Érase una vez, en un país muy lejano, un rey que tenía vastas y fructíferas tierras, un ejército que resultaba más letal y eficiente que una plaga de hormigas y el dinero suficiente como para mantener holgadamente a cinco generaciones venideras, si es que algún día tenía descendencia… Ése era su más profundo y quizá hasta último deseo en la vida, por lo que sus días transcurrían con el temor de hacerse viejo pronto y jamás verlo cumplido. Cuando hubo perdido la esperanza, el monarca tuvo no uno sino dos hijos varones, a los cuales amó por igual tan pronto abrieron sus ojos. El rey nunca había sido más feliz. Sin embargo, no todo era dicha y felicidad para la nueva familia real.
Los pequeños príncipes crecieron sin su madre, pues ésta había muerto al momento de parir, y tuvieron que criarse entonces en el regazo de las distintas nodrizas de pechos turgentes que el monarca buscaba para asegurar el bienestar de sus hijos. Al poco tiempo comenzó a notarse el increíble parecido que había entre ambos hermanos, lo cual hizo imposible que la gente pudiera distinguirlos, a excepción de su padre que los conocía como la palma de su mano. Los niños crecieron sanos y fuertes, pero sobre todo con un amor incondicional entre ellos, pues al carecer de madre intuían que, en caso de que su padre faltara, sólo se tendrían a ellos mismos en este mundo. Por si esto fuera poco, sus vínculos fraternales se hicieron aún más estrechos por su calidad de gemelos. En un abrir y cerrar de ojos, los príncipes pasaron de ser unos niños para convertirse en los dignos herederos que tanto había anhelado el monarca, su padre, quien ya vivía al acecho de la muerte.
Un día la fatalidad tocó a la puerta del castillo real y el monarca cayó presa de una terrible enfermedad que lo dejaría encamado hasta el final de sus días. Llegaron médicos de todas partes del mundo para intentar curar al rey, pero todo esfuerzo resultó inútil y vano. Los gemelos, si bien ya no eran unos jóvenes imberbes, tenían miedo de tomar decisiones equivocadas respecto a su padre y a la administración de su reino, pero aún así tomaron las riendas del asunto a sabiendas de que sólo uno de los dos terminaría heredando todo el reino. Esto no causaba conflicto alguno entre los hermanos, sin embargo los enemigos del monarca veían en esta sucesión la oportunidad de arrebatarle al viejo moribundo el reino que había estado tanto tiempo entre sus manos. El monarca lo sabía y si en su momento había ansiado con tanto fervor tener descendencia había sido para tener a quien dejarle todo aquello, por lo que no iba a permitir que su reino cayera en manos ajenas. Mandó entonces llamar a su consejero principal, quien tenía el deber de escribir el legítimo testamento del rey y cuidar de que éste se llevara a cabo al pie de la letra, para revelarle un oscuro secreto que concernía a sus hijos y que había guardado por todos esos años con la esperanza de no tener que revelarlo nunca, y como ya no podía darse ese lujo, había llegado el momento de revelar la verdad.
Cansado de que la reina no pudiera darle descendencia, ideó un plan para quedarse viudo, de tal modo que buscaría a otra doncella que fuera fértil para casarse con ella y así cumplir el deseo que en su corazón habitaba. Fue entonces que la reina le anunció que estaba encinta y que pronto le daría un heredero. Aunque esto alegraba al rey como nunca antes, también significaba que debía abortar su plan, el cual ya estaba en marcha: el monarca, adelantándose unos pasos, ya había puesto su semilla en el vientre de otra mujer, una joven pueblerina a la que después llevaría como sirvienta al castillo real. Nadie sabía de su fechoría, ni siquiera la joven pueblerina, pues había cuidado hasta el último detalle para salir bien librado de ella. Fue así como el rey se hizo de dos hijos varones, los cuales tuvieron el buen tino de nacer el mismo día a la misma hora y no sólo eso, sino que demostraron ser de su sangre al dejar que sus respectivas madres murieran desangradas por el esfuerzo del parto. Bastó con mandar matar a las parteras para que el secreto quedara a salvo. De este modo, los cabos sueltos se ataban y el rey conseguía lo que siempre había querido: una descendencia.
El consejero principal, el hombre de más confianza que había tenido el monarca, escuchó la historia en completo silencio, sin interrumpirlo y cuando el rey calló, comprendió horrorizado que sus hijos no eran gemelos y que además uno de ellos era un bastardo y por tanto no tenía derecho alguno a subir al trono, por mucho que su padre lo hubiera amado igual que al otro. En ese momento, el rey palideció y su cuerpo comenzó a temblar frenéticamente, le dio un ataque que duraría no más de cinco segundos y que lo sacudiría sin piedad y con la fuerza suficiente para que en el último estertor el aliento de la vida lo abandonara, dejándolo en su lecho inerte y con el rostro desencajado. Parecía como si la enfermedad hubiera estado esperando a que el monarca confesara su culpabilidad para poderlo castigar finalmente.
No hubo tiempo para escuchar la última voluntad del rey. Sus hijos, aunque idénticos, no eran gemelos. Uno de ellos era el legítimo y el otro no era más que un bastardo, ¿pero cómo diferenciarlos si su padre era el único capaz de hacerlo? ¿Cuál de los dos tenía que subir entonces al trono? Eso sólo podía contestarlo el rey y el rey había muerto…
Hiro postal
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...