble como el nacimiento sin pecado, pues lo traducimos como mágico, poco recurrente, casi ininteligible. La castidad se vuelve, por otro lado, castigo, látigo y tirano de los impulsos naturales.

Ya he hablado de la castidad en otra ocasión, y hasta ahora he visto que el tema no estaría bien tratado sin unas palabras dedicadas al misterio de la virginidad. El acercamiento a ella por la vía de lo natural conlleva un riesgo constante de engaño. Nos lleva a pensar que necesitaríamos ver algo sobrenatural para creerla cierta. Al menos sucede así cuando por natural nos referimos a la materia, a los movimientos visibles y abstractos del cuerpo. No encontramos nada enteramente puro y perenne en este mundo: todo tiene un tiempo que ha de ser cumplido, una serie de momentos que desembocan en la corrupción. Vemos a María como un invento necesario para la religión, de alto vuelo moral, pero no pasamos de sentirla un mito, debido a esa experiencia.

El nacimiento de Jesús es único, según se narra, pues, efectivamente, nada humano puede nacer sin el pecado de la carne previamente cometido. María no da a luz en términos meramente humanos, según el relato; incluso se le anuncia la concepción por un mensajero divino. ¿Qué sucede si el nacimiento es un anuncio para el lector del evangelio de lo que es la fe, más allá de aceptar lo increíble? No podemos olvidar que el fin de la narración es que notemos que Dios viene en forma humana, y que esa misma venida en aspecto humano es el medio de la salvación. María es la Virgen por antonomasia, y en su vientre se esconde el fruto bendito del amor. Entender su concepción es aventurarse a entender cómo la salvación viene por el amor mostrado en la encarnación.

Quien no ha visto el pecado de la carne, no podrá entender la virginidad. Y el pecado de la carne no se llama sexo simplemente. La imagen de María es parte vital de la fe y el amor. Por medio de ella sabemos que el amor más evidente (el de madre e hijo) está impregnado por la pureza del amor cristiano. Por eso la virginidad no es sólo doncellez. Por eso el pecado de la carne va más allá de menospreciar lo “natural”. Jesús está limpio de pecado, pero aun así se hizo carne, perecedero, como lo muestra mejor que nada la tragedia de la cruz. Si el cristianismo es búsqueda de asemejarse a la virtud del Señor, la virginidad es el paso para librarnos de creer que el milagro es antinatural, que el amor bajo el manto de María es el perdón de los pecados. El amor cristiano mira cómo amar el bien es lo más natural, y la fe pide de creer en la virginidad, pues es ella muestra de cómo la encarnación eleva lo material. La pureza de la Madre es necesaria para el cristiano, porque por ella llegamos a ver que el amor a Dios es lo más alto. María es la madre de Cristo, y de aquel que quiera acercarse al Señor. Por eso el argumento de la naturaleza nada rebaja la grandeza de las vírgenes.

¿Quién recibirá el Verbo, a quiénes revelará el hijo su identidad que no puedan entender la virginidad en la cual se gesta ese fruto que es el Señor? Podemos cuestionarlo desde nuestra posición sobre lo natural. Lo más fácil es pensar en que la virginidad es inasequible, por el modo en que sabemos de las mujeres que nos rodean. Es decir, la virginidad, decimos, es una experiencia poco común. He ahí el error: cuando uno espera experimentar la virginidad de ese modo, ya dio un paso en falso. No se puede buscar la limpieza del pecado en el pecado mismo. Si necesitara de investigarlo así, en cada mujer, el ejemplo de María perdería todo su sentido. El punto de la fe en la encarnación por la virginidad es que no necesite ese tipo de corroboraciones experimentales. La virginidad y las virtudes están asociadas. Sólo aquel que sabe que María es muestra de la conexión entre la limpieza y la gestación, sabe que para recibir la verdad, hay que merecerla. Sabe que el pecado carnal abunda, pero que precisamente por ello debe esforzarse por no darle pie. Sabe que lo que guía su deseo por los hermanos y hermanas es el amor a Dios. Juzgar a la luz de la virginidad se convierte en un fariseísmo cuando sólo nos decepcionamos de que el mundo no es de la estirpe de María. No podemos tirar la piedra, y ya sabemos por qué.

Tacitus

En el desierto

En el desierto

Se dice que el cristianismo católico conoce mejor que cualquier doctrina la naturaleza humana, y que a partir de ese conocimiento se irguió triunfalmente. Este es parte del argumento para entender el cristianismo bajo el progreso moderno. Es una derivación de la interpretación meramente política de él; el lugar de los cristianos en la historia como congregación política con base retórica, la conformación del cristianismo como doctrina útil en el sentido actual, que requiere de la teoría a partir de las exigencias evidentes de la práctica. Del conflicto teológico reducido, surge el problema de preguntarnos por los actos cristianos con el nihilismo rondando en nuestras consciencias. La visita papal ha puesto en conflicto todas nuestras convicciones modernas, y la dificultad sutil de que ellas sean en verdad cristianas todavía.

El fantasma del progreso parece ser más notorio en países “apocados” como el nuestro, pero esa apariencia no debe engañarnos. La tragedia a que da lugar, así como las mentiras que los sostienen, permanecen en cualquiera que esté dispuesto a abrazar sus principios. Las virtudes cristianas nos parecen dignas de mirarse, pero nos quedamos atónitos en cuanto lo que ellas exigen. Confundimos fe con mera devoción interna, esperanza con ánimos para el futuro y caridad con obligación o amor fatuo. Las muestras sinceras de esas virtudes atacan fuerte y sutilmente nuestras teorías sobre el sentimiento moral, que es lo que comúnmente aceptamos como regla ética.

Con tristeza y conmoción acudimos al llamado por olvidar la exclusión y traspasar la barrera de la distancia, pero vemos difícil el superarla de verdad. Repetimos confiados que el futuro es de la gente joven, pero argumentamos falta de recursos. Afirmamos que somos conscientes de las tentaciones, pero las disolvemos en la historia, o nos importa poco aceptar lo que hemos hecho mal, buscando “sugerencias positivas”. Las virtudes cristianas no parten ni del sentimiento moral, ni de la construcción dogmática del catecismo. Los oídos y espíritu que ellas requieren se explican a partir del cambio que Cristo mismo hizo a la noción de “historia”.

No es que a partir de él haya un hito de la historia humana, es que la historia, a partir de él, dejó de explicarse sólo con el término de “humana” (lo cual no quiere decir que hizo de todos dioses). El cristianismo no acepta los historicismos modernos, hijos del progreso, por el complejo hecho de que después de la encarnación no hay nada más grande por cumplirse, en el sentido moderno de “cumplirse”. La esperanza, en esa idea, contrario a lo que podríamos creer, se llena de sentido, y no desfallece. Se mantiene uno en la esperanza, a sabiendas de dicho suceso, porque se sabe salvado. Hay razón para ella porque lo venidero puede ser dirigido al gran bien que nos fue legado, como fin de la Revelación. No es progreso material, es la dirección que el amor permite con su luz, participación en la felicidad y consolación del prójimo, bajo la Buena Nueva. Por eso el Papa pide renegar y evitar decir: “nada podemos hacer ya”, frase cincelada en la entrada a las ruinas del nihilismo, en donde todo se explica a partir de la verdad efectiva.

Las tentaciones están íntimamente ligadas con el autoconocimiento cristiano. Ese examen de consciencia que es el inicio del conocimiento de las faltas y aciertos propios llama al conocimiento del Bien. La educación y la cultura modernas pierden todo sentido de sensatez bajo la fundamentación de la axiología moderna, que conlleva inevitablemente al suicidio de la educación misma. En la tentación no hay ausencia definitiva de Dios, pero sí latencia de extravío. De hecho, no hay posibilidad de ser tentado bajo los principios modernos. Las tentaciones se vuelven necesidades o pasiones, contradicción del sentimiento con la razón. Por eso torna complicado explicar el mal en términos modernos. Las tentaciones, en cambio, son manifestación del mal a partir del pecado revelado. Orígenes las explicaba a partir de la búsqueda y la espera en el amor. Quien tiene fe no puede recelar de Dios sólo por la presencia del mal, pues eso sería dar pie al diálogo con el demonio, como lo llamó Francisco. La fe y la esperanza mantienen viva la búsqueda de la verdad ética en el autoconocimiento, y ellas trabajan para la caridad; el amor fiel aguanta tiempos oscuros.

La tentación no debe concebirse como producto de la imaginación, como prejuicio, a pesar de que los prejuicios se conviertan en tentaciones, y por ello el autoconocimiento en el bien práctico siempre se logra a partir de la presencia en nuestra consciencia de lo prohibido y su confrontación con el Bien, que no el deber. En las tentaciones uno puede notar cómo el mal que obramos da pie a un ciclo del infierno: se es tentado a caer por posibilidades a las que todo hombre puede estar sometido, y rendirse a ellas, aunque nos cueste creerlo, tiene consecuencias en los demás. Rendirse al odio es generar resentimiento; aceptar la avaricia es solapar los malos pensamientos, y mantener la distancia nos impide compadecer en la verdad. Las tentaciones son la negación de la historia moderna.

A la espera de la fundamentación moderna de la ética, pedimos principios evidentes y justificados universalmente. Se nos olvida que el mal no es una plaga o, mejor dicho, confundimos las manifestaciones del mal. Queremos que se denuncie de frente y enérgicamente al culpable, deseamos el escarnio público y político, argumentando que el mensaje papal pecó de delicadeza. Pero Francisco mejor que ninguno sabe que nadie puede tirar la primera piedra. Sabe que exhibir la cruenta evidencia no beneficia en nada a la verdad si no se buscan la sabiduría y la razón, y que no se ha de dar satisfacción a quienes hacen de la fe un instrumento retórico. Sabe que no hay solución para el mal en la inflamación del odio, sino que ello halaga el imperio de la injusticia. En el mejor de los casos, Francisco nos ha mostrado que no necesitamos señalar culpables, si ya no estamos dispuestos a velar incansablemente por el otro. Ha clamado por el conocimiento en la Ley y su fin, la encarnación, tratando de llamarnos a buscar resguardo de las tentaciones modernas cotidianas, tan cotidianas como el demonio.

Tacitus