La Última Lección

A. Cortés

“Señora, ya no hay más que pueda yo enseñarle a su hijo. Lo siento mucho, pero está completamente negado al aprendizaje. No hay modo de que se haga el hábito del piano: nada puedo mostrarle de la técnica, y nada contribuye a la práctica. Mucho menos puedo hacerle escuchar mis lecciones de teoría.

“No crea que no intenté hablar con él. Es sólo que no escucha, y no me tiene ni el más mínimo respeto. Es indisciplinado, es muy perezoso, y es suficientemente cínico como para admitir ambas cosas con una sonrisa al principio de cada clase, en cuanto le pido que me muestre lo que debió haber hecho de tarea.

“Debo pedirle que me comprenda, no volveré a darle una sola lección.”

La madre del joven no tardó ni un instante en agitarse y fruncir el ceño. “¿Qué pasa, es que no te pago suficiente, o tienes ya otra clase programada en este horario? Porque si tan sólo me lo dices podemos arreglar un mejor precio para tu hora. Digo, no queremos un Beethoven, ni esperamos resultados en dos semanas, sólo quiero que esté ocupado en alguna actividad para que no ande de ocioso toda la tarde.”

“No, señora, le agradezco; pero de verdad no es mi disposición la que impide las clases, sino la de su hijo. Si yo fuera un ladrón cualquiera, como de los que abundan por aquí, tomaría gustoso su palabra (y su dinero) sólo por sentarme una hora a escuchar a su hijo quejarse; pero no es por eso por lo que cobro.”

“¿Me estás diciendo que no le vas a dar más clases a mi hijo, solamente porque no eres capaz de controlarlo? Perdóname, pero eso me suena muy poco tolerante de tu parte, y no sólo eso, me suena hasta mezquino y…” La mujer ya estaba bastante molesta durante las últimas palabras, así que se contuvo. “Como quieras –dijo ella con voz aparentemente serena-, de cualquier modo tiene mucho trabajo de la escuela y no tiene tiempo para sentarse al piano a practicar.”

“¡Perfecto!” La discusión se había escuchado, obviamente, por toda la casa. ¿Y cómo habría podido ser de otro modo en semejante edificio lleno de bóvedas y altos muros, que escalaba altísimo pisos tras pisos, y que parecía estar exclusivamente dedicado al eco de todo cuanto se decía? “¡Perfecto! -repitió Jorge con su voz más baja- No puedo creer que él se haya ido solo. Todos los otros salieron agachados mientras se cubrían con paraguas de la gritoniza que les pegaba mi madre por ‘no haber dado resultados’. Pero éste ni se esperó a eso. Qué bien, tendré más tiempo para estar en la sala después de comer. ¡Mis amigos van a morirse de la envidia en la escuela cuando les platique que logré que mi profesor de piano renunciara!”

Esta victoria, según pensaba Jorge, había sido contra su madre. ¿Por qué no entendía ella que había cosas que no le gustaba hacer? Siempre estaba inscribiéndolo a éste y este otro curso, a tal clase, a tal actividad. Lo recogía de la escuela sólo para darle de comer y después dejarlo en algún otro lado. Y ya lo había intentado todo: guitarra, pintura, tennis, tae kwon do… lo que fuera. Estaba hastiado ya de tener que escuchar a su madre repelar toda la noche porque no avanzaba en ninguna de sus actividades, y porque estaba obteniendo calificaciones bajas en la escuela. Y, claro, el regaño siempre terminaba con la amenaza: ‘¡pero tu padre se va a enterar cuando regrese del trabajo!’ ¿Cómo podía eso atemorizar a Jorge si, después de todo, su padre llegaba ya que él estaba bien dormido?, y eso cuando no estaba de viaje.

“Pero por esto no me podrá regañar –pensó calmado Jorge-, no fui yo quien dejó las clases, sino el profe. ¡Y qué clases más aburridas! Qué bueno que no tendré que estar escuchando más las necedades sobre mis malos hábitos y su ‘hondísima’ paciencia. Si fuera tan paciente como decía, no habría salido corriendo de aquí.” Mientras Jorge pensaba esto, la puerta principal se cerró dejando fuera al pianista, y la señora subió las escaleras a su recámara maldiciendo en voz baja.

Esa misma noche, ya bien entrada, Jorge despertó por un sonido que le pareció lejano y extraño. Algo en su casa producía ecos dulces y misteriosos. Era el piano de cuarto de cola que estaba abajo en la estancia. Él, por supuesto, no reconoció que la pieza que sonaba era una variación de la Consagración de la Primavera de Stravinski, pero se sintió inmediatamente inmerso en sus notas. Había algo muy enigmático en la cadencia de la música: parecía no tener sentido, pero al mismo tiempo lo atraía con una fuerza mucho más poderosa que la de sus piernas. Bajó casi sin querer las escaleras, descalzo y sin luz que lo alumbrara, y a cada paso sentía más y más frío. No supo nunca si en este tramo tenía o no los ojos abiertos, pero la casa le parecía coloreada, como si sus blancos muros se hubieran azulado de pronto. Terminó la Introducción y continuó la Danza de las Jóvenes Niñas, luego la Abducción; Jorge sólo notaba cómo ascendía la poderosa melodía conforme él se le acercaba. ¿Quién estaría tocándola, a esas horas de la noche? El joven nunca se hizo la pregunta.

Llegó por fin al piano y se detuvo ante él. Su negro cuerpo de madera envolvía cada nota como si las hubiera cuidado separadamente y combinado después para que salieran al encuentro del muchacho. Las teclas se movían solas, rápidamente como si fueran poseídas por demonios, pero claras y suaves como deben ser los pasos de las diosas. El extraño rito pareció durar décadas, y Jorge solamente estaba allí parado, como esperando algo que nunca llegaría. Esperó sin hacer nada. Los movimientos llenaron la casa y por fin, la vibración cesó. Los ecos callaron, por primera vez cansados. La Consagración de la Primavera terminó cuando amanecía, y Jorge cayó al suelo exhausto y quebrado.

Cuando el resto de la familia bajó a desayunar, tan sólo se dejó escuchar un grito de mujer apagado por el miedo: las arrugas innaturales de Jorge y sus secos ojos expectantes trataban de decirle a los padres lo que había ocurrido, pero fue muy tarde. Su último aliento se escapó tristemente sin que pudiera relatarles nunca que esa noche había sido robado cada año de su vida.

Cuidado y Cultivo

A. Cortés

El cultivo necesita del cuidado. No hay forma de ponerse a cultivar sin haber que detenerse aunque sea un poco a preparar la tierra (que se espera fértil), y a sembrar a la distancia propicia; y menos es posible imaginarse una recolección express del fruto, tomando todo sin fijarse qué, si acaso se quiere que todo el trabajo realizado valga la pena.

No todo lo que madura es fruto, en el sentido agricultural, ni tampoco todo lo que se cosecha. La espera y el cuidado son momentos necesarios de una actividad que por principio ha estado siempre reservada a los pacientes, y de éstos hay que esperar encontrar de cada especie para cada tipo distinto de cultivo.

A estas alturas del partido[1] ya nos vamos dando cuenta de que mucho de lo que sabemos lo hemos aprendido quién sabe cómo y quién sabe de quién, pero seguro de alguien, y que mucho de lo que hacemos depende de lo que antes hicimos y decidimos, pero también de lo que se nos dijo y escuchamos de otros. La relación entre la familia cercana y también la relación entre los amigos son dos situaciones excelentes para ilustrar el hecho de que conforme pasamos el tiempo vamos cambiando y aprendiendo por una mezcla difusa entre ellos y nosotros mismos, porque el aprendizaje se da escuchando, actuando, emulando y hablando. Y para que en verdad atendamos y prestemos nuestra atención, el cuidado en la voz y en la acción debe haber sido fundamental para quienes nos han dicho algo de valor. No me estoy refiriendo a que piensen mucho cada palabra que digan, ni solamente al hecho de que nos digan algocierto, como cuando aprendemos en la escuela los nombres de los metales y las capitales de las ciudades más importantes del mundo; me refiero al hablar cotidiano y a la relación corriente con quienes andamos hablando todo el tiempo, y a quienes les ponemos atención. Hemos vivido cuidando a quiénes nos acercamos de qué modo, y en ello poco a poco todos maduramos.

Nuestra voz somos nosotros en este acercamiento a los demás, y nuestras conversaciones cotidianas y extraordinarias son ambas fuentes constantes que nos alimentan y de las que aprendemos. De algunas mucho y de otras muy poco. La forma en que hablamos, y la manera en que nos expresamos difunden entre quienes nos ven y escuchan la manera en la que nosotros mismos somos, y cuando nos cuidamos de lo que decimos y hacemos, esperamos que a nuestro rededor se enriquezcan los demás. No de una manera soberbia como de erudito, que piensa que todo lo que dice es algo que él sabe y que los demás no, o como de “dueño de la verdad”, que por la vida va intentando persuadir a todo mundo de que hable como él sobre los mismos asuntos. Es algo mucho más sencillo en lo que pienso, algo así como que cuidarse de la manera en la que uno habla tiene sentido cuando se espera que los otros de verdad le entiendan, y si quiere ser comprendido, es porque piensa que algo de valor puede decir o preguntar. De mucho o de poco, pero de valor. También es claro que nos interesa que nos entiendan cuando queremos expresar nuestras dudas, porque nadie es ciego al hecho de que hay cosas que nos importa aprender y que nos interesa conocer.

Pienso que algo tan sencillo como aquesto es poco tenido en cuenta por muchos de los que más posibilidades tienen de expresarse ante una multitud muy grande. Los “medios de comunicación masiva” le dan la palabra a muchos que parecen querer hablar lo que sea y ante quien sea. ¿No será que hace falta llamar la atención sobre este hecho, que la expresión mueve y conmueve a quien la observa? Hay que cuidar la manera en la que nos expresamos. Como pocas veces se piensa que nuestros ejemplos los tomamos de quienes vemos actuar, y que nos pronunciamos como quienes juzgamos que hablan bien, parece que a pocos les importa ser buen ejemplo. Un hombre ejemplar no debería de agotar su libertad de expresión, porque no todo lo que puede decir está bien dicho, y porque no todo lo que está bien dicho es bien escuchado en todos lados y por todo mundo. No todos tenemos las mismas disposiciones ni los mismos intereses. Y a lo que, más concretamente, me refiero, es a que no es verdad que todos seamos puros y desprejuiciados, y que nada importe lo que oigamos en las noticias y leamos en los periódicos. Tampoco es verdad que tengamos imparcialidad absoluta de juicio cuando conversamos o actuamos entre otros. ¿O nos creemos todos sabios? Como no es verdad, entonces no veo por qué no sería de lo más importante cuidarnos de cómo hablamos, cómo nos expresamos y cómo actuamos.

La difusión de nuestra cultura depende del cuidado que empeñamos en nuestra voz y en nuestra acción. ¿Y acaso no debería importarnos eso más que muchísimas de las cosas a las que ponemos hoy tanta atención? Hay que propiciar las reuniones para conversar sobre lo que más importante nos parece con quienes juzguemos mejor juntarnos, y hay que intentar aprender a hablar bien en ellas. No es cosa ligera, la palabra, aunque viaje en el viento, porque haber atendido con detenimiento alguna vez a un hombre con vocación a enseñar es suficiente para constatar que, aun exento de lo que haya dicho, simplemente la forma de decir puede ser ejemplo suficiente para cambiar nuestras vidas.

Este escrito lo dedico muy especialmente a mis amigos en la FESAcatlán.

[1] Dicho sea de paso, hasta hace poco caí en cuenta de que ésta es una expresión futbolera.

La humana comida

¡Qué delicia, el alimento! No hay como saborear una buena comida. Mezclar y medir lo que se come tiene un poco de ciencia y otro poco de magia. Ni el león ni el burro endulzan sus comidas, ni llegan con especias al aromático sabor que más les gusta. Cosa perfectamente comprensible, pues la forma humana de comer es única en el mundo.

Además de andar combinando unas cosas con otras para adornar los sabores del alimento, los hábitos que tan regulares nos parecen exponen uno de los más elocuentes testimonios de lo humano. Sólo falta conocer a un extranjero para notar lo extraño que come: quizá no usa servilletas, quizá usa mucho aceite (o muy poco), quizá no come caldos y quizá sale corriendo asustadísimo después de que probó una buena salsa de chiles toreados. Y aún así, nada tienen que ver las ajenas costumbres con la manera de comer de las bestias. No se puede decir que no disfruten su comida porque nunca la sazonan. Es otra cosa en la que distan. No habitúan de la misma manera: no se sienten incómodos sin platos, ni se miran entre ellos mientras mastican. Si acaso sí lo hacen, parece que es sólo para cuidarse de que nadie hurte su porción.

En cambio el hombre es muy distinto. Especialmente porque se une para comer. Bueno, en realidad, no porque se une, sino por cómo se une. Su unión no es sólo un conglomerado al que se suman los comensales, es una auténtica fiesta. Muy demeritada por la rutina, o dejada de lado por la vida citadina si se quiere, pero eso no quita el hecho contundente de que cada comida entre hombres no es engullida, sino celebrada. Se celebra la hora de la comida porque al alimentarnos juntos compartimos nuestra humanidad: nos servimos, platicamos, nos miramos a los ojos y conocemos lo que cada cuál gusta y disgusta. Nos sabemos mientras saboreamos lo que preparamos para comer.

¿Y qué no se puede hacer lo mismo sin comer? Lo pregunto porque parece que en nada se diferenciaría de cuando nos juntamos sin comida solamente a platicar; y quizá sea verdad que no haya diferencia. Pero pienso también que el placer de comer y ver comer es muy peculiar, y que el sazón que a una comida da una buena conversación no es substituible por nada más. De manera que el reunirse a la mesa es una cosa irrepetible, y que difícilmente analizamos, a la hora de la comida, qué acciones son “comer” y cuáles otras “platicar”. No es que no sea obvio que son dos cosas, pero cuando salimos con alguien a comer, no nos quedamos mudos. Y si lo hacemos, nos incomodamos.

Entonces no es cierto que comer sea solamente nutrirse. Ni siquiera las bestias solamente “se nutren”, como si de verdad los seres vivos fuéramos por la vida buscando qué sumar a nuestro organismo para que siga funcionando; como buscando combustible. Es una descripción muy pobre decir que el placer del alimento es un “mecanismo” que nos incita a seguir comiendo, no fuera que nos disgustara y nos muriéramos de hambre. Es una descripción pobre porque nada tiene que ver con nuestra experiencia de comer. ¿Cómo va eso a explicar lo que es acercarnos la cuchara llena de pozole a la boca y oler su aroma picante? No es lo mismo. Pueden hablar todo lo que quieran, los “científicos”, y pueden decirme cuantas veces les plazca que comer no es más que llevar los nutrientes necesarios hacia adentro de la panza para asimilarlos y seguir sobreviviendo; pero que conste ahora y ante testigos que cuando ellos, sintiéndose miserables, se hayan hartado de ingerir píldoras nutrimentales, aún así de buena gana los recibiremos a la mesa con un caldo de gallina calientito recién hecho y, para después, un café de olla humeante para que se les pase la tristeza.

Tierra de Abundancia

A. Cortés

Platica Jenofonte en algún lugar que Ciro tenía en baja estima a los hombres criados en tierras de abundancia. Por lo menos, cuenta que eso decía. Parecía pensar el general que mientras más pesares soportan quienes viven de la tierra áspera, más fuertes llegan a ser tanto para la guerra, como para los trabajos en tiempo de paz. Al esfuerzo, su recompensa. ¿Y qué será ésta si no la excelencia? Mientras que, por el otro lado, los que arrastraran el sino contrario llegarán sin remedio a ser vergonzosos cobardes.

Donde la vida abunda y la tierra es fértil todo parece emanar de fuentes, y pocos parajes son más gustosamente contemplados que los que están poblados por ellas. Aunque por ahí se dice que la etimología que encontró alguna vez el milanés Gutierre Tibón ayudándose de Alfonso Caso es falsa, y que México nada tiene que ver ni con la Luna (Metztli), ni con su ombligo (xictli), ni con el lugar (co), no sería demasiado extraño pensar que algo de razón tuvo al decir que este suelo fecundo fue para sus primeros pobladores un regalo precioso del Cielo que sobre él veía y en él engendraba sus dones. Lugar en el ombligo de la Luna. El ombligo es centro del vientre, y el vientre es núcleo de nacimiento. La fuente de la vida, el foco confinado de la madre celeste para engendrar a sus criaturas; ése es nuestro México. ¡Qué bonita etimología!

Qué gran fortuna de los pueblos indígenas haber dado con este mágico recinto de la vida; y qué buena suerte debe cargar su estirpe. Desde muy chico yo escuché en la escuela que yo soy esa estirpe. Que nosotros, los mexicanos, somos gente muy afortunada por heredar de quienes vivieron entre quetzales y comieron chocolate. También, claro, que somos herederos de otros que llegaron a este lluvioso sitio sobre caballos, comiendo queso (los jinetes). La fortuna de haber nacido en nuestro país resplandece en los hermosos ríos que se alargan hacia gigantescas cascadas, los verdes cerros multipoblados [1], las selvas tropicales hermosísimas, los desiertos secos pero vegetados, y en fin, en la diversidad impresionante de climas propicios para sinfines de alimentos. Eso es, pues, lo que me dijeron en la escuela.

No es falso. No del todo; pero yerra la fortuna de hombres y la confunde con la de las bestias. Pensar que la tierra fecunda y que la vasta multitud de vegetación y fauna hacen de un país tierra de gozo y ventura para su gente es una exageración peligrosa. La razón es muy sencilla: no somos perros. Si lo fuéramos, ¿qué habría mejor que vivir en un lugar donde abundan siempre la comida y los refugios? Pero esto no es suficiente, porque la tierra sobre la que posamos nuestros pies es solamente nuestra en lo que hacemos de ella por nosotros y para nosotros. Y nosotros somos más que comida y refugio. Mucho depende de cómo actuemos sobre la tierra.

En la metáfora, pues, es cierto decirnos paisanos, porque somos hijos del mismo suelo. Somos vástagos de la andrógina madre patria porque compartimos todos la comunidad del valle, de aquestos y aquellos cerros, de tales ríos y tales costas; y claro, no sólo los parajes sin artificio, sino que también compartimos el Zócalo, las basílicas, los tianguis, y lo demás. Pero ¿a qué nos querríamos referir si buscamos nuestra comunidad allende estos lugares? ¿Qué tengo de común con los hidalguenses, con los chihuahuenses, con los yucatecos, si no es en lo demográfico?

No es nuestro lenguaje, porque lo tenemos tan de común como lo tenemos con los argentinos y los chilenos: ni ellos hablan como nosotros, ni nosotros los chilangos como los regiomontanos; es más aún, no hablo yo como habla mi madre, ni yo mismo como hablé a los quince años. No es la educación académica, porque se dirá paisano mío tanto el doctor en filología clásica como el pastor de la sierra. No es tampoco lo que vemos en la televisión o lo que escuchamos en la radio. No es el vestido o el calzado. Quizá el sentido de país no sea más fantástico que la metáfora en la que nuestra patria es comunidad por ser la madre de todos.

Podría ser que así entendiéramos nuestra comunidad, y que en ese sentido nos supiéramos hermanos: no siempre los hermanos son iguales, ni gustan de lo mismo. No siempre son educados igual o hablan de una sola manera. Pero lo que sí es que vienen de lo mismo. Comparten un origen. Los que nacimos en México somos nacidos del mismo seno, si es que no somos todos despatriados.

El problema de esta comunidad es que es por entero enclenque: la unidad de tales hermanos puede llegar a ser solamente recuerdo, y sólo común en el inicio. Como diciendo “pues aquí nací, pero fuera de eso que ya tiene tiempo que pasó, nada me hace distinto del canadiense o del somalí”. Es como reconocer la cara del hermano a lo lejos, sin tener de qué hablar con él. La fortaleza de una comunidad no puede radicar solamente en el recuerdo de los que son oriundos, porque nada hay que en serio los una en el presente, ni necesariamente en lo futuro. No se mantienen unidos por mucho tiempo dos que no hacen nada juntos más que recordar de dónde vienen. Y así, lo que de común tienen unos con otros resulta ser puro nombre.

Que el gentilicio no es garantía de comunidad lo evidencia la mera observación: los mexicanos formamos si acaso la unidad de los grupos que en mayor medida son disímiles entre ellos. Un sólo día uno puede conversar con alguien que se cree budista, con un mormón, con otro que es, según dice, radicalmente anarquista, con otro que apoya al gobierno democrático. En todos lados hay prudentes, discretos, necios y descuidados; pero cabría esperar ciertas costumbres homogéneas o alguna guía de aquellas que aún buscan quienes quieren hablarle “al pueblo mexicano”. No celebramos todos las mismas fiestas, ni nos reunimos de las mismas maneras. Podemos encontrar familias muy serias y recatadas, y otras completamente ajenas a la etiqueta. Y no es solamente cuestión de imaginar “estratos sociales” (que, según creo, se vuelven cada vez más turbias sus divisiones) y colocar ciertas conductas como propias de los unos y otras de los otros; es sencillamente que no somos iguales ni los pobres entre pobres, ni los ricos entre ricos, ni los demás entre los demás.

Puede ser triste para quien busque su lugar en el suelo común que los hombres en él no compartan su brío o su hastío, y a mí mi patria no me dice que sea yo uno de los suyos: no veo “suyos” más que de nombre. Y más tristemente, la homogeneidad de vástagos de esta tierra cuidada por la Luna pretende dejar ser a cada quien lo que quiera, para lo que quiera y como quiera. ¿Cómo pueden ser comunidad los muchos que se piensan únicos cada uno, y que eligen para cada uno lo mejor sin considerarse entre ellos? Me parece a mí imposible. Quizá pensando en lo que veo cuando escucho las noticias, cuando viajo en los camiones, o cuando converso con multitud de mexicanos diferentes, se note una peculiaridad en la tendencia de muchos: el descuido completo de la excelencia. No sé si sea consecuencia de la falta de una real comunidad, de la vida entre discursos de igualdad que nos convencen de hacer todo igualmente mediocre, o de qué; pero me parece preocupante y evidente que a casi nadie le preocupa mucho ser excelente. Ni en lo que hace, ni al respecto de cómo es. Escuché alguna vez que “el mexicano sigue la ley del esfuerzo mínimo”: hace tanto como debe para obtener los resultados esperados, pero nada más; que es el eufemismo para decir que “el mexicano es tan flojo como puede” (que también es un eufemismo que prefiero conservar).

¿Sí será que eso es en lo único en lo que somos comunidad? Porque nuestra historia no rebosa de ejemplos contrarios a la idea, ni nos ha ayudado a crecer creyéndonos el himno mexicano y confiando en los héroes patrios, esforzados y sacrificados por los suyos. ¿A ellos quién los querría imitar? Cuando en la escuela escuchamos el canto a la bandera, sólo somos niños burlones que ni siquiera conocen las palabras que lo componen. La historia de México es en la escuela eso, una burla; un repertorio de nombres y fechas que a nadie dicen nada. ¿De qué nos sirven esos héroes, en qué nos hacen mejores? ¿Para qué seguimos leyendo sobre ellos si no confiamos en que nos hacen mejores? Lo que dicen que nos une son tradiciones que, como dicen esos mismos en muchos lugares, “hay que rescatar”. ¿Una tradición que hay que rescatar qué tiene aún de tradición? No me imagino a los aztecas hace 600 años pensando en hacer lo que hacían “para que no se muriera su tradición”. Las tradiciones no se enferman ni se cansan. Las hay o no las hay, y aquí hay ya muy pocas. Si pensamos en todo México, no veo una sola.

¿Por qué será, que siendo todos hijos de la misma patria prodigiosa, nos preocupemos tan poco por hacernos mejores de lo que ya somos?; es decir, ¿por qué no somos nosotros mismos prodigiosos? ¿Será que caemos bajo el juicio de Ciro y que vivimos engañados en la ilusión de que todo es para nosotros, de que podemos hacerlo todo y que merecemos todo, y de que hemos sido nacidos para que todos nos alimenten? Es duro, pero somos cobardes si así vivimos, y desdichados ciegos si, en nuestra infamia sin medida pedimos a la patria que nos dé lo que nos ha quitado, cuando en realidad nunca nos dio nada que no fuera de nosotros mismos. En este caso, pobres de los que se manifiestan en las plazas y gritan al “sistema” que han sido robados, que han sido dejados a medio cumplimiento de promesas. Pobres, porque tras engendrarnos la patria no nos dio nada ni nos prometió nada; eso lo hicimos nosotros mismos y sólo en nosotros queda darlo. El mágico recinto de la vida, protegido por la cuna de la Luna diligente nos vio nacer para aprovechar nuestras fuerzas y poner a prueba lo que nos hace hombres. Eso tenemos de común. Pero fallamos si aprovechando el trabajo ajeno, descuidando al de junto y escapando del castigo merecido, decimos con acciones que los mexicanos somos canijos, hijos de una perra. No es sino eso lo que decimos a nuestra madre patria cuando nos revelamos mal nacidos y despreocupados de la excelencia, viniendo solamente a aprovecharnos como lo hacen los parásitos, de la abundante mesa que fue dispuesta para que coman todos nuestros hermanos, dejándolos ayunando hasta verlos morir enflaquecidos.

[1] Sin mencionar los dichos mexicanos bellísimos como aquél que dice: “Viejos los cerros, ¡y reverdecen!».

Hombres de Negocios

A. Cortés

Dice San Agustín que
las diversiones de los mayores se llaman negocios
y aunque las de los niños sean de la misma especie,
son éstos castigados por los adultos cuando juegan.

Nació un niño saludable y fuerte, que creció con su madre y su padre, que se alimentó de ellos y con ellos, que aprendió de ellos y con ellos. Ella ordenaba lo que era del hogar mientras su marido lo proveía. Él trabajaba para ensanchar las oportunidades familiares mientras su esposa educaba al pequeño para elegir de entre éstas, las mejores.

Creció el hijo hasta que supo hablar. ¿Y qué fue lo que dijo? Los nombres de sus padres (que no son Martín y Renata, sino papá y mamá); después habló más y aprendió a nombrar muchas cosas, a pedir por favor las que quería y a dar las gracias al obtenerlas. Aprendió a hacer berrinches cuando se le negaban, y a portarse bien si en algo le aprovechaba más tarde. Regateó por comida, por juguetes, por caricias. Conoció las delicias del capricho y refinó el delicado arte de pedir convenciendo para luego recibir con humildad.

Aprendió las enseñanzas de la escuela mexicana, como muchos, y mientras, se amistó con algunos enemistándose con otros. Por supuesto que también lo hizo a la inversa. En sus juegos, hacía y deshacía según fuera su deseo, y destacó entre los demás por saber cómo terminar siendo siempre el primero. El primero en deportes (tuvo que practicar mucho football ybasketball), el primero en fijarse en una niña y atraerla, el primero en el salón. El más fuerte, el más listo, el más guapo, el más. Se volvió muy diestro para reconocer y aprovechar las debilidades de sus compañeros. Desde chico pareció mayor de lo que era, y asombraba a los adultos con su forma de hablar. Con el tiempo supo distinguir con facilidad entre lo que era necesario hacer en la escuela para obtener una buena calificación, y lo que no valía la pena de hacerse. Trabajó duro para conocer a sus profesores: no con todos se podía discutir igual, y no en todas las clases convenía alzar mucho la mano. Supo qué decir cuándo, y qué callar en qué otro momento.

Graduado con honores enorgulleció a su anciano padre: su trabajo había rendido fruto. No el de uno, ni el de otro, sino el de ambos; el trabajo de los dos había legado jubilosamente un documento oficial y solemne que reconocía que el esfuerzo había servido. Más que la ceremonia aburrida y la fiesta sosa tras la titulación, se ganó el carro y el departamento que sus padres le prometieron para cuando terminara la carrera de administración. Un nuevo ciudadano respetable estuvo listo para conseguir un empleo digno, una buena esposa, y formar una familia que valiera la pena (y con tanta pena, más valía que fuera buena). Claro, esperó unos pocos años para asentarse y mientras tanto disfrutó de los intensos placeres de la soltería.

Sus padres le dijeron antes de morir que trabajara duro para que, llegado a su vejez, pudiera jubilarse con tranquilidad y vivir de lo recaudado con los años. “Tus hijos te cuidarán como tú me cuidas, mi’jito -le dijo su madre-, por eso debes cuidarlos como nosotros a ti”.

Dedicó su vida a dirigir una empresa que trabajaba polímeros, y ello le dio suficiente como para sostener una familia grande. Se casó y tuvo tres hijos. A todos intentó darles lo más que pudo, y no descuidó ni una sola ocasión de cumpleaños o de navidad; mucho menos dejó de pagar las escuelas mexicanas de mayor renombre. Intentó, junto con su esposa, fomentar en los tres el deseo de estudiar una buen carrera y de llegar a ser líderes en ella. Cada uno de ellos viajó por el mundo al terminar de estudiar. Uno de ellos fue un político de gran fama que fundó su propio partido con los desertores del partido opuesto; otro fue un reconocido escritor que hacía novelas bajo el pseudónimo de “El Terapeuta”. Ambos le dieron a su padre grandes contentos con sus igualmente grandes logros.

El último hijo, sin embargo, fue para él decepción y vergüenza: un inútil. Por más que se esforzó en convencerlo de centrarse, nunca pudo ayudarlo a madurar. No logró que se interesara por aprender a hacer algo de provecho (con todo y las escuelas y las altas colegiaturas), ni a que se ocupara por relacionarse con la gente correcta. Finalmente, sin poder evitarlo, lo vio alejarse de la familia y perderse en los asuntos más insensatos, con la gente más perjudicial. Lo había perdido a él, que cargaba su mismo nombre y el de su difunto padre; ése que no había sido nunca como ellos, y ahora no lo conocían. Su último hijo fue durante el resto de su vida uno de sus más grandes y ocultos pesares.

En sus últimos días, cansado de los largos años de mantener a su empresa y decidiéndose al fin por el retiro, se preguntó en innumerables ocasiones si había obrado bien con su familia, y si su tercer hijo no sería infeliz y desdichado. Si sus amistades no lo habrían perdido en las drogas o la música; si viviría cómodo, o apretado, o más bien empobrecido; si aún lo amaba como cuando era niño. En esos últimos días padeció mucho por la desventura de Martín y sus noches dejaron de brindarle sueño. Enfermo y entristecido, fue llevado al hospital a los pocos días con un fuerte mal cardiaco.

Lo visitaron sus tres hijos y lo vieron disminuido. No disfrutó mucho tiempo del cuidado de los dos mayores, pues no podían desocuparse demasiado. Se despidió de ellos y luego entró a su habitación Martín. Cuando por fin vio al menor de sus hijos, le hizo la pregunta que tanto le aquejaba: “Martín, hijo, ¿cómo te va, ya te conseguiste un trabajo?” Se quedó esperando atento, pero no obtuvo respuesta. Qué extraño fue para él mirar a ese hijo desconocido, que parecía su mismo rostro joven viéndolo, callado. Intentó entender ese mutismo, pero no logró descifrarlo; era inútil. Tras unos segundos tuvo que romper el silencio de nuevo: “¿no le responderás a tu padre ni porque se está muriendo?” Más silencio. Le irritó mucho no saber cómo hablarle a su hijo, qué decirle, qué callar. Entre el espeso silencio le vinieron las tristes preguntas: ¿lo amaría?, ¿lo habría amado alguna vez? La callada habitación terminó por enterrar la duda, y lo abandonó debilitado. Después volvió a abrir la boca intentándolo una última vez: “¿no quieres vivir bien, estás seguro de que quieres tener una vida miserable?, ¿es que no hice un buen trabajo educándote?”. De nuevo, se quedó esperando su respuesta un largo tiempo, pero el cuarto cayó en el silencio que anticipa la muerte.

Martín le dijo: “Padre, educar no es un trabajo”; pero su padre ya no lo escuchó.