εὖ πράττειν ἑπτάκις

 

Bienaventurados somos porque Sócrates no escribió nada; pero tal vez, amigos, siete veces más lo somos porque por eso podemos saberlo.

Madeja

Caminé hasta que las sombras eran largas y tenues. Quise que me dejara el horror, como si lo tuviera en los zapatos y a cada paso esperara que se me fuera desempolvando un poco. Como si de respirarlo se me fuera yendo de los pulmones. Y sin embargo, con cada descanso que me daba confirmaba su resistencia. Era quizá una tontería, pensar que un librito tan chico podía hacer tanto… No había habido una lectura que se me afianzara con igual fuerza en el alma desde que mis amores eran verdes. Y eso si no he ya malcrecido mi memoria con tanto adorno que uno hace de su propio recuento en el placer del silencio. Como fuera, sin duda era otra cosa, pues ahora no había viento de la costa o calle pedregosa que me la quitara. Cubría mis zapatos, llenaba mis pulmones, se me depositaba en el fondo de la boca. Algo, eso sentía, algo había salido mal desde el principio. Por una fortuna impensable se había salvado hasta ahora, pero con un pequeño jalón que alguien le diera por cualquier lado se deshilacharía todo. Y me refería a todo. Absurda imagen, tal vez, pero eso era lo que mejor figuraba el escozor que traía mientras ascendía por la escalinata de piedra que llevaría tarde o temprano a la plaza con la fuente cuya escultura de soldado medio mal parado parecía más bien un homenaje a Chaplin. Así le decían, el Chaplin, aunque creo que era un joven que murió peleando por el pueblo en una de esas guerras de treinta o cincuenta años que ya no recuerdo… bueno, pero era ésa la imagen que revolvía en mi mente temblorosa: la realidad toda era una madeja mal devanada. A donde volteara veía que así era. Lo confirmaba mientras intentaba pensar en otras cosas. Terco me quería dibujar en la mente la sonrisa de mi hija, quien recientemente recibió un premio de segundo lugar en una competencia de natación, para pasos más tarde imaginarla rodeada de un agua de alberca que estaba a un paso de ser cualquier otra cosa, menos agua, sin una sola cualidad que permitiera diferenciarla del agua; sé que es difícil de entender, pero es que decirlo es como contar a un amigo un mal sueño. Quería pensar en mis amigos también, en uno de ellos, que se nos fue apenas el año pasado y dejó en mis oídos un poco de su risa que todavía me dura, pero terminaba por figurármelo con el resto, hablando a un sólo tirón de que ninguno supiera qué decía el otro, sin que ninguno además, sospechara siquiera que eso estaba sucediendo. Todo, ya lo he dicho, se me podía deshilachar en cualquier momento, como una madeja mal devanada. Como si un padrastro pudiera ser arrancado y se llevara toda la existencia descarnada. Peor, lo pensaba no sólo rodeando a los míos: era un ovillo que estaba en todas partes, en las que no veía, en las que ya habían sucedido, en las sombras del futuro inexistente, y lo atisbaba casi con claridad ahora que había llegado a la fuente de la plaza así como lo había visto colgando de las ventanas sucias por años de brisa. Estaban sus hilos, que eran los del mundo, invisibles, rodeando las enredaderas y los botes de basura y la historia de las lozas y al centro la descolorida piedra: casi creía que si jalaba una diminuta fibra se desplomaría el muchacho entero con ese sombrero que quiso ser casco. «Nada es en realidad lo que parece», había terminado el endemoniado librito. Grave y hueco. Maldito. Me alargué y me atenué con la noche, sentado en la banca mirando el centro de la plaza. La frase me recorría mientras sentía cómo el pensamiento se me iba descosiendo. No quise mover nada por horas. Finalmente el terror se me desbordó: jalé uno de los hilos. Todo se deshebró con catastrófica quietud. Desde entonces, nada es lo que era antes y nadie se ha dado cuenta.

Tres cortísimos cuentos de juguete

Queridos lectores, como conmemoración del Día del Juguete (que seguramente será algún día en algún lugar), les comparto hoy tres cuentos cortísimos que hablan de juguetes exclusivamente –y de ningún otro tema ni oculto ni descubierto–, con la esperanza de que los diviertan como niños.

La sonaja de Arquitas

Los nuevos educadores ya habían hecho callo, se habían vuelto sordos al escándalo y ciegos a las ráfagas. A su cuidado, cientos de miles de criaturas se despeñaban buscando algo, mientras lloraban con la fuerza de la desolación. Sillas astilladas, ventanas destrizadas, cortinas jironadas, leyes desplomadas… Ante todo esto, los nuevos educadores no se asombraban. La excepción fue uno que un día fue arrancado de la abulia por un susto momentáneo. «No te preocupes –lo tranquilizó el primero entre ellos–. Deja que destruyan la casa; mientras eso los distraiga nunca se llevarán nuestra sonaja».


La escultura de Dédalo

Fue más vergonzoso para los amantes de la representante del pueblo que para ella misma, porque no parece haberse dado cuenta cuando ocurrió el suceso. Un testigo lo contó todo con una mezcla de repugnancia e indignación en la voz. La representante del pueblo había hablado como tocada por el mismísimo Espíritu Santo, con tal pasión por su gente y una perorata tan brillante sobre la integridad, que al principio los apantallados tomaron su súbita inmovilidad por uno de los números del espectáculo. Y así como se quedó, así sigue aún hoy, con la boca a medio abrir y los ojos viendo nadie sabe a dónde. Hay unos que tienen que cuidarse las roturas, según le entendí a los doctores, porque si no luego por ahí se le riega a uno el azogue.


Los dados de Palamedes

Pares, nones, pares de nones y nones de pares. En círculo los redactores embobados observaban cada tiro de los dados con la anticipación del cazador a la guarda de la madriguera. Nadie afuera del círculo les importaba, tratárase de amigo, enemigo, traidor o los tres. Un experto arúspice de los hados, que además tenía diplomados en estadística y economía, estaba al centro interpretando y describiéndoles los resultados. Los redactores interpretaban la interpretación, y con ello quitaban o ponían pares o nones de líneas en pares o nones de párrafos en sus libros de incontables reglas. Ya asentadas, se las dictaban al arúspice para que éste estuviera siempre actualizado en sus predicciones y pudiera así saber exactamente qué les depararía la suerte.

El sonámbulo

 

Hera, no temas que ningún dios u hombre pueda ver nada,
pues yo te encubriré con una nube de oro,
y ni siquiera Helios podría vernos a través de ella,
ni aunque mire con la más aguda luz de todas las que ha habido.
Ilíada, XIV, vv. 342-345

Al retirarse el fuego diurno por la noche, se le separa el fuego congénito;
entonces al proyectarse de los ojos, cae sobre algo que no le es semejante,
cambia él mismo y se extingue, pues se volvió desemejante el aire que
lo rodea, que ya no tiene fuego. Le impide ser visión y lo lleva a volverse sueño.
Timeo, 45d

Tarde. Noté tarde que el mesero había observado el estado de mi té durante su última ronda a las mesas. Lo noté no en el ojo, sino en la memoria. Como cuando alguien dice algo pero no se le escucha bien; y justo después el ritmo se repite, la voz resuena en el tímpano y, ¡sorpresa!, aparece el sentido. Se escucha bien después de haber oído. Ya estaba ahí lo dicho, pero había que descubrirlo. Probablemente ya estaba ahí incluso antes de ser pronunciado. ¿Y si es así todo lo que escuchamos? ¿Todo lo que vemos? Creía que conocía una obra de Calderón de la Barca que me gustaba mucho, que he leído varias veces. Y ahora que mal recordaba las palabras agudas de cierto personaje, me sonaban como si nunca les hubiera puesto atención: «¿qué haremos, a pie, solos, perdidos y a esta hora en un desierto monte, cuando se parte el sol a otro horizonte?». Damos a las estrellas el dudoso honor de ser el retrato de otros tiempos, de ser para nosotros luz llegando desde lejos, del pasado. Y por supuesto, de que ahora mismo son un misterio encerrado por miles de años en la bóveda negra del cielo. Quien quiera mirarlas tal como brillan hoy tendría que pagar el precio en años, tantos como no ha guardado juntos ningún pueblo nunca. Tal vez no son únicas en esto las estrellas, quizá así son también nuestras voces. Otra cosa ya que suenan. Otra cosa ya que se escuchan. Como la mirada del mesero que pasó queriendo ver si había tocado ya mi té. Pero no, ya era tarde. Quise tomarlo ya que se había enfriado. Así encontré el vestido sobre la cama de nuestra habitación: tela fría, ya perdidos el calor y la figura. Sin tensión. Sin la risa que suscitaban las puntas de mis dedos. ¿Sabía entonces qué eran? Y en mi memoria encontré también pronunciadas las palabras que tantas veces oí, pero que ahora entiendo. Muy tarde.

La defensa del totalitarismo

La defensa de un régimen totalitario siempre está formada, en su mayoría, por quienes no lo reconocen como tal. Harían bien en aprenderlo; pero ¿cómo podrían? «No puede ser –dirán–, un régimen no es una fuerza de la naturaleza. No es una ocurrencia arbitraria. No es una imposición de los dioses. Un régimen se forma con decisiones, con gente que hace las cosas con cierta voluntad y cierto propósito. No puede ser que no lo reconozca uno que lo proclama, menos uno que lo defiende». Por supuesto. Y sin embargo, el totalitario es un régimen que depende del desconocimiento. Siempre hay un círculo interno que orbita al poder, donde están quienes no cabe esperar que pudieran desentenderse. O eso supondría uno. Pero la realidad es que éstos no hacen mayor diferencia por sí mismos, porque una ciudadela no puede sostenerse por mucho tiempo sola. No puede guarecerlos a todos ni repeler una fuerza constante. Contra un verdadero embiste necesita una muralla exterior. Los que se engañan son ladrillo y mortero del totalitarismo, parapeto y almena, baluartes y torres de vigilancia. Estas últimas, importantísimas: el régimen totalitario depende de sus vigías. Vigías desentendidos de lo que vigilan, protectores ignorantes de lo que protegen, no se dan cuenta de dónde viene la verdadera amenaza. Desde las saeteras atacan a la razón. El régimen totalitario borra las memorias y envenena el reconocimiento: vive del olvido de sus guardas, que lo seguirán siendo mientras no se reconozcan a sí mismos. Es por eso que conviene al régimen totalitario hacer caricaturas de la censura y del diálogo, para que los inquisidores desconozcan lo que hacen y siga fresca su defensa: «¿yo?, yo no censuro nada. Que me alegre que esas voces disidentes se hayan callado (y todos sabemos que se lo merecían), es otra cosa».

La caricatura de la censura la exhibe vistiendo de traje tan agresivo, tan belicoso, que ninguna intromisión sin pólvora pueda tomarse por censura en ocasión alguna. La historia que cuenta cómo otros ejercieron la censura, en otros tiempos más salvajes, ahora se llena de monstruos, de acciones tan extremas que no quepan en nuestro mundo. El nuestro ha sido vacunado contra el virus de la salvajía y ya nos sabemos inmunes. Una baja sorpresiva en una estación de radio, una tropelía contra la publicación de la opinión, un comentario a foro abierto que cancele una investigación con evidencias sólidas, una amenaza de muerte a domicilio… ninguna de estas cosas llega marchando con botas militares, en operativo con redadas y helicópteros, armada con ametralladora. «Esto no es censura», concluye el vigía. «La sed de sangre del totalitarismo es insaciable. La mía, en cambio, se sacia cada tanto con uno que otro golpe de justicia debidamente asestado».

La caricatura del diálogo simula que la multiplicidad de la voz es fuego. Finge que no sufrimos hambre por su carencia, sino que al contrario es por su presencia que se nos acabaron ya los bosques, se erosionaron las llanuras y los campos se volvieron infértiles. Por culpa de tantas palabras, reza la caricatura, es que ahora nos odiamos. Es su culpa que vivamos como bárbaros. No nos odiábamos antes, todos éramos jubilosos y nuestro prójimo era sagrado para nosotros; desde que permitimos este diálogo, en cambio, se ha consumido nuestra hacienda: ya no queda nada más que brasas y cenizas. Hace falta más silencio, menos ideas desencaminadas, menos broza. Cuando logra su cometido la campaña, el nombre ya le queda mal: no merece llamarse diálogo, más bien hay que llamar vituperio, calumnia y difamación a este incendio. «Esto es demasiado», concluye el vigía. «Este tipo de trato nos hizo mucho daño. Sólo el totalitarismo le entrega a las palabras la verdad. Yo, en cambio, prefiero quedarme con la mía y que nadie me la quite».

Orgullosos se entregan al tirano mientras éste pregone democracia. Y defienden entonces al régimen totalitario sus más fieros enemigos. O los que dicen serlo, por lo menos, bajo patrio juramento. Pues son los que se engañan quienes miran hacia afuera y confunden con la marcha de un ejército adversario el espejismo del desierto, o tal vez más que espejismo valdría decir, espejo.

Tiempo libre de responsabilidad

 

¿Cómo saberlo, cómo sacarte de la multitud
del tiempo, de los apretados espacios, ponerte frente a mis ojos como un discurso impreso,
como una tinta fluvial en las venas del mediodía?
–David Huerta, Incurable

Uno, primero, no puede realizar una actividad significativa en sí misma,
excepto con una actitud de apertura receptiva y de silencio atento.
–Josef Pieper, Trabajo, tiempo libre, ocio

Vive en la vanidad quien se abandona. Para éste, la vida es sólo para sí misma, como si no fuera él mismo. Deja que ella, aparte, se viva sola. La vanidad está hinchada en el mundo del mercado, donde la dedicación predilecta es negar al ocio. Se le niega por principio. Aparte, no concede discusión porque lleva prisa. Asunto decidido, a lo que viene. Claro, el mundo del trabajo no es el mismo que el mundo del mercado, aunque lo incluya. Se trabaja por necesidad, pero no es necesidad que lo único que haya en la vida sea trabajo. Quien comercia incluso con su vida es presa de la necesidad y por eso no puede ver otra cosa sino lo trágico: hasta la decisión está en manos del destino. La vida es un solo viaje efímero: nacimos cuando se soltó la catapulta. Pero se engaña quien piensa que, una vez observado este problema, es fácil vivir el ocio estando inmersos en el mundo del mercado.

El que pronto quiere escapar de la fatiga del trabajo recurre al tiempo libre como si fuera ocio; pero no lo es. El tiempo libre es la sombra del ocio que el mundo del mercado ofrece al que tiene la liquidez económica para consumirlo. Hay de varios tipos, tamaños, colores y presentaciones según el gusto (cuya infinita variedad es culpable de haber roto miríadas de géneros), y según las posibilidades del bolsillo: gimnasios, balnearios, cuadernos para dibujar mandalas, vueltas al mundo, guías turísticas, libros, paquetes de masajes, futbol en la tele… Es una sección del mercado, una muy importante, muy útil. Sin tiempo libre, el que negocia truena. No sólo eso, el negocio truena también, lo que es mucho peor para el mercado. El que trabaja todo el día requiere tiempo libre para descansar, relajarse, divertirse y distraerse. En suma, necesita preparar sus fuerzas para seguir trabajando. El tiempo libre es requisito laboral, entonces es para el trabajo, para el negocio. Es subordinado, es parte del mundo del mercado. El ocio, en cambio, no está dedicado a nada que no sea la vida. En este sentido, el ocio se dedica a sí. El ocio no es un estado, ni siquiera si queremos revestirlo de honores y decir que es el estado propicio para, con él, dedicarse a los asuntos más elevados del espíritu. Esto es un engaño: el ocio no es para nada más, no es útil. El profesional que se hace un cachito en su agenda para tener el ocio que necesita para reflexionar hondamente, sigue confundiendo ocio y tiempo libre, buenas intenciones aparte. Vive en la vanidad. ¿No es su agenda sino un reflejo a escala del peso trágico de la necesidad?

¿Dónde ve uno, entonces, al ocio? Josef Pieper piensa que se encuentra en la creación artística. Tiene sentido, porque en la dedicación artística el ser humano reconoce, y celebra, la vida por cuanto ésta es mucho más que el día de trabajo; en ello, él mismo se celebra como mucho más que trabajador. Me gustaría pensar en otra posibilidad también: la responsabilidad. Responde sólo alguien que puede vivir entre palabras, o dicho de otro modo, responde el ser de la palabra. Sólo éste pregunta. Si miramos al otro como responsable es porque nos responde, y esto es únicamente porque es nuestro interés y a su palabra podemos dirigir nuestra pregunta. Hay algo que queremos saber de él. Sin juicio nadie puede ser responsable ni esperar respuesta tampoco. Sin palabras no tienen caso las preguntas. Las bestias «no son responsables de sus actos», como solemos decir: no tiene caso preguntarles nada. Más aún, nos sabemos implicados, tanto en lo que se pregunta de nosotros cuanto en lo que respondemos. Hay modos peculiares de preguntar y responder en toda comunidad, distintos por multitud de causas. Con los otros nos damos en la palabra. ¿Y qué tiene todo esto que ver con el ocio? Que el obscurecimiento, cada día más profundo, entre el ocio y el tiempo libre, depende de que creamos que hay tiempo que es únicamente nuestro, que es nuestra potestad administrarlo, y que en su neutralidad ejercemos la libertad de recrearnos como nos dé la gana. Nos sentimos poderosos viendo en nuestras manos el cuchillo para repartir las cronométricas rebanadas. El ocio, en cambio, debe pensarse de otro modo: se vive el tiempo, no se le usa como lote o como predio. Interesarse en el otro se hace a su tiempo, y en ello es que no se puede uno hacer responsable ni de sí mismo ni de otros sin ocio. No es susceptible de prisa ni de aceleradores. No es una reacción que requiere catalistas. Nadie puede apurar la amistad. La responsabilidad es admisión de la razón; como tal, sólo puede encontrarse en el cuidado mesurado por la palabra. El trabajo nos distrae de nosotros mismos, pierde la palabra, y en su exceso la tergiversa, desprecia la razón. Estas cosas son invisibles para el que está trabajando porque su atención está en lo que tiene a la mano, en la tarea enfilada, en la secuencia del producto. El hombre responsable se encuentra a sí mismo en los otros, y viceversa, a su tiempo.

En la responsabilidad puede uno encontrar el ocio porque es una forma de la vida en la palabra, del encuentro con que uno es más que uno solo. Esto, por su parte, ilumina que el ocio sólo puede vivirse si no estamos solos. En la acción de la razón nos presentamos: por un lado, dándonos a quien se pregunta por nosotros y por el otro, preguntando por el otro. Sería atrabancado pensar que la responsabilidad es cosa fácil en el mundo del mercado, claro. Si a algo nos ha acostumbrado el mundo del mercado es a rehuir de la responsabilidad, aunque sea la que así se entiende hoy, y aunque sea fugazmente, en la ilusiva desconexión de la vida durante el tiempo libre que tanto bien le hace a nuestra salud. «Responsable del área de recursos humanos», le decimos al que tiene el puesto en la compañía. «Fulano es responsable de esto, nos encargaremos de encontrarlo donde sea que se esconde para que enfrente la justicia», se dice del criminal que no tiene la entereza de mirar a nadie a los ojos, pero que bien que hizo lo que sabemos que hizo. «Menganito es muy responsable» se ufana la mamá de Menganito porque hace todo lo que le dicen los profes en la escuela, sin rechistar. Estos días es fácil llamar responsable al que puede llevar a cabo una tarea eficazmente. No olvidemos, sin embargo, que nada especialmente digno hay en esto, que para lo mismo se inventó la palanca. Y la palanca tan bien puede prensar los tipos entintados para hacer libros, cuando puede cimentar una fatal catapulta.

El otoño enajenado

A Námaste Heptákis, cuyos miedos me aterran.

Entre hojas del otoño enajenado me pregunto si aún estará viva en algún lugar la filosofía. Si un retoño escondido entre la hojarasca parda piensa y habla todavía. Como las generaciones del follaje, así son las de los hombres, le dice el Glauco homérico a Diómedes. ¿Y qué si acertó? Los orgullosos prefieren pensar que estamos hoy «parados sobre los hombros de gigantes». Pretenden deslizar desapercibido el alarde: quienes llegan a esos hombros algo han de tener de escaladores. Pero se antoja triste imagen cuando quienes miran más arriba son cada vez más pequeños. «Lo peor midiendo lo mejor», dice uno de ésos que es mejor que yo. Y si son árboles estos gigantes, con sus troncos secos y viejos, si han perdido ya la fronda, me pregunto si no habrán caído hace tiempo y hemos desconocido a porfía a quienes estuvieron alarmados por el estruendo del desplome. Me pregunto si no estaremos más bien con la frente en tierra seca, hundida la vista en la hojarasca del otoño enajenado, cubiertos por generaciones tras generaciones de hombres, tronando como hojas castañas. ¿Qué nombre pesará más que otro cuando vengan las nevadas? Ninguno. Nadie. El nombre de las cosas, tal vez, que no el nombre de nadie. Y estas cosas me digo y me pregunto entre la desconfianza, el desengaño, el miedo a perder la maravilla y el temor a la caducidad de los días. Yo temo al cetro de los reyes, el que blande Agamemnón, arrancado de un árbol montañés, tallado, adornado, y administrándolo todo desde lo más alto. No le temo a su poder, bajo el cual el diálogo marchita; sino a su yermo en el que no podemos darnos, del que «nunca más nacerá hoja ni rama alguna, ni reverdecerá de vida».