Imposturas caprichosas sobre Dialéctica de la Ilustración

Imposturas Caprichosas  al primer capítulo de Dialéctica de la Ilustración.

Gerardo Allende.

 

1.-Dialéctica de la Ilustración es un texto que desde el comienzo se expone como provocación.

 

2.-Más allá de la promesa del título donde se nos promete un concepto de Ilustración, lo que realmente encontramos es una voluntad de espíritu crítico.

 

3.-Para Foucault “el espíritu no es una cera blanda, es una sustancia reactiva.” La reacción de este texto no hace esperar, pues se plenifica  desde las primeras líneas.

 

3a.-No es un texto que a primera lectura invite a la reflexión o a la contemplación, es un texto con destinatarios, un dardo envenenado que con la más alta racionalidad se lanza contra ella misma; un regalo explosivo para todo aquel que espere, bajo el titulo de “Concepto de la Ilustración”, encontrar serenidad y precisión como la que hoy encontramos, por ejemplo, en  ¿Qué es la Ilustración? de Kant.

 

3b.-Es a la vez un premio de consolación para todo aquel insatisfecho que busque llenarse la boca de rebeldía con un discurso hinchado y encontrar así elementos falocéntricos en cada poste de luz y dominación en la pobre niña que habla por celular en un Starbucks.

 

4.-Es un libro que en su diagnóstico dialéctico encuentra su momento de verdad, pero que apenas es capaz de dar alguna receta ante ello.

Con esto, el diagnostico apenas y se distingue del cientificista que critica: En el libro Colapso de Jared Diamond (geobiólogo norteamericano) podemos encontrar como en Adorno y Horkheimer el hecho de que vivimos en tiempos en que el pensamiento por los mismos motivos se considera dentro de una época “menos arriesgada” o “más arriesgada”, que las anteriores: “[…] nuestra poderosa tecnología, la globalización la medicina moderna y un mayor conocimiento de las sociedades del pasado y de las sociedades modernas remotas”   

¿En qué sentido va la Dialéctica de la Ilustración más lejos?

 

5.-Me ha sido imposible leer de corrido este texto, siguiendo la argumentación de tan brillantes plumas, sin detenerme a sospechar de aquello a lo que se refieren cuando hablan de “la ciencia” (en general, como algo universal)… no es posible encontrar a primera vista argumentos, sino más bien, como ya dijimos, provocaciones; provocación tras provocación  que más que buscar asentimiento buscan lo ya antes mencionado: reacción.

 

6.-La crítica es la apertura de una nueva decidibilidad más allá de la síntesis.

 

6a.-La provocación, por el contrario es la pretensión de clausura por medio de relaciones sintéticas.

 

6b.-El carácter provocador de este texto reside en la pretensión de clausura de la Ilustración por la mera síntesis negativa entre ciencia y mito, que se sustenta a su vez en la síntesis positiva freudo-marxista.

 

6c.- Adorno y Hokheimer carecen de toda apertura de decidibilidad , pues no hacen más que oscilar entre la imposibilidad de superar el lenguaje de aquello que critican y un coqueteo disimulado con un glorioso pasado no-técnico que vislumbra ya (muy a su pesar) la ansiedad posmoderna de nuestros tiempos tal cual Daniel Dennett la describe:

“… si uno quiere encontrar ansiedad, desesperación y anomia entre los intelectuales de hoy, debe mirar hacia la tribu de moda en los últimos años, los posmodernos, a quienes les gusta proclamar que la ciencia moderna no es más que otro mito de una larga serie, y sus instituciones y costoso equipo nasa más que los rituales y los accesorios de una nueva religión. Que gente inteligente pueda tomarse en serio esta idea es un testimonio del poder que conserva el miedo a las ideas, a pesar de nuestros avances en el autoconocimiento.” (Evolución de la Libertad, p.20.)

 

7.-El problema con este tipo de oscilaciones no es distinto de aquel que podemos encontrar en otro filósofo de la provocación: Nietzsche. La problemática en la  constante polémica de Nietzsche con Dios es que siempre necesita de este, le es necesario incluso para matarlo y en su muerte reafirma su necesidad; Nietzsche nunca deja de hablar de Dios.

Deleuze nos dice que con respecto a la provocación nietzscheana que “Los dioses mueren… pero de risa, al escuchar a uno decir que es el único”… pero a final de cuentas, dioses.   

 

8.-Entonces no hay crítica, sino mera clausura sin decidibilidad.

  

9.-Adorno y Horkheimer, en este primer capítulo al menos, se encuentran en la misma necesidad de reafirmar la ciencia, de asignarle UNIDAD y necesidad cometiendo el error de utilizar los mismos medios que critican: la “unificación” y la “reducción”.

Al hablar de <<La Ciencia>>, no hacen sino crear un universal del cual todo su contenido nada tiene que ver con las ciencias mismas; a lo más, con un filósofo por demás antiguo como lo es Bacon quien basa su comprensión de la ciencia en un modelo que no opera como tal en la actualidad.

 

10.-Invariante problemática de la provocación: <<La ciencias mueren, pero de risa, al escuchar a Adorno y a Horkheimer decir que es una>>… y al final, las ciencias.

 

10a (dubitativa).-¿Su texto es un dardo envenenado para ellos mismos?

  

11.-A pesar de la reacción que la provocación de este texto ha generado, puedo decir que incluso los tecnofílicos (de quienes no me encuentro tan alejado) pueden sentirse a gusto con él, a final de cuentas la pretendida crítica de aquello que los autores llaman “la ciencia”, ese universal nada concreto, se basa en la identificación de esta con la Ilustración y al método científico del siglo XVII, lo cual poco –por no caer en la exageración de decir que nada- tiene que ver con la ciencia actual.

Pensemos por ejemplo en la crítica a la noción de “Hombre” de la Ilustración. Las críticas que realizan son completamente compatibles con las perspectivas evolucionistas de las ciencias contemporáneas, basta leer El nuevo humanismo de Brockman para darse cuenta de ello.

  

12.-Históricamente, el texto resulta insuficiente a tal punto que, si en realidad quisieran extraer consecuencias críticas de la ciencia y la técnica, podríamos sugerirles el caso de Norbert Weiner, quien dio con los principios de la cibernética implementando operaciones de inteligencia antimisiles durante la Segunda guerra Mundial.

 

12a.-Pero aún así, los <<ingenuos>> tecnófilos podrían estar de acuerdo cuando nos dicen que: “Los hombres pagan  el acrecentamiento de su poder con aquello sobre lo cual lo ejercen”.

No es muy diferente a lo que Dennett afirma:

“Cabe la posibilidad de que no estemos a la altura de nuestra tarea. Cabe la posibilidad de que destruyamos el planeta en lugar de salvarlo […] No hemos accedido a nuestro conocimiento sin dolor” (Evolución de la Libertad,

 

13.-Podemos sentirnos cómodos incluso con su irónica analogía entre la magia y la técnica, la cual encontramos con singular alegría en el padre del optimismo tecnológico, Ray Kurzweil, quien en su último libro afirma casi como alumno de Adorno y Horkheimer que:

“Nuestros encantamientos son las fórmulas y los algoritmos que sustentan nuestra magia moderna. Con tan sólo la secuencia correcta, podemos tener una computadora que lea un libro en voz alta, comprender el lenguaje humano y anticipar ataques de corazón” (The Singularity is Near, p.5)

 

14(exclamativa).- ¡Si las analogías de Adorno y Horkheimer son ciertas, mejor aún para las ciencias!

Mejor aún, pues dichas analogías más que mostrarnos una identidad de contenidos y de resultados, son un dato empírico de valiosa importancia para una de las ideas centrales de la teoría computacional de la mente: “un rango infinito de comportamientos puede ser generado por una combinación finita de elementos en la mente”

 

15.-La identificación de patrones cognitivos en las ciencias y en los mitos no demuestra que la ciencia sea un mito más, sino que ambas responden a patrones similares de un cerebro que ha evolucionado.

 

16.-Paul Fayerabend, uno de los grandes defensores del relativismo epistémico, además de hombre cercano a las ciencias, quien llego a afirmar que entre ciencia y religión no había diferencias significativas, en uno de sus últimos trabajos llegó a confirmar (15) cuando se pregunto: ¿cómo es posible que una empresa, la ciencia, pueda depender tanto de la cultura y sin embargo producir resultados tan sólidos?

 

17.-Así, podemos ver que más que crítica, estamos ante una provocación que además de la reacción que produce, nos deja como empezamos.

18.- (dubitativa, nuevamente).- ¿Hasta qué punto la identificación Ilustración-ciencia sigue siendo plausible para analizar las consecuencias que tiene la ciencia en nuestros días?

 

19 (evitativa).- Más que con analogías grandilocuentes y discursos hinchados, deberíamos preguntarnos, como lo hace Dennett: ¿Qué haremos a partir de ahora con nuestro conocimiento?

Podemos hacer analogías mientras la ciencia hace hombres y sistemas inteligentes.

Badiou ha sido bastante puntual en este aspecto, en El Siglo plantea lo siguiente: “¿Qué hacer con el hecho de que sabemos hacerlo? ¿Qué hacer con el hecho de que la ciencia sabe hacer un hombre nuevo? Y como no hay proyecto, o mientras no lo haya, la única respuesta es bien conocida. El lucro dirá que hacer.”

19a.-Badiou atina en dos aspectos, en el afirmar que hay verdad en este hecho y en que no se contenta con diagnosticar lo espurio y oculto de ello, sino que sabe que algo tenemos que hacer con ello, que la filosofía tiene algo que decir y hacer al respecto más allá de la mera crítica.

Que el problema del “hay” de la verdad que encierra la ciencia, no se encuentra en si dicha verdad es un mito más, sino que otra verdad es que hay capitalismo y que es ahí donde reside el problema.

20 (Finale).-Podemos seguir consolándonos con textos provocadores como este; podemos estetizar nuestro discurso con un pesimismo que tan sólo se justifica de la crítica por la crítica misma, o podemos seguir a Badiou en la idea de un <<¿qué hacer?>> capaz de quitarle la decidibilidad al lucro, de tener un proyecto en el haber de verdades de la realidad efectiva.

Desastre y Evitación

Desastre y Evitación.[1]

Gerardo Allende H.

Debo advertirles que en mi gratificante estancia en ésta Universidad, ante la desconfianza en esquemas tan escuetos como los que una ponencia ofrece, ésta es la primera vez que participo en uno de estos aburridos eventos; si ahora lo hago no se debe a algún motivo académico en concreto, sino a un gesto bastante distinto:

Gilles Deleuze sostenía que “debería estar prohibido escribir sobre lo que no se ama”, a lo cual, el día de hoy yo agregaría afirmativamente que sólo debería estar permitido hablar junto aquellos a quienes se ama.

El hecho, entonces, de estar aquí fingiendo que tengo algo interesante que decir, mientras ustedes fingen que me escuchan con atención, se debe tan sólo a que a mi lado hay personas  con las que bajo la noble manifestación de la amistad he podido identificar ese amor que, a diferencia de lo académico, da mucho de qué hablar sin necesidad de ficción alguna.

Siendo así, no me queda más que sentirme profundamente agradecido con todos aquellos que han hecho posible éste acontecimiento y continuar en mi esfuerzo por fingir que tengo algo que decir.

Charles Dickens, al comienzo de su novela Historia de dos Ciudades de 1859 describía dialécticamente la situación del finales del siglo XVIII como un momento que “Era el mejor de los tiempos y el peor; la edad de la sabiduría y la de la tontería, la época de la fe y de la incredulidad; la estación de la Luz y de las Tinieblas; […] En una palabra, a tal punto era una época parecida a la actual.[2]

La visión a través de la analogía temporal que un siglo puede hacer sobre aquel que le antecede enmarcada bajo la forma <<era una época parecida a la actual>>, donde la repetición cíclica es aquello que da sentido de continuidad al desarrollo humano presentando un mismo escenario con diferentes actores, se encuentra en irreconciliable tensión con la moderna idea de que, como el músico Pierre Boulez afirmaba: “Si supiéramos hacia dónde va la historia, ¡que espantoso aburrimiento!”[3] Desde ésta idea ningún tipo de semejanza con el pasado sería posible y, menos aun, deseable; desde aquí, todo escenario se construye dentro una difuminación anónima del tiempo que los actores asumen en toda su borrosidad.

Cuando pensamos en el siglo XX como un espacio sujeto a dicha tensión, pareciera que la sentencia de Boulez supera a la de Dickens, que al siglo que nos tocó vivir no hay nada que se le parezca frente a la estimulante ausencia de cualquier hecho de antemano sabido. 

Para el S. XX toda equipolencia y equipotencia con el pasado que la comprensión analógica de la historia ofrece es clausurada desde su optimismo, desde su impulso constantemente renovador bajo el cual es incapaz incluso de parecerse a lo que el mismo ha sido.  

Esta tensión que se resuelve por la constante voluntad de novedad que el siglo XX se arroga, nos obliga a pensarlo de manera inmanentemente dialéctica; es decir, como un siglo que en su interior está marcado por dos momentos relacionados antagónicamente, encontrando en su propio despliegue la identidad desde la diferencia consigo mismo que su exterioridad terminará por manifestar como la verdad de su no verdad.  

En lo que podríamos considerar un primer momento, la confianza en <<lo nuevo>> que inercialmente el modernismo del S.XIX le proyecta, se presenta bajo expresiones como la relatividad o la mecánica cuántica en ciencia; la música atonal y las vanguardias en arte o la lógica matemática y el giro lingüístico en filosofía.

Este primer momento, ante su promisorio optimismo, apenas y se acuerda de su pasado inmediato, es capaz de dárselo todo, de acceder a todo; el espanto del aburrimiento le parece ya históricamente inconcebible ante la excesiva pero fugaz autoconfianza que terminará muy pronto por revelarse -en palabras de Badiou- como “victorias de costo tan elevado que parecen derrotas”.[4]

La velocidad de su eufórico comienzo será directamente proporcional a la velocidad de su depresión manifestada en un segundo momento que -si bien retiene el ansia de novedad que el primer momento traía consigo- no puede ya mantener la prospectiva jovialmente optimista que se pretendía: con la segunda guerra mundial el promisorio siglo devendrá, como expresa Thomas Mann en el Doctor Faustus, en “una barbarie que, complaciéndose en la maldad, pretendía rejuvenecer al mundo”.

El luminoso primer momento en su verdad implicaba ya su no verdad confirmada en el defectuoso sofocamiento que a al segundo momento apenas y le permite sostenerse, pues, nuevamente con Thomas Mann: “el camino que nos llevo a esta perdición era un camino pecaminoso todo él, en sus rectas como en sus curvas”.

El siglo después de la barbarie quisiera terminar lo más pronto posible al ser incapaz de reconocerse a sí mismo y de no desear a la vez algún pasado en el cual justificarse.

Por tanto, lo que el siglo nos hereda es el desastre en la forma que Th. Adorno ya anticipaba en 1939 cuando en carta dirigida a sus padres escribía: “Que la humanidad, que ha llegado tan lejos como para poder hacer esta guerra, no haya llegado tan lejos como para no tener que hacerla, no es sino una razón para estar absolutamente desesperado”.[5]

Es el desastre de haber comenzando con la esperanza de que todo estaba dotado plenamente de sentido y haber  desembocado en la completa ausencia de éste; un desastre que,  desesperadamente nos hace pensar que tal vez hubiera valido más la pena un cómodo aburrimiento de saberse en lo mismo, de estar en una época parecida a las anteriores, en lugar de cargar con el novísimo peso que la barbarie nos ha heredado y de la que aún, sino es por banales consuelos ideológicos, no logramos liberarnos, pues el desastre permanece aun…

Adorno en esa misma carta pesimistamente afirmaba que: “destruir a Hitler salvaría al mundo de lo peor y sólo dejaría lo menos peor”.[6]

Así es como el siglo después de la guerra encuentra en <<eso menos peor>> la extensión del desastre por otros medios, ampliando su desastrosa herencia (con la democracia representativa como base) al ámbito del pensar manifestándose en una pretendida postmodernidad que se arroga de la absoluta libertad en lo particular cerrando los ojos ante la ausencia total de libertad en el todo; en una “metafísica de la presencia” que como Adorno nos hace ver: “sigue aun operando sin que intimiden las huellas del pasado político”[7];  y en una ciencia que en contra de sus propios momentos de verdad y de la potencia liberadora que en el S. XIX pudo adquirir, es mantenida por el capital como una ciencia administrada encargada de múltiples proyectos de los cuales la única y estúpida justificación que encuentran es que existen los recursos para llevarlos a cabo.

Cada uno de estos espacios de extensión desastrosa, se puede comprender bajo los tres puntos que Badiou considera como característicos de un “desastre de pensamiento”, a saber: “el éxtasis” que afirma que “Solo hay un lugar para la verdad”; “lo sagrado” que afirma que “Sólo hay un nombre para la verdad” y finalmente el “terror”, que afirma que “Lo que es no debería ser de otra manera”.[8]

En la postmodernidad podemos reconocer el “éxtasis”, que -convirtiendo el sinsentido (en que la barbarie nos coloco) en una virtud- le asigna a la verdad un lugar que no es otro que el platónico “fuera de lugar” que se convierte en algo estático y sistemático para todo discurso posible.

Bajo la idea baudeleriana de que “[…] aun en los siglos que nos parecen más monstruosos y más locos, el inmortal apetito de lo bello siempre ha encontrado su satisfacción”[9], se contenta con embellecer aquello que habría que afrontar.

Al reconocer en el afuera el lugar de la verdad todo queda sujeto al mero virtuosismo que en la ocurrencia pueda aparecer; el pasado deviene en un elemento anecdótico útil para un nuevo relato y lo que se pretende como crítica del presente es tan estetizante que apenas y le estorba a sus objetos criticados por excelencia: el capital y la ciencia. Pues estos con suma facilidad lo neutralizan otorgándole un espacio académico para que se regodeen ahí de su falta de academicismo; en otras palabras el capital es capaz de convertirlo en producto de consumo dotándole de herramientas de producción desde la ciencia.

En la “metafísica de la presencia” de la cual Heidegger es la figura inigualable en el S.XX, más allá de su mal momento nacionalsocialista que aquí no nos corresponde juzgar, podemos cifrar “lo sagrado”, pues es dónde, al pensar el ser como el único nombre de la verdad, el pensamiento se contenta consolándonos de la catástrofe en que lo ente se encuentra con la promesa del advenimiento en el que “Sólo un dios puede salvarnos”, continuando con la reproducción, a pesar de cuidarse de cualquier gesto salvífico, del totalitario espíritu alemán del cual, afirmaba Thomas Mann, su “[…]obsesión es el Destino, sea este cual fuere, aunque sea el inscrito en el cielo enrojecido del ocaso de los dioses”.

La “metafísica de la presencia”, teniendo al igual que la postmodernidad como enemigo central a la ciencia comprendida como inevitablemente técnica y dominadora, permanece con un pie en un glorioso pasado olvidado recapitulando dicho olvido y con el otro a la espera vacía de un porvenir que no nos ha sido aun dado; siendo así incapaz, al igual que la postmodernidad, de mirar el presente concreto, ofreciéndonos a cambio un futuro en el que lo pretendidamente concreto que ésta metafísica presenta, siguiendo a  Adorno, son “situaciones y expresiones de una cotidianeidad la mayoría de las veces ya inexistente.”

Si la postmodernidad es fácilmente neutralizable (estatus desastroso de suyo) la “metafísica de la presencia” no sólo resulta inoperante en el presente, sino que, aun concediendo que lo fuera, el resultado práctico no sería muy distinto de aquel que bajo el corto rectorado heideggeriano, como afirma Badiou, “creyó discernir en el advenimiento de Hitler el momento en que el pensamiento hace finalmente frente al reino planetario de la técnica.”[10]

El tercer momento, el del “terror”, se enmarca en la apropiación que el capital hace de la ciencia dirigiendo sus verdades a conclusiones apologéticas; haciéndole afirmar cosas tan desastrosas como que la verdad del hombre como una especie biológica es una verdad que justifica en línea vertical todo lo actualmente existente, reduciendo así la perspectiva evolucionista, la cual en sus comienzos, como ya dijimos, mostraba todos sus efectos liberadores en las posturas materialistas tanto marxistas como anarquistas, a un mero dispositivo del desastre como lo fue la energía atómica o los principios de la cibernética al servicio de la milicia en la Segunda Guerra Mundial.

El capital teniendo a la ciencia como vocera afirma terroríficamente que no había otro camino ni otra manera de ser más que aquella que conduce de las células eucarioticas a la democracia liberal norteamericana y sus valores éticos así como a la eventual apropiación del universo bajo la creación de un nuevo hombre.

Ante este desastre como revolución permanente del sistema que en la neutralidad postmoderna, en la nostalgia metafísica y en la apología sistémica se manifiesta en el pensamiento, lo que apremia antes de cualquier prospectiva futura es la evitación de nuevos desastres.

Evitación que, no carente de su gesto dialéctico, encuentra su lugar en el desastre del terror, en la posibilidad de arrancarle a la ciencia las verdades liberadoras que en el S.XIX se dejaron pasar.

Siguiendo al filósofo naturalista Daniel Dennett podemos ver que las consecuencias del pensamiento científico no tienen porque terminar en lo que el capital pretende, sino que, por el contrario, con nuestra capacidad de “trascender nuestros imperativos genéticos”[11] podemos, desde la ciencia misma, no ceder al desastre del capital precisamente bajo la idea de evitación.

En su libro La Evolución de la Libertad Dennett nos muestra cómo una de las primeras manifestaciones de la evitación en la Tierra fueron las nuevas estructuras genómicas capaces de evitar “la proliferación excesiva de parásitos”. Hoy, como especies biológicas inmersas en la atmósfera del pensamiento, en lo que Dennett llama la “infósfera” el modesto trabajo que podemos realizar desde el pensamiento es evitar la proliferaciones de

de los posmodernos como parásitos del sinsentido y de la metafísica de la presencia como parásitos de la barbarie,  permitiéndonos así desparasitar del terror del capitalismo a una ciencia que puede ser relevante y consecuente para el presente, pues ante la reproducción parasitaria del desastre, no hay tiempo para congraciarnos con lúdicos collages que hagan del sinsentido una virtud festiva o de esperar el tiempo propicio en que un Dios venga a evitarlo.

La modesta y mínima responsabilidad que el pensamiento en el naciente siglo XXI puede realizar es, entonces, la de una evitación que no como la declaración de los derechos humanos o la falsa conciencia esotérica del ecologismo, sea una escueta prevención que en el mero reconocimiento del desastre esté seguido por el consenso de aquellos que lo provocaron, prometiendo el mejoramiento de las condiciones existentes que no sería más que el marco de desastres porvenir.

La evitación debe comenzar entonces por  un “no tener que hacer” como el que Adorno deseaba en la carta a sus padres antes citada; un no tener que hacer que no llegue demasiado tarde como para reducirse a un mero borrón como el de Beethoven en su Tercer Sinfonía sobre el nombre de Napoleón o el de Otto Dix que a modo de mostacho hitleriano plasmó sobre la figura de la envidia en su pintura Los siete Pecados Capitales.

La evitación es el modo relevante de dar paso a un qué hacer que, tomando distancia nos permita conceptualizar críticamente el pasado de tal forma que como afirma Adorno dándole la razón al pragmatismo: “esto no se repita o de que, donde y cuando ocurra, sea inmediatamente detenido”.[12] Y que, a la vez, marcando distancia nos permita arrancarle verdades al presente para actuar siendo consecuentes con el futuro.

La evitación nos exige colocarnos en la vida y no sobre ella, despojarnos de la idea hegeliana de que “todo lo malo que hace el hombre nace de un impulso natural”, idea que la postmodernidad mantiene en el sentido de que todo es construcción cultural y la metafísica de la presencia  sostiene bajo una  supuesta “autenticidad” que, como afirma Heidegger, encuentra en “El ir más allá del ente que acaece en la esencia misma de la existencia” el hecho que “hace que la metafísica pertenezca a la naturaleza del hombre”.

La ciencia, desde la evitación no es un modo malo de ser, sino que ha sido un modo malo de hacer, lo cual no implica la negación de su contenido de verdad, sino la necesidad de evitar que esas verdades devengan en nuevas prescripciones criminales.

Evitación entonces, que abre al menos la esperanza de que, como Thomas Mann expresaba: “el inevitable reconocimiento de la perdición no signifique una negación del amor”. Amor, que no como objeto de verdad, si no como asunción afirmativa, nos aleje del conformarnos con una preventiva “felicidad en ausencia de la libertad” y nos permita persistir en la adorniana “intención utópica” de alcanzar la “felicidad de la libertad”.


[1] El presente escrito fue leído en las Jornadas del Colegio de Humanidades de la Universidad del Claustro de Sor Juana en abril del 2009.

Escrito que le debe muchísimo a los ponentes con quienes se compartió la mesa: Jorge Carreón Perea, Juan Pablo Jaime Nieto y Rodrigo Palomar Méndez; así como al moderador, maestro y amigo Alexandre de Pomposo.

[2] Dickens, Ch., Historia de Dos Ciudades, Alianza, Madrid, 2007, p.9.

[3] Boulez, P., Puntos de Referencia, Gedisa, Barcelona, 2001, p.29

[4] Badiou, A., El Siglo, Manantial, Buenos Aires, 2005, p.17.

[5] Adorno, Th., Cartas a los Padres, Paidós, buenos Aires, 2006, p.31.

[6] Ibíd. p.30

[7] Adorno, Th., Dialéctica Negativa, Akal, Madrid, 2005, p.67.

[8] Badiou, A., Condiciones, Siglo XXI, México, 2002, p.63.

[9] Baudelaire, Ch., El Pintor de la Vida Moderna, Librería Yerba, Valencia, 1995, p. 87.

[10] Badiou, A., Condiciones, Siglo XXI, México, 2002, p.59.

[11] Dennett, D., Breaking the Spell, Penguin Books, New York, 2006, p.4.

[12] Adorno, Th, Introducción a la Sociología, Gedisa, Madrid, 1999, p.33.