Debió haberlo aplazado al menos un par de días más por falta de personal, sin embargo, el rey se dejó llevar por el momento y mandó a colgar a los tres verdugos que le habían ganado una bolsa de oro la noche anterior en un juego de azar.
Quería su dinero de vuelta y que aquellos tres, no divulgaran la palabra. Se sorprenderían de las cosas que cuentan los verdugos, y de los chismes que se saben. Y nadie en su sano juicio dudaría de su palabra, ya que normalmente hablan con verdad.
La solución fue relativamente sencilla. Mandó al más fiel de ellos a colgar a los otros dos en la plaza pública, como se acostumbraba. A fin y al cabo, nunca salieron del palacio del rey, y a punta de espada, escoltados por la guardia, y un tanto borrachos, desfilaron al amanecer hacia las horcas.
El verdugo hizo como se le mandó, ahorcó a sus dos compañeros, y cuando llegó su turno de partir, todavía cubierto con la capucha laboral, pidió a la guardia real que no se entrometieran. “No voy a dejar que nadie haga mal mi trabajo” fueron sus últimas palabras, nadie sabe si guardaban un poco de ironía, o estaba orgulloso al pronunciarlas; sin embargo, sí pudieron notar que la mano no le tembló al activar el mecanismo que terminaría por quitarle el suelo, cumpliendo así con la orden del rey tal y como a ambos les gustaba.