Pensé que estaba imaginando cosas, pero no; en verdad mi hermano estaba actuando muy raro. Lo primero que noté fue su nerviosismo: parecía dar vueltas por toda la casa, como león enjaulado, sin saber qué hacer. Me le quedé viendo y fue entonces cuando me fijé en sus manos, las cuales evidentemente guardaban algo en su interior. -¿Qué traes ahí?- exclamé entre intrigada y desafiante. Alzó la cabeza con fastidio, me dirigió una mirada cansada y simplemente me ignoró, para enseguida dirigirse a la cocina y asomarse por la ventana que da al portón de la casa. Tan pronto como paseó sus ojos lo escuché quejarse entre murmullos y salió a paso veloz de la cocina con dirección a la puerta principal mientras decía “No otra vez…” con un tono lastimero. -¿¡Qué, qué pasa!?- inquirí de nuevo, esta vez determinada en conseguir respuestas aunque fuera a regañadientes.
Esperé a que entrara de nuevo a la casa para interrogarlo, pero no hizo falta que lo hiciera porque, nada más verme, comenzó a contarme lo que estaba ocurriendo. -Me encontré a un pajarito tirado- repuso y volteó a ver sus manos, cuyo contenido ahora me resultaba conocido. -Pensé que se había caído otro del nido, pero no…- dijo, intentando explicar por qué había salido tan abruptamente de la cocina para dirigirse al jardín. Ya todos en la casa teníamos conocimiento del nido aquel, asentado en un viejo motor que servía para abrir el portón; sin embargo, nunca creí que de veras fuera a ver a alguna de las crías que ahí crecían. Entonces le pedí a mi hermano que me dejara ver al recién rescatado y abrió sus manos para tal efecto. El pajarito –como todo bebé, ya sea animal o humano– estaba feo como el hambre: no tenía plumas más que una fina línea en la espalda, otras en la cola y unas cuantas más en la cabeza, la piel se le transparentaba al punto en que podías ver hacia dentro de él, todavía no podía abrir los ojos y, para colmo, todo indicaba que tenía una pata rota; no obstante, en ese momento me pareció la cosa más hermosa que pudiera existir en el universo entero: esa cosa que llaman instinto maternal había aflorado en mí de alguna manera al ver al pajarito indefenso en vías de desarrollarse.
De inmediato, le dije a mi hermano que debíamos mantenerlo caliente en lo que llegaba mi mamá; ya con ella presente decidiríamos qué haríamos con él, pero mientras había que mantenerlo a salvo. Pronto comenzó a piar como desesperado, lo que interpretamos como signo de hambre. Ahora el problema era alimentarlo y no teníamos ni idea de qué era lo que comía un pájaro en esa etapa de su vida. Recurrimos a un biólogo que había sido profesor de mi hermano, lo cual era lo más cercano a un veterinario dadas las circunstancias, y al Internet con el fin de averiguar cómo alimentar al animalito, pero ninguno de los dos resultó ser de mucha ayuda. Al final, lo único que se me ocurrió fue que le diéramos pedacitos de cereza y una papilla hecha con pan de caja, pero no hallábamos la forma de que abriera el pico y engullera nuestro mejunje, aunque tampoco paraba de piar.
En éstas andábamos cuando comenzaron a llegar los demás integrantes de nuestra familia: mis otros hermanos, mi abuelo y, finalmente, mi mamá. Todos se mostraron sorprendidos de que yo estuviera en la sala, pues por lo general nunca salgo de mi cuarto, y más sorprendidos quedaron cuando les dimos la noticia del rescate del pajarito. Sin embargo, en vez de mostrarse conmovidos –como mi hermano y yo lo estábamos– con aquella criatura, todos lo vieron como la cosa más normal y cotidiana del mundo y muy pronto opinaron –al menos mis otros hermanos– que lo mejor era dejar que se muriera. Mi mamá, en cambio, aunque sí se mostró conmovida, al enterarse de que tenía una pata rota, lo desahució a morir de gangrena y nos dijo que había que llevarlo al veterinario si es que en verdad queríamos que se salvara.
Después de mucha insistencia por parte de mi hermano, mi mamá accedió a llevarlo al veterinario aunque ya casi fueran las once de la noche; no obstante, parecía que no creía que aquel esfuerzo fuera a valer la pena. Volvieron como a eso de la medianoche diciendo que el veterinario de Urgencias les había dicho que no había ningún problema con su pata, pues solita soldaría, y que lo mejor era regresarlo a su nido porque en nuestras manos tenía pocas posibilidades de sobrevivir. Como ya era muy tarde, decidieron que lo devolverían al nido al siguiente día y esa noche la pasó dentro de una cajita, acomodada lo mejor posible para que ahí durmiera, que estuvo al cuidado de mi hermano.
A la mañana siguiente, nadie podía creer que el pajarito hubiera logrado sobrevivir toda la noche, pero ahí estaba: despierto, piando sin cesar y abriendo el pico para que le diéramos de comer. Aun así, en la atmósfera de la casa se respiraba todavía cierto aire de escepticismo, mismo que culminaba en comentarios como “ya déjenlo morir”, “ya para qué lo cuidan” o “que se lo coma Junior –mi perro Beagle–“ por parte de mis otros hermanos, lo cual me motivaba más a querer cuidar al pajarito con el fin de demostrarles que sí era posible que creciera fuerte y sano bajo nuestro cuidado –el de mi mamá, mi hermano y el mío–.
Contra pronóstico, hoy se cumplen seis días de que mi hermano encontró al pajarito bebé tirado en el jardín, mismos que le han servido para que pudiera abrir al fin sus ojos, llenar su cuerpo de plumas y curar poco a poco su patita; y a mí para callarle la boca al resto de mis hermanos. Asimismo, ha comenzado a caminar y a batir torpemente sus alas, preparándose para surcar los cielos. Pronto dejará nuestro nido –mi nido– y hoy más que nunca pienso que es la cosa más hermosa que puede existir en el universo entero.
Hiro postal