I
En su breve tratado Sobre la gracia y la dignidad, Schiller define una de las bellezas en el hombre como arquitectónica. La definición que ofrece orilla perderse por su generalidad: la belleza arquitectónica es la «expresión sensorial de un concepto racional», es decir, «cualquier estructura bella de la naturaleza «. Sin embargo ayuda a esclarecer el concepto recurriendo a una representación sensible (Schiller estaría de acuerdo; él mismo reconoce importante el aspecto estético del entendimiento). Definir algo como arquitectónico es atribuirle dos cualidades: diseño e inmutabilidad. Un gran palacio, construido por las mejores manos y el más diestro arquitecto, sobrevive casi perennemente. Los acueductos romanos son ruinas más por desuso que inutilidad. Así la naturaleza siempre está en movimiento sin cambiar. Curiosamente no es teleológica por tener fines establecidos y trascendentales. En realidad es llamada así porque su movimiento responde a una causalidad que conduce a una finalidad; una causalidad basada en el efecto que mantiene el funcionamiento natural. Ningún perfeccionamiento en camino porque la naturaleza ya es perfecta. Ejemplo de autosuficiencia, resistiendo las fauces de Cronos, su superioridad radica en la necesidad. La obra del Creador tiene su belleza para ser admirada.
El hombre, como ser natural, también es parte de la belleza arquitectónica. Resulta testimonio de la Creación. Parte de él está bajo el imperativo de la necesidad. Sin embargo, a pesar de ello, Schiller advierte que también goza de voluntad. Esta parte suya lo distingue de otros seres naturaleza. La persona es quien puede ser causa de sí mismo: sólo el hombre tiene el privilegio de «intervenir por voluntad suya en el cerco de la necesidad […] y hacer partir de sí mismo una serie totalmente nueva de fenómenos». A este acto Schiller lo llama acción y al producto, obra. Aspecto nada modesto: si la voluntad irrumpe en el cerco de la necesidad y produce una serie de fenómenos, esto lo acerca al Creador. Los actos de la voluntad al menos se parecen a lo que dio inicio a este mundo; la voluntad es un componente casi divina. Hay dos áreas claras en la persona: espíritu y cuerpo. Claras aunque no incomunicadas; distintas aunque no inconciliables.
Reconociendo su cuerpo como parte de lo Creado, tiene belleza arquitectónica. La misma naturaleza sabia, así como en otros animales y plantas, lo dirige y mantiene en la ruta para preservarlo. Hay dos legislaciones que rigen en su vida. La voluntad agrega complejidad en el hombre. Su aspiración por la libertad lo eleva a persona. Quedando la gracia definida como belleza en movimiento (inasible para admirarla con la vista, olfato o tacto) y distinguiéndose de la arquitectónica, ¿cuál es el único ser natural capaz de manifestar una belleza que resplandezca en el mundo fenoménico pero no sea causado por los fenómenos? El hombre. Puntualiza Schiller sobre ambas bellezas: «La belleza arquitectónica honra al Creador de la naturaleza; la gracia, a su poseedor.» Se aspira a la gracia, la otra belleza ya está presente. Enfatizando la diferencia esencial entre el reino de la necesidad y el ser capaz de intervenir en su dominio, Schiller se preocupa por restaurar la más hermosa obra divina: la Creación. Sabe que el hombre, como parte de ella, sólo hallará su verdadera humanidad una vez que dicha restauración ocurra. Es decir, la máxima virtud humana es la armonía plena. Reconciliación de los aparentes contrarios. El espíritu será virtuoso si logra armonizar con la naturaleza y cumplir con su destino.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...