Voz sin eco

 

Voz sin eco

 

inerme y blanco tal una flor cortada

Luis Cernuda

Conmovido, profundamente conmovido. Mi voz no encontró su eco. Mi pregunta no encontró respuesta. Se dispersaron mis palabras. Pero todo encontró su orden. Las voces encontraron su orden, cada una, como sabiendo su lugar. Los anhelos dolorosos del mundo corriente se encontraron con los anhelos gozosos de las voces ordenadas, del magistral ejercicio de integridad, armonía y resplandor (Suma Teológica, I, 39, 8) que es Sicut Cervus de Palestrina. ¡Vaya contraste! Mantenía en la memoria el al taazveni que me dejó en el alma un escritor admirado. Repasaba el salmo en el descanso de las lecturas. Sobre todo ahora que reviso viejas revistas literarias para poder conversar sobre los libros que leo. Sobre todo ahora que las memorias y los epistolarios son mi sobremesa. Yimale fi tehilateja repetía en el alma. Voz sin eco; ventanal de mi experiencia lectora, le llamé alguna vez. Súbitamente, empero, la polifonía presentó cuatro partes vocales reunidas en un único anhelo: perfección. Uno es espectador, inevitablemente. Aunque es decisión propia enmudecer o buscar la palabra. Den elpízo típota… comienza una juiciosa frase griega. Supongo que las luces de Lacio conmoverían a los vientos del monte Athos; o quizá ningún musico inconforme se reunirá jamás con un monje ortodoxo. Maravilla del motete: cada voz sigue su propio camino, una armonía casi teleológica. Obra del arte, sin duda. Los hombres, parece, no podríamos simplemente confluir así: somos imperfectos. Nuestras voces, parece, se dispersarán en el tiempo. Eímai lephtéros, concluye este epitafio. Y aun así, conmovido, prefiero confiar, desiderat ad fontes aquarum, en que alguien escuchará la palabra.

 

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. «Ricos, pobres, medianos, minúsculos o gigantes, ¿qué importa? Caminan unidos y satisfechos hacia el ocaso de la memoria y el fin de la pregunta creativa», observa (¿a tiempo?) Guillermo Fadanelli. 2. En la semana recordé un poema de Luis Antonio de Villena. Mi prudencia, lo sabe el lector, no me permite citar el episodio que dio ocasión al recuerdo (que además es meramente anecdótico y digno de alguna charla de bolero, pero quizá no tanto para conversación de taxista). Obviamente, siendo yo tan decente y recatado, respetuoso de las formas y los pudores, no citaría el poema completo. Cito los versos finales y el libro del que procede. «Y así es este Iker de ahora mismo (exacto número áureo)|brilla y mucho nos arde pues lo conocemos irremediablemente caedizo», en Desequilibrios, Visor, 2004. 3. «El nuevo fanatismo por lo políticamente correcto está dañando a la cultura actual», afirmó Nick Cave, quizás el rock no merezca ser salvado, concluye. 4. Se ha concedido el premio Xavier Villaurrutia a Fabio Morábito por su novela Lector a domicilio, que reseñé aquí. Buena noticia.

Coletilla. «No llamo aficionados a leer a todos los que pasean perezosamente la mirada por las hojas diarias, buscando el amargo tónico de los rencores políticos; ni siquiera a los que, por oficio, escarban hasta los rincones de los libros y transforman en frío objeto de consulta un volumen de palpitantes versos. No; unos y otros van a la lectura, o por profesión o por utilidad, o por manía o por aburrimiento. Pero hay otros -de estos los míos- que van a los libros por amor, como a un cultivo benéfico y diario del espíritu, donde se curan de los enojos y las importunidades cotidianas. Gustan de traer el libro en la mano, lo leen a ratos, lo acarician un poco, y lo tienen por verdadero amigo». Alfonso Reyes

Breve defensa de la escritura

Dedicado a mi amigo, Martinsilenus

Hay quienes piensan que lo escrito en una página de internet es menos serio que lo escrito en papel. Este amor de coleccionista está presente más visiblemente en quienes incluso dan más peso a la palabra escrita con pluma que a la que está impresa por una máquina, y se evidencia su inconsistencia notando que tales personas tendrían que admitir que pueden concordar con algo escrito a pluma, y a la vez diferir de eso mismo cuando está escrito en una pantalla. Mostrar que el desprecio a la palabra escrita es absurdo no es nada difícil cuando su causa radica en qué está escrita, pues para casi cualquier persona es evidente que el caso es el mismo que si el Quijote de la Mancha estuviera escrito en papel rosa en vez de en papel blanco: seguiría siendo la misma obra.

Sin embargo, hay necesidad de ahondar un poco más en la apología del valor del escrito, pues quien haya leído el párrafo anterior y piense que en internet no se puede decir nada serio, no habrá estado dispuesto a observar la universalidad de la afirmación. Hay que empezar por tratar de argumentar por qué apoyar el desprestigio de internet como medio de lectura es lo mismo que no valorar la palabra escrita en general. El juicio que no admite ser puesto a prueba es prejuicio, así que, lector, si desconfías de este medio y afirmas que lo haces con buenas razones, suspende la desconfianza por un momento mientras intento mostrar por qué no pueden ser buenas si llevan a esas conclusiones, y si fallo podrás mostrar exactamente en qué.

Las razones para despreciar lo escrito en un medio electrónico son también válidas para demeritar todo lo escrito, porque quien escribe, en todos los casos elige decir en un orden fijo lo que piensa y que podría hablar al movedizo viento y a la terrosa memoria de los escuchas. Elegir qué palabras están en qué lugar es la misma acción independientemente de las herramientas que la faciliten. El contraste entre letras de la impresora, del monitor, o letras que nacen de la mano es notorio si lo que nos interesa es la figura, como si fuéramos pintores en vez de lectores.

Ahora bien, lo escrito puede ser visto como principio, como medio, y como fin, y dependiendo de cuál de éstos sea el cariz del que nos ocupamos estaremos notando algún modo de ser del escrito. Criticar la importancia de internet o de las hojas impresas a todas luces habla de algo distinto que del principio, pues para que éstos fueran principios de la escritura tendrían que haber escrito algo que a la impresora o a la computadora se les ocurriera. Si el principio es humano, entonces éstos no son principios sino herramientas que facilitan el movimiento del que el hombre es principio. Parece ser más bien que los vemos como medios para escribir. Según entiendo, hablamos de medios cuando nos imaginamos que entre que nosotros decimos una cosa y alguien más la aprehende hay algo que facilita o permite que se dé ese encuentro. Cuando platicamos cara a cara no es visible algo como ese medio (a menos que se extreme la concepción y se piense que el aire está permitiendo que la voz se produzca y llegue a los oídos, y que la luz y los ojos permiten que miremos los gestos), pero cuando escribimos ciertamente hay algo entre el momento de sentar las letras y aquél en el que son leídas. Más generalmente, un medio es lo que elegimos con miras a algo más; así que elegimos el papel y la tinta —o lo que sea— para escribir a bien de que el lector se encuentre con nuestro discurso, pero no confundimos en qué lo mostramos con qué mostramos.

La pregunta importante entonces es en qué radica la importancia del escrito, pues si lo hace en el medio, entonces es adecuada la queja contra el medio virtual: éste es rápidamente mutable y está desprovisto de la personalidad del gesto, del sonido de la voz o hasta de las figuras únicas de la caligrafía; además suele ser leído a la ligera porque los cibernautas acostumbran ser gente de atenciones delgadas y dispersas. Afortunadamente, ninguna de estas cosas afecta el contenido del discurso más allá del modo en el que se le presenta, pues la desatención de los lectores o las modificaciones del sitio en el que está escrito le son completamente ajenos. Bueno, quizá la queja no estuvo bien expuesta. Veamos si con otra oportunidad puede presentar un caso más fuerte: concedamos por mientras la posibilidad de que la finalidad del texto sea tal, que sólo a través de la palabra hablada pueda alcanzarse satisfactoriamente, y que entre letras se deslave su colorido. Puede ser; pero esto es posible en la misma medida en la que es posible lo contrario, que el medio en el que lo presentamos no tenga ninguna repercusión considerable en la finalidad del texto. Son obvias ambas posibilidades porque la «importancia» de un texto puede deberse a muchas cosas y perseguirse de muchas maneras.

Se puede considerar que un escrito tiene su importancia y seriedad en el hecho de que es bueno y quienes lo leen se benefician por la pertinencia de sus palabras, o en que es una cosa bellísima, o en que es excelente para aprender a hacer algo, o por otras razones, o por varias de éstas juntas. De cualquier modo, un escrito persigue cierto fin, y el modo en el que se presenta a nosotros como discurso alcanza su fin de alguna manera, sin ser el modo lo mismo que el fin. Esto quiere decir algo aparentemente sencillo: la importancia de distintos escritos con distintas finalidades no puede ser juzgada en relación al medio en el que se presentan en general, pues dependerá de cada discurso y pretensión el medio en el que cada cuál se dé. Que se substituya la letra por la voz, o la caligrafía por la impresión, o cualquier cambio que se imagine es cuestión de qué se quiere decir y de qué modo y a quiénes. Esto quiere decir que es perfectamente admisible la posibilidad de que se diga algo serio a través de un escrito, en internet o en donde sea, pues se puede pretender un fin del discurso allende al medio.

Finalmente podríamos pensar en que la queja sigue en pie si se dice «es verdad, internet no puede ser el principio de un escrito, y si es un medio, entonces no es suficiente para juzgar la seriedad de lo dicho a través de él; pero sigue sin tratarse qué pasa si el escrito tiene como finalidad ser dicho de una u otra manera, y no alcanzar algo más». Aún así la crítica a la escritura se vence quebrada por el peso del discurso mismo: si la forma de ser escrito algo es su fin, entonces no es necesario que sea leído para alcanzarlo y no tiene valor como discurso, sino sólo como papel entintado; o si se tratara de la voz incluso, resultaría en lo mismo pues la finalidad del que habla sólo sería haber hablado de cierta manera, como si tarareara una canción estando a solas. Tales letras no tienen valor como letras más que lo tienen como garabatos, así que no pueden tratar asuntos serios de mejor manera hablados que escritos, porque no pueden tratar asuntos serios simplemente. De modo que por ninguna de las vías resulta convincente quien afirma que no se puede hablar sobre cosas importantes a través de la escritura. Así pues, cuando comencé este escrito diciendo que hay quienes piensan que «lo escrito en una página de internet es menos serio que lo escrito en papel», el error es que esa generalización tan vasta es causa de la miopía con la que se malvén las finalidades de los escritos. Al revelarse entonces que es posible tanto tratar asuntos serios hablando, escribiendo o tecleando, como que es posible no hacerlo en ninguno de estos modos, se revela a la par que el lector es responsable de dar a las letras la confianza que merecen las voces, sea o no sea bien retribuida, por si resulta que intentan decir algo que merezca ser escuchado.

Problemas de Palabra

A. Cortés

Ocupado por pendientes escolares (algunos más agradables que otros) y sin haberme dado más tiempo para dedicar a esta ocasión, en lugar de escribir apresuradamente decidí enseñarles una introducción a uno de los trabajos finales que estoy haciendo, una que especialmente me interesa que sea comentada. Tiene pequeños fragmentos de lo que primero escribí para el blog “¿Damos Nombres?”, en lugares en que me pareció que estaba discutiendo el mismo problema, aunque creo que aquí el rumbo es distinto a aquel planteamiento. El ensayo del que ésto es introducción pretende ser un breve comentario a una obra (que se me hizo muy extraña) de Walter Benjamin llamada Sobre el Lenguaje en cuanto tal y sobre el Lenguaje del Hombre, pero en lo que les presento aquí nada hay que esté ligado directamente con ella; más bien se los digo para que se hagan una idea de por qué hago tantas alusiones a motivos judíos. Su noción predominante, según yo, es que todo lo que hay en el mundo dice algo, y de todas estas expresiones la humana es la única que se da en el sonido, como voz. Como nada sé de pensamiento judío más que lo que se me quedó del Golem de Borges, me imagino que esta noción es no sólo de Benjamin sino del pensamiento judío en general, y dicho eso, creo que nada hay que impida que esta introducción sea leída por otros que son igual de ignorantes que yo al respecto.

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Se ve sorprendido y, sin embargo, sereno, éste que siente y que piensa al momento de encontrarse con un hombre en su camino. Solamente por habérselo topado, le habla. Escuchando, el hombre cae en un profundo sosiego que así le arrebata de su paso y lo detiene: es insalvable que conteste, pues se le ha dirigido la palabra. Voltea su mirada, y mira el gesto de otro que espera encontrar en él su respuesta. Ha de cuidar su alma, pues tan pronto pronuncie su discurso, mostrará por qué es carga de hombres y de ningún otro ser el sino de quien habla; modelará el viento y le dará forma como quien en la arcilla figura dos manos y un rostro, y escribe un nombre en su frente. Quizá lo mueva el deseo de seguir de largo ignorando el llamado, pero ya es demasiado tarde: aún si escapa, dirá algo con su huida. Entonces, responde. Un movimiento de cabezas, un encuentro de miradas constatadas, un par de palabras. Reconocieron que habían antes conocido, se habían visto a ellos mismos. Nada más fue necesario. Éstos, los primeros hombres, fueron también los dos primeros conversadores, los creadores originales de figuras en el viento.

El misterio es que ellos dos que se hablan no fueron nunca el origen, sino la repetición de todos los pueblos y de lo que seguirá ocurriendo mientras siga habiendo pueblos. Son a veces dos, a veces cientos. Cada vez que los hombres se unen expresando, se repite este antiguo encuentro obscuro, seguramente olvidado en la penumbra de un pasado incorregiblemente lejano. Ahora invisible, aunque imaginable. Vivo fuego que se esparce en conjeturas. ¿Qué sabemos de hombres viejos de naturaleza muda? ¿Qué sabemos de palabras que anteceden a nuestras palabras? Nada. Sabemos quizá de otros sonidos, de gruñidos y bramidos, de expresiones animales tan diversas como toda la fauna, pero nada de palabras entre ella. De lo poco que sabemos y que alcanzamos a ver, pareciera que los primeros hombres fueron también los primeros hablantes: todos nosotros hemos sido alguna vez los primeros hablantes. Lo que guardan de ‘primeros’ es su naturaleza, es el orden compartido con toda ascendencia por un profundo hado. Irremediablemente, al ser hombres decimos; y al decir queremos comunicarnos[1].

Común a cada uno es algún otro que les habla, porque en el instante en que se escucha hablar al otro, rauda se adelanta la consecuencia: algo del otro está en nosotros. Es una evidencia que de tan clara, alumbra toda conclusión postrera y se oculta de ser vista por sí misma entre tanto destello. La multitud de hechos distintos que sólo por ella pueden ser constatados son nuestro único visible acervo: ésta ostenta que sólo por escuchar, estamos ya viendo en nosotros que existe cierta disposición (la que sea) con relación al otro que me expresa, tal, que lo que puede hacer con su voz y su gesto mueve inexorablemente nuestra alma de algún modo. Por haber diferencia entre sonido y la razón en el sonido, entre imagen y la razón en la imagen –ambos casos son envíos conjuntos al correr del aire-, se nos hace patente que la expresión de los hombres nos mueve. Antes de escuchar o ver al hombre expresando, el otro yacía ensimismado y con la mirada perdida; pero en cuanto se le dirigen la voz y el gesto, no puede más que saber que algo ha visto, que ahora algo tiene que antes no, y que es memoria y experiencia de haber estado recibiendo lo expresado apenas unos instantes atrás. De nada sirve ya voltear la vista al suelo, sabe que su rostro mira al frente. La voz y el gesto nos mueven sin quererlo. Quien nos expresa nos ha dejado, para empezar, su palabra; para continuar, un movimiento en nuestras almas que, como aguas que en el mar son removidas por grandes y pequeñas corrientes, no pueden evitar ondear al sonido de un saludo ni impedir latir de continuo durante una seria discusión. Que el otro nos diga y lo veamos decir es suficiente para admitir que algo tenemos en común, y que eso es principio de comunicación entre los hombres.

El destino de lo humano es entonces lo común entre hombres, pero es único en el mundo; las antiguas letras judías anuncian con voz viva sus penumbras. En la Tierra en la que cada cosa habla, el brillo de lo dicho por los hombres es inquietantemente distinto. ¿Cómo decir qué cosa pasa entre los hombres cuando se dicen lo que ven mientras viven? Siempre nos parece que algún orden tiene ésto, porque hay algún concierto entre el diciente y lo que dice. ¿Cómo, entre todo lo ordenado, lo que más ostenta orden nos parece tan esquivo? ¡Si decimos algo que sabemos y lo decimos ordenado! Es tan natural el llamado a hundirse en el misterio que inquieta el alma: ¿qué es lo que callamos mientras conversamos con los otros?, ¿por qué podemos callarlo?, alguna causa habrá para que seamos los únicos que callan. El silencio de lo humano y el del mundo no son lo mismo. La obscuridad tiene algún parentesco con el silencio. ¿Cómo rompe un hombre el silencio si no con la voz? De cualquier otra forma, lo rompen también la bestia o el trueno. Una voz, y más sumadas, van contrastando al mundo mientras distinguen y relacionan sus partes. La mirada humana mira voces en un mundo en el que todo habla. El habla del hombre es la voz que llama, el nombre, y a cada cosa se le da nombre y se habla de ella. Se dicen las cosas, se dice lo que son y cómo son las cosas, se miente sobre ellas, se elogian y se temen, y todo eso se despliega como instancia de un sitio en el que estamos viviendo lo que somos. Somos los que nombran cuando dicen, y no logramos decirnos entre nosotros por qué podemos hacerlo. Todo lo que vemos es variado, y sin embargo, a todo lo que podemos le damos nombre e intentamos decirlo; pero el nombre no es como ninguna de esas cosas que nombramos en el mundo. Aun fuera la más voraz actividad volcánica que cubriera cada metro de la Tierra, aun fuera un siniestro cataclismo derribando todas las montañas que se tienen por gigantes, un mundo poblado de hombres silenciosos sería un mundo callado.

El misterioso lazo que aprieta juntos los nombres con la voz, los gestos, los pensamientos, la vida en hombres, animales, y otros semejantes, las cosas en el mundo, y la enigmática visibilidad (o sensibilidad) con que se ostentan; el fuerte abrazo en que están la comunidad de los órdenes, la relación entre lo diverso, y también la posibilidad de enseñar (mostrar) ésta con la voz o el gesto; ésta, digo, es la soga anudada que el pensador profundo intentó alumbrar en su ardiente meditación: se miró a sí mismo, y miró al rededor, miró los ojos de los otros, se miró de nuevo y luego alzó la mirada al vasto Cielo. Miró las estrellas, miró sus manos y sus pies. Se dijo: “¿qué nos une a todos y qué nos separa?, ¿por qué estas preguntas me las hago con palabras, acaso puedo responderlas con palabras?” Cuenta Borges sobre Judá León, el rabí que dio vida a un Golem, que intentó explicarle a su criatura el universo con palabras, y pese a todos sus intentos el muñeco móvil nunca habló.

Esta evidencia tan brillante y tan callada de que decimos y nombramos algo que no somos nosotros ha sido mencionada sin quererlo y también queriendo en innumerables ocasiones por centenares de centenares de hombres[2]. Han hablado sobre la imposibilidad de decir qué es la palabra, que se escapa a ser nombrada por ser nombre ella misma. Han hablado sobre un posible origen del lenguaje, acaecido a los hombres primitivos por el travieso arbitrio evolutivo en las especies, que entre toda su aparente necesidad de hacer sobrevivir a lo más apto juega siempre entre la multitud inexplicable de movimientos sin causa que por más que intentan nunca llegan al reposo. Han hablado del conocimiento de todo lo que es, que cada hombre tiene enterrado en lo profundo, y que por mor inescrutable de los dioses fue entregado en el principio de los tiempos a cada una de las almas para que pueda volver a verlo en cuanto haga de ello su discurso. Han hablado del parentesco entre el orden del mundo y el orden del pensamiento, que se muestra cuando por medio del aire se pronuncian los sonidos que expresan (exponen) lo que el hombre alcanza a ver con el alma, y de que en ésto ella nos muestra que, en cierto sentido, es todas las cosas. Han hablado también de los nombres que llamando a los hombres uno a uno los han hecho ser lo que son, antecediéndolos en todo orden y pensamiento, pronunciados sin ser dichos por algún Creador que guarda en secreto el verdadero nombre de todo cuanto es, para sólo descubrirlo poco a poco a través de su revelación.

Sepa cada quién desde su más antigua memoria que nunca ha podido más que pensar con una sola mente[3]. ¿Qué causas nos unen a la forma que tenemos de expresarnos? No hay manera de adentrarse en los problemas de la palabra que sea más genuinamente filosófica que el escrutinio propio: si preguntáramos por los astros, habría que ver los astros; si por las plantas, pues habría que estudiar en jardines y bosques esos vivientes silenciosos; pero se pregunta por ése que dice, y es lo más correcto voltear a verlo. ¿Y qué vemos? A nosotros en medio de otros. A nosotros con los demás. A nosotros cuidándonos de nosotros, esforzándonos por vernos, porque nuestra propia alma no nos es diáfana, no somos dueños de todo lo que hay por saber de lo que somos, no somos amos plenos de nuestro destino. Por eso mismo podemos trabajar por conocernos. Al mirarnos a nosotros mismos, puestos en la duda y ante la duda, nos percatamos de que lo que pensemos sobre la palabra es, sin lugar a salvedades, lo que pensamos sobre nosotros mismos: arriesgamos el propio ser en la pregunta seriamente filosófica. Lo arriesgamos si buscamos saber en verdad qué somos movidos por un genuino deseo de saber, y por la acuciante maravilla con que se nos muestra claro que actuamos como si supiéramos algo que no sabemos (para empezar, siempre actuamos como si no hubiera la duda de que podemos comunicarnos, y de que en la palabra se dice la verdad y se dice la mentira). Es por ello que toda pregunta filosófica por la palabra es una cuestión vital, uno mismo se pone en riesgo de estar perdido ante su mirada, y de quedar al encuentro de la honda y fría obscuridad que nos llama a encontrarnos. ¿Hay acaso algo más temible que perdernos a nosotros mismos?, ¿cómo podemos actuar de la mejor manera después de habernos extraviado? No lo sé, pero sí estoy seguro de que no es poca cosa saberse llamado por uno mismo a decir quién es y a dar razón de cuanto hace. Y si acaso hay algo que pueda ser dicho, en cuyo nombre se cifre la comunidad del mundo con los hombres, nada habrá más preciado que saberlo y pronunciarlo, nada más sagrado que tener en la voz la forma original con que todo ha llegado a ser.


[1] Si destaco ‘decir’ en lugar de ‘hablar’, es para hacer una distinción entre el último verbo en el que se alude al sonido producido como voz que dice, y el primero que, abarcando más, alude a la expresión humana. Así, pienso que tanto gesticular como hablar o incluso callar son maneras de ‘decir’, y hablar por sí solo es exclusivo de la emisión del sonido. Ver entrada de diccionario “decir”, 4ª acepción, DRAE, ed. 22. y entrada de diccionario “hablar”, 1ª acepción, DRAE, ed. 22.

[2] Con tan sólo llamar a alguien por su ‘nombre propio’ estamos ya admitiendo (aunque no seamos concientes de ello) que los hombres somos diferentes por ser quienes somos y, aún así, que merecemos nombre unos y otros también por ser quienes somos. Cuando conversamos sobre cosas, las reconocemos como algo que no somos y que, sin embargo, podemos decir en la palabra como si por ello le diéramos al otro la cosa misma de la que estamos hablando. Conversar y confiar en que nos comunicamos, entonces supone que compartimos unos con otros algo que también está en las cosas del mundo.

[3] Quiero que se obvie que estoy pensando en los casos que consideramos “saludables”; pero aun si se me dijera que algunos hombres como los esquizofrénicos piensan con más de una mente, ésto no llega a suceder sin que aquel enfermo se tenga por uno en cada caso de su personalidad múltiple. Yendo más aún al extremo, y si se llegara a admitir a regañadientes que un hombre se puede saber siendo dos al mismo tiempo, en ningún caso llega nadie a pensar con alguna forma del pensamiento ajena a la lógica humana.

El baile del mundo de Dannae… (parte I)

En las mañanas, cuando el cuerpo despierta y la mente está deseosa de hacer lo mismo, Dannae se siente suicida, busca entre sus cosas la máscara que portará ante la audiencia de hoy…¿de ayer? Para ella es lo mismo. Entre más busca menos encuentra, es la misma agonía de todos los despertares, puesto que en todos ellos mostrarse tal cual uno es puede perturbar, es más sencillo mostrar algo que es propio a todos que aquello que es a uno mismo. Dannae se contraría al pensar en esto, le suena un tanto ilógico, sin embargo regresa a su sitio habitual, lista para su rutina…

 

¿Qué sería de su sentir suicida sin esta agonía? Su semblante se ensombrece a medida que sus manos acercan la baladí máscara del día….Dannae se pierde detrás de ella, mira al espejo y no ve nada…

 

Dannae en el jardín, saluda sin pesar al fétido desfile que se mueve incesante frente a ella, charla brevemente con las tinturas, los materiales, los adornos y las falsas expresiones, se pregunta si habrá alguna real, si alguna de ella es suicida también. Las caretas llamativas se acercan a ella tímidamente, le susurran el buen trabajo que ha hecho con ella misma…Súbitamente una voz se adentra por los huecos que aparentan ser ojos y grita: ¡En ti misma!…La voz que grita siempre rompe…Dannae cubre su rostro y no repara en los trozos de la falaz careta, se mueve presurosa a su cuarto donde ya la aguarda aquel cofre que guarda más disfraces, se detiene un momento y una lágrima recorre su piel y desesperadamente cae al suelo, esa lágrima que se lamenta por aquella rota, aquella suicida cansada de intentar sostener lo insostenible de Dannae.

 

Cansadamente posa sus manos en el cristal de su ventana, desea tocarla, no se ha percatado que aún lleva la máscara puesta, se siente pesada a estas horas, mira a su alrededor y se ve sola, afuera no hay quién pueda mirarla tal cual es, sin embargo siente que alguien la observa ¿será acaso la voz? La voz escondida entre las sombras que ahora susurra lo que antes gritó. Le aterra tener que escuchar de nuevo ese grito, siente que la voz está esperando solo el momento adecuado para volver a gritar, pero ahora, sin careta ¿qué va a romper? el deseo de la noche embriaga a Dannae, para ella es más sencillo convivir con sombras, al menos ellas se muestran, las otras se rompen con voces que gritan, las sombras se esfuman en susurros. Haciendo memoria, el primer obsequio recibido fue una máscara con facciones finas, profundas e inocentes, se le dijo que la inocencia es una poderosa arma que  por desgracia se perdía pronto, pero puede inmortalizarse en una máscara, si ella perdía su inocencia, aquella embaucadora pieza la haría regresar. Triste recuerdo, Dannae sabía que no regresaría para ella, pero sí para los demás. Su madre una vez más le había dado algo que ha sido muy útil en mucho tiempo…Nunca quiso ser como su madre, pero tampoco sabía qué ser entonces.

 

Por suerte para Dannae, el baile de sombras se aproxima, descubre su rostro, al mirar de nuevo la careta del día se ensombrece y en un susurro se pierde….

 

 

Etna

La Posibilidad de la Mentira

A. Cortés


¿Da voces el eco del lobo al aullar
mejor que los himnos de tierras remotas
antaño enterrados por cientos de edades?

El hombre, por tener la capacidad de hablar, también la tiene de mentir. Hace unos días decía yo que el habla es evidencia de lo humano, y lo humano, evidencia de una expresión que algo tiene de distinto junto al viento que sale del pecho y al timbre que se le imprime con ayuda de la lengua. Esto distinto debe estar en algún modo relacionado con la manera de ser del mundo y de las cosas de las que nos atreveríamos a decir que vemos con claridad, pues de lo contrario, será imposible que lo dicho cambie en algún modo lo que se tiene por cierto de la vida que vamos haciendo. De ahí que sea importante preguntarnos: ¿hay algún cambio en mí cuando se me dice algo? A mí me parece que es un hecho que nos vemos afectados por lo que escuchamos, que nos mueven las palabras. No creo que sea cosa rara para nadie que se pretenda llevar a alguien a determinada acción mediante el discurso, convencerlo de que algo es así y no de este otro modo, anunciarle que algo ha cambiado en lo que sea que ambos conocen, etcétera. A la palabra la tenemos por potente dadora de las cosas (sea o no sea cierto que es así): actuamos como si se nos hubiera entregado algo que mantenemos con nosotros cuando se nos relata algo que no conocíamos, nos mueve porque afecta quienes somos. Podríamos decir que se entrega la palabra, porque de verdad parece que damos algo. Pero, con todo, la cosa que damos, y la cosa que nombramos que yace en el mundo, no son por necesidad la misma. Sea por la razón que sea, en cualquier caso en que entendamos el vínculo entre palabra y las cosas del mundo, se hace evidente que la voz del hombre puede nombrar aquello que no ve que sea.

Suponemos que lo que vemos que es, en verdad es. Suponemos también que decirlo es una manera de expresar lo visto, de presentar en la voz aquello que me parece que es. El movimiento que lleva al hombre lo más naturalmente a hablar de lo que ve es igual de verdadero, sea o no verdadera la relación de la palabra con las cosas, y sea o no verdadera la cosa de la que se habla. El impulso por decir existe en los hombres que se comunican sobre lo que, por visto, piensan que es. Y de ver, puedo decir que veo de muchas maneras: si los ojos no son lo único que soy al momento de investigar algo, entonces habrá que incluir toda potencia del hombre que permita hacer dicho examen, es decir, si al momento de enfrentarme con el mundo para hacerme una idea de qué cosas son en él, me aboco de varias maneras a clarificarlo, entonces todas ellas son dignas de estima por cuanto me permitan realizar este objetivo. Por ello es conveniente incluir como visión la visión del intelecto cuando hablamos de ver con claridad las cosas que son.

Ahora, no podemos quedarnos con la idea de que es suficiente un vistazo para constatar que algo no tiene más verdad que la que se presenta inmediata a los ojos; así como tampoco parecería congruente que se nos ofrecieran razones de peso para pensar que los ojos son completos farsantes que entregan, como si sí fuera, todo lo que no es. No estoy diciendo aquí si es o no posible conocer en verdad a las cosas (aunque sería muy difícil dar con razones para seguir investigando si estuviéramos convencidos de que no), sino solamente que siempre actuamos como si en verdad pudiéramos conocer, y como si lo conocido pudiera en cierta medida ser dicho a otro, que comparte conmigo algo de lo que veo, y que será movido en alguna manera por lo que le diga al respecto de eso que compartimos.

Al mismo tiempo que esto ocurre, la voz de los hombres puede alzarse e imitar ese modo en el que, como mencioné, se intenta decir lo que se ve que es, pero diciendo algo diferente. Pienso en la imitación porque, al engarzar en un discurso las palabras de una mentira, se añaden a los nombres las características falaces tal como se haría en el caso de las verdaderas, o se malnombra algo con un movimiento parecido a aquel en el que se habla bien de algo (y pienso en el sencillo ejemplo del barco: si se mira uno y se dice que es un gato). La forma en la que se articula la palabra, dando algún nombre, diciendo algo de él, presentándolo como siendo parte de un mundo integrado por todo lo demás que sabemos, da la oportunidad al mismo que habla de decir de una manera que algo es distinto de lo que es. Puede errar y terminar por describir algo mal; puede también deliberadamente presentar algo que no es como si fuera, por ejemplo, exponiendo la existencia de un hombre inmortal (1). Todo ello es sencillamente lo que se nos presenta cada día: podemos mentir porque es potencia de la palabra.

Lo curioso es que la posibilidad de la mentira, mientras más nítidamente se presenta como indiscutible, más ayuda a mostrar la manera en que la palabra se relaciona con lo que las cosas sí son. Porque si estábamos dudando de la posibilidad de decir algo verdadero, entonces nos encaminábamos también a cancelar la posibilidad de la mentira. Mentir es tal solamente para quien acepte que algo hay bien dicho que se está maldiciendo u omitiendo. La mentira sólo es comprensible en un marco en el que la voz puede efectivamente nombrar, y en el que hacerlo bien, hablar bien, equivale a decir de lo que es, que es; así como que es de tal cierto modo. Se hace evidente ésto si pensamos que no hay modo de conducirnos en la vida comunitaria que tenemos, o social si se quiere, sin aludir a una forma de comunicación que pretende desarrollarse expresando lo que es. Y si nuestro modo de decir depende de que engañemos, entonces también depende de que el engaño reciba su justo nombre a la luz de aquello que queremos ocultar. Por quererlo ocultar, estamos ya admitiendo su existencia: al mentir confiamos en que hay algo que sea verdadero.

El hombre que habla y que razona, argumenta de modo que pueda notarse en lo que dice qué cosas del mundo son las nombradas, por las que llega a la conclusión expuesta como una manera de exhibir la verdad. Entonces es evidente que no hay buen argumento acerca de cualquier cosa. Sólo hay buen argumento de lo que es, y se puede ver en lo que sigue: si fuera necesario en un discurso de la palabra seguir cada una de las reglas lógicas para llegar a una conclusión, a fin de que luciera como un estricto ejercicio de rigor del pensamiento, pero ésta resultara falsa, sin duda es patente que en algún momento de la argumentación se habría dado por verdadero o una suposición, o un principio, o una aseveración, falsos, de los que podríamos decir que por más que aparenten verdad, terminan por minar el supuesto buen argumento y exhibiéndolo como malo, como falso.

La verdad que está implicada desde que el hombre habla del mundo, parece llamar al hombre que habla, y al encontrarse como visible funge de cimiento del discurso bien dicho, que se dirige a quien también ve lo que se dice bien. Por supuesto, no estoy admitiendo con ello que sea fácil decir qué cosas son y qué cosas no son verdaderas, y muchas veces he escuchado que por miles de años miles de genios han creído como verdaderas las cosas más disímiles; sin embargo, ésa no es razón suficiente para no admitir lo que salta a la vista: no hay habla que se dé sin la intención de relacionarse con la verdad. Y si esto es cierto, el que los hombres hablen ya supone la existencia de alguna cosa verdadera, tanto para nombrarla, como para ocultarla con la mentira o dejarla a medias.

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(1) Claro, pensando en que el hombre es mortal por definición y por naturaleza, y que, por tanto, la enunciación de “hombre inmortal” es una plena imposibilidad y un oxímoron.

¿Damos nombres?

A. Cortés

¿Da voces el ruiseñor mejor que el silbante
cuando se conoce la alegría de sus notas,
o la nostalgia cadente en su andar?

La obscuridad tiene algún parentesco con el silencio. ¿Cómo rompe un hombre el silencio si no con la voz? De cualquier otra forma, lo rompen también la bestia o el trueno. Una voz, y más sumadas, van contrastando al mundo mientras distinguen y relacionan sus partes, pues a cada una se le da nombre y se habla de ella. Se dicen las cosas, se dice lo que son y cómo son las cosas, se miente sobre ellas, y todo eso se despliega como instancia de un sitio en el que estamos. Por más actividad volcánica o cataclismo ruidoso que se quiera, un mundo con hombres en silencio sería un mundo callado.

Al no quedarse callado, el hombre mira las cosas mientras habla de ellas. Es como si una cosa se viera mejor mientras más claramente se sabe qué cosa es, y como si al verse mejor, se pudiera también hablar mejor de ello. Debemos admitir que hay cosas que conocemos y que hay cosas que conocemos mejor que otras (1). No es ajena a nosotros la situación: llega un amigo y habla sobre su profesión, una distinta a la nuestra; en tal caso se diría que somos locos si se nos hiciera extraño que él conociera mejor que nosotros de lo que habla, pues él lo ha estudiado. Sin meditar los pormenores, estudiamos diciendo y pensando en nombres, en cosas con nombres y en sus relaciones. Por ejemplo, queremos conocer qué cosa es ésa que vemos flotar en el mar. “Un barco”, nos dice alguien. Vemos entonces un barco con los ojos, y lo imaginamos de alguna misteriosa manera en el intelecto, si no lo tenemos frente; al nombrarlo, la imagen se aviva, y lo va haciendo más mientras más sabemos sobre el barco. Al conocer sus partes, el mástil, las velas, la popa y la proa, sus funciones y sus procedencias, tendemos a decir que vemos con más claridad aquello que se ha nombrado ‘barco’. Bien podría llamarse ‘pilichuela’, y nada de ésto habría cambiado (excepto el gusto por pronunciarlo, venido muy a menos al decir ‘pilichuela’). Por eso al nombrarlo lo llamamos, porque lo que se aviva en nosotros parece que viene a nosotros. Se llama a algo diciendo su nombre.

Viendo desde allí, no parece coincidencia que ‘llamar’ se diga de las dos maneras: para nombrar algo, y para darle voz a algo y hacerlo venir. “Ve y llama a tu papá” es una frase que a nadie lleva a bautizar a nadie. Como tampoco nadie entiende “me llamo Cortés” como si el loco diciéndola soliera exhortarse a gritos para encontrarse a sí mismo. Así, cuando se quiere hablar claro, se llama a las cosas por su nombre.

De cualquier modo que nombremos al hecho de dar voz, ya sea llamar, mencionar, decir, afirmar o clamar, no son sólo los sonidos del hombre, como si fueran el análogo humano al ladrar del perro o al ulular del búho. En una oración hay más que sólo el movimiento del aire que propician las cuerdas vocales. Si no fuera así, no habría diferencias que nos son evidentes entre las maneras en que decimos comunicarnos con la voz, no habría cómo distinguir un gesto amable de uno grosero, o cómo entender la diferencia entre una pregunta y una afirmación. En ese talante es notorio que decir cosas como que “dos es a cuatro como cuatro es a ocho” constituyen la enunciación de una proporción que no se encuentra en el sonido de dicha enunciación, sino en alguna otra cosa. Es decir, en una oración matemática como la anterior, la proporción no está en el viento movido por la lengua, ni en la tinta en el papel, o en la pantalla coloreada de la computadora.

Llamar está evidentemente diferenciado con respecto a gemir o a gruñir, o a otros del estilo, aunque sea posible que un silbido o un grito particular funjan como llamado (en tal caso, la expresión trasciende el valor únicamente fonético, por haberle otorgado un carácter de signo reconocible por aquel que es llamado). Llamar incluye la idea de dar en la voz el nombre, o de hacer por medio de la voz que lo nombrado venga a quien lo invoca. Y ésto se hace de muchas maneras, como cuando se llama a gritos, que se clama. Es interesante este caso peculiar: clamar en nuestros días tiene este tinte escandaloso que supera la intensidad del simple llamar, y dice el DRAE (2) que equivale a exigir, a dar voces lastimosas o quejumbrosas y a decir palabras con vehemencia, como si fuera esta clase de llamar, pero muy fuerte o muy intenso. En realidad están ambas íntimamente emparentadas, pues ‘clamar’ es madre de ‘llamar’ e hija del latín ‘clamare’. Pero ‘clamare’ -que es anterior a ‘llamar’- porta un sentido en que sí pesa la fuerza de la voz, en que se trata de un llamado intenso. La sonoridad del grito (piénsese en el re-clamo) se encuentra aún en la médula de nuestra llamativa palabra, aunque no necesariamente de manera agresiva o altanera. En el habla cotidiana solemos usar más el ‘llamar’ que otros derivados latinos como ‘invocar’, ‘solicitar’, ‘apelar’, o demás que son en todo caso menos estrepitosos. Es como si en español llamáramos a las cosas a gritos. En realidad es una cosa mucho más cercana a dar voz, a hacer algo acercarse mediante la pronunciación de su nombre.

El nombre, por todo ello, es evidencia de que se reconocen las cosas en el mundo, y a uno mismo como quien, aun distando de ellas, puede acercarlas con su voz. Ello es suficiente maravilla para quien se percate de que el vínculo entre la mención y lo mentado permanece visible, pero inexplicado. ¿Cómo hacemos para poder nombrar, si las cosas están distantes? Por la dificultad del problema se llega hasta el extremo de no admitir lo que es visible: razonan unos que, dado que es inexplicable el lazo, no existe; pero tal conclusión es aun más evidentemente falsa, nada hay que necesariamente ligue el que yo no pueda explicar algo y el que ese algo exista (aparte de que con no haberlo podido explicar uno, no se prueba que no se puede explicar en absoluto o exponer de algún modo). Es como si yo, al no entender a Einstein, pretendiera escribir un tratado indiscutible sobre por qué mi ineptitud explica, tanto la ausencia del tejido espacio-tiempo, como la incongruencia de la relatividad general. En este caso es lo mismo, hay algo evidente, y si podemos o no explicarlo, será cuestión de nuestro esfuerzo y de la naturaleza de lo que se pretende explicar, no de si es o no es. El hombre habla, da voz, dialoga, comunica. El hombre expresa y eso es evidente. Sólo basta con ver a un niño hablar para darse cuenta de que lo que hace se diferencia cualitativamente de los ladridos y del ulular de los árboles al viento.

Que la palabra comunica, parece evidente a quien sea que esté leyendo ahora. Por lo menos, parece diáfano para mí que no hay razón para leer si se duda de que la palabra es más que letras y sonidos. Sin embargo, la maravilla que provocan evidencias como ésta se apaga fácilmente sin más diálogo que le siga la corriente a la pregunta. Hay pregunta si aquello que nos maravilló seriamente nos mueve hacia sí. ¿Será que aún hoy importa de alguna manera darse cuenta de las evidencias que nos maravillan? ¿Aún importa que preguntemos qué cosa tiene la voz del hombre, corriente y mágica que dice al mundo? Tal vez valga la pena que cualquiera intente responder aquésto, aun cuando no pretenda descubrir qué cosa es la palabra. Tal vez. Cuanto más grande sea el deseo de responder, tanto más grande será el diálogo a que se dedicará el hombre.

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(1) ¿Por qué no decirse que se conoce ‘más’, en lugar de ‘mejor’? Con decir ‘mejor’, me propongo hacer saltar a la luz que al conocer es importante no sólo cuánto se conoce, sino también de qué modo; por ejemplo, por lo frecuente conoce más personas quien trabaja en el mercado que un estudiante de psicología, pero nada hay por necesidad que impida que en este mismo caso, el último conozca mejor a las personas que el primero. En cuanto a la claridad que se tiene sobre lo nombrado, la tiene más el que mejor conoce que el que conoce más.

(2) Cfr. entrada de diccionario “clamar” en el DRAE, ed. 22. Omití la segunda acepción que equipara “clamar” y “llamar” porque en ella se especifica que se trata de una voz anticuada, y mi pretensión precisamente es mostrar la separación actual de ambas palabras.