Miradas

 En este mundo hay muchos ojos que ven a distintas partes, y cada par de ojos revela una mirada única y al mismo tiempo legible. Hay miradas alegres, y hay otras que matan, las hay curiosas, diáfanas, ocultas, profundas y misteriosas, de todos los tipos y de todos los gustos. También hay miradas poderosas: algunas pierden al otro al invitarlo a lo que no debería hacer, y otras más le salvan al atraerlo hacia lo que resulta bueno por distintos motivos. La mirada es única, como único es cada ser humano, pero al mismo tiempo es comunicativa y nos permite sentir con el otro lo que guarda en su alma. La primera cualidad de la mirada nos puede conducir a pensar que cada cabeza es un mundo, que lo reflejado en ella nunca se podrá repetir en nada ni en nadie, pero nada está más lejos de la verdad que esta descuidada observación sobre la mirada, pues la segunda cualidad de ésta nos muestra que podemos decir mucho y hacernos entender aún más con lo que dejan ver los ojos más allá de lo que simplemente se hace presente al insensible lente de una cámara. La mirada es única e irrepetible, y mi experiencia observando miradas me lo indica todo el tiempo; sin embargo esa unidad propia al individuo que mira no nos impide que podamos ver lo mismo, cuando el caso lo amerita, como en lo tocante a la distinción entro lo malo y lo bueno. Así, decir que cada cabeza es un mundo para justificar la presencia en él de algunas miradas torcidas es aceptar que nuestros ojos y nuestra presencia son incapaces de decir algo al otro, porque captamos luz con los ojos sin detenernos a mirar.

 Maigo

¿Qué cosita es?

Ojo tiene, pero ciega está; recuerdos guarda sin ser los propios y aunque se haga de tres patas nunca podrá caminar.

Hiro postal

Oi de Iúlaj

En una noche pálida por la brillante Luna que alerta vigilaba las calles, Quíguijo corría lanzando bocanadas, intentando que su aliento no se le fuera entero en cada zancada, y con fortuna casi agotada llegó así al Callejón de Milpesares sin saberlo. Sus manos sudorosas y el temblor de sus rodillas no le habrían dejado disimular su miedo ni aunque dependiera de ello su exitoso escape… y, pensándolo bien, tal vez sí lo haría, porque allí en la esquina la puerta de un tugurio revelaba un haz de luz por lo bajo. Llevó una mano a su bolsillo para asegurarse de que su trofeo siguiera allí, y su tacto frío lo tranquilizó un poco. Quíguijo se acercó con todo el cuerpo en pie de cautela y con su oído aguzado, vigilante, se dedicaba a pescar pisadas o rastros que la noche le llevara de su persecutor con suficiente anticipo como para emboscarlo o escabullírsele. Pero nada había a lo lejos que pareciera amenazarlo, y al otro lado de los tablones de madera del local «Tacos Birria el Maromas Pase Ud», una voz que de silente no se le quitaba lo rasposa conversaba sobre algo que tendría que ver con un juego, o una contienda.

Quíguijo estuvo a punto de tocar la puerta antes de que el portazo que la abrió delante suyo le sacara un grito ahogado, un saltito y tres espasmos de palmas abiertas. El hombre que abrió la puerta (presumiblemente el Maromas) tenía en la mano derecha una cubeta llena de agua sucia y un delantal azul le cubría la esférica barriga. Su abultado bigote y su mal rasurada barba apoyaban la sensación general que daba este hombre: que la pereza había tomado el control de todo el mundo y ahora gobernaba como indómita tirana. Con los dientes expuestos en una mueca, el gran hombre preguntó «¿qué quieres, mano? Ahorita no tengo tiempo», y Quíguijo eligió con cuidado lo que diría: tenía que vender su mercancía allí mismo, ésa era la oportunidad. Finalmente respondió «me llamo Efericio, señor, y vine aquí porque me dijeron que usted sabe cuando ve lo bueno». Diciendo así, mientras el gran hombre en delantal tiraba el agua al drenaje, sintió su cuerpo cimbrado por la emoción de la mentira, mas sus manos quietas le daban confianza de dominar el asalto completo. «¿Bueno? ¿Qué me traes de bueno?», preguntó el Maromas. «No aquí, vamos adentro, es importante», respondió Quíguijo. Con un rápido examen de tope a pies, esa voz que parecía raspada con rocas asintió y con la mirada su portador indicó la puerta abierta.

El puesto estaba ya cerrado al público, y al fondo un tercer hombre escuálido que se estaba quedando dormido parecía estar esperando que su interlocutor continuara la conversación, sin ninguna respuesta. No pareció sorprenderle el extraño entrando al lugar, así que Quíguijo se sintió confiado de su suerte por primera vez desde hacía días. Pronto, ese flacucho se quedaría dormido y no sería problema. Tomando una silla alta, el visitante se sentó y puso su bolsa junto a una salsera de tres partes que repartía la verde, la roja y la mortal de habanero con cebolla morada. Entonces le dijo al dueño: «Gracias, y perdón por el inconveniente. Me vienen alcanzando esos desgraciados del museo y todos sus guardias; pero qué suerte para los dos que vine a dar aquí». Extrañado, el gran hombre dijo «¿Por qué suerte? ¿De qué museo vienes, o qué?». Con una risa ensayada que indicaba complicidad quiso evadir la pregunta haciendo sentir al dueño que debía saber de qué se trataba todo eso, y luego dijo en un tono juguetón «La buena suerte de que a usted nadie lo ha visto ni sabe que está conmigo, y a mí no me pueden hacer nada si no tengo lo que dicen que tomé. Ésta es una oportunidad de oro para los dos: usted tendrá lo que yo les quité, y yo ya no lo tendré para cuando me hallen, si me hallan«. Con un resoplido y un movimiento del bigote, el Maromas torció la boca. ¿Querría decir que comprendía y que había mordido el anzuelo? ¿Habría logrado azuzar su curiosidad? «¿Qué es?», preguntó después de haberse dejado intrigar un poco. «Oh, exclamó Quíguijo, es una maravilla como nunca ha visto otra, es nada menos que el Oi de Iúlaj, una joya de casi 1700 años cuya leyenda relata caudales de milagros. No sólo de buena fortuna y de miríadas de riquezas, sino que además cuentan de ella prodigios verdaderamente asombrosos». Apenas terminó su frase, sintió el temor de haber fracasado: lo había exagerado demasiado. «¿Una joya? ¿Dices que mejora la suerte y los negocios? ¿Cuánto por quitártela de encima?», preguntó más interesado. ¡Lo estaba creyendo! «¡Uy!, cuando sepa usted lo que puede hacer dirá que me da lo que sea por ella. Dicen que si se mira a través de ella en una noche clara, unos cuantos segundos antes de que ocurran las cosas el ojo las hace visibles a la mirada de su dueño. Su nombre quiere decir Ojo del Presagio». Pasó un silencio pesado, y después vino la respuesta «Bueno, pues a ver si es cierto. Enséñame».

Hasta ese momento había salido bien el discurso, pero ahora vendría el más grande reto para Quíguijo: debía convencer al Maromas de que lo que veía a través de la cuenta verde cortada estaría en el futuro. ¡Buen momento para inventar semejante cosa! Tendría que hacer algo para convencerle de que, aunque fuera un truco, algo especial sucedía con esa gema que valía los billetes que podían gastarse en ella. Si no lograba el efecto de adivinación, por lo menos debía de conseguir que le gustara tanto como para que no deseara apartarse de ella y la comprara. Y mientras más pronto mejor. Sacó con ceremoniosa y casi teatral cadencia la joya de su bolsa y al tiempo deseó con fuerza que fuera en verdad esa antigua joya, y no una esmeralda robada de un escaparate y ya. Su fondo misterioso era tan atractivo que hipnotizaba con facilidad al portador, y el marco de plata grabada con grequitas añiles desaceleraba respiraciones, aseguraba miradas y abría bocas. Era bellísima. Era bellísima y parecía esconder siempre su centro, como si hiciera imposible llegar al fondo y si la fuerza con la que se intentaba verlo fuera la fuerza con la que escapaba. Había una negrura indecible allí dentro, ¿cómo cabía?

Nabralio, como se llamaba el Maromas, tomó entonces el artefacto con su mano, asombrado por la inusual hermosura, y miró a través de él para probar su magia. Con dificultad y en un hondo trance, miró lo que el otro lado de la translúcida piedra pudiera enseñarle, esperando que las cosas de su taquería se malearan y cambiaran en figuras inexplicables; que se movieran, que bailaran, que les saliera fuego o quizá esperando que una luz iluminara todo a su rededor. Pero no vio más que lo que yacía allí. Y comenzó a extrañarse y a decepcionarse. Estaba así mirando con un ojo cerrado y el otro posado casi sobre la joya, viendo a través del verde obscuro como si fuera un caro lente a su recién conocido vendedor, a este prófugo de la justicia, cuando de súbito la puerta se abrió como consecuencia de una tremenda patada. Dos hombres armados entraron gritando al local y el ladrón sólo tuvo tiempo de gritar de regreso aterrado y clamando por su vida un instante antes de que uno de los policías soltara agresivamente un tiro en su cabeza y lo dejara caer muerto, sin dinero ni botín. Con el terrible estruendo del portazo y el estallido de la pistola, de un sobresalto Nabralio brincó para atrás cubriéndose la cara para protegerse inútilmente, despertando a su dormido compañero, y apenas alcanzó a sollozar, tirando de su mano la preciosa piedra verde. Asustado por el brinco y algo maravillado, Quíguijo le preguntó sonriente «¿qué pasó, don, qué vio?»