El andador

Nunca me ha gustado caminar; sin embargo, no me quedó más remedio que hacerlo cuando vi que el dinero que traía se me había acabado. No quise pensar en el camino a recorrer que me quedaba por delante, por si mis pies consideraban que era mucho y decidían que mejor se quedaban quietos donde estaban ahora. Eché a andar con cautela, como siempre que hago cuando estoy en la calle, y todavía más porque me encontraba sola. Iba a paso veloz, procurando no hacer mucho ruido al caminar, para así poder detectar otras pisadas que no fueran las mías, mientras pensaba: «Por favor, que ya llegue a casa». Ya estaba oscureciendo; el cielo claro, pero gris, amenazaba con tornarse negro pronto y las primeras luces comenzaban a brillar, intentando hacerle frente a la inevitable oscuridad que se anunciaba, así que, por lo menos, no caminaba a ciegas. Eso me tranquilizó un poco y seguí caminando rápido, aunque con más calma. Al poco rato, se dibujó una sonrisa en mi rostro al sentir el frío acariciando mis mejillas, pues siempre lo he preferido más que al calor –en realidad, detesto el calor–. Sin embargo, conforme se acercaba la noche, el viento se hacía cada vez más y más helado y mi sonrisa se fue diluyendo hasta que mis labios apretados formaron sólo una línea tensa, con lo cual pretendía evitar que me castañearan los dientes. Por fortuna, antes de salir, mi madre me había obligado a cargar otro suéter, además del que traía puesto en ese momento. ¡Bendita ella!

Ya había oscurecido por completo cuando llegué al andador que funcionaba como atajo para llegar a mi casa. Como siempre, no había ninguna luz alumbrando el camino. Exhalé un suspiro y en cuanto me hube persignado, continúe andando. No había dado más que un par de pasos cuando escuché el crujido de unas hojas y enseguida volteé hacia el lugar de donde había provenido el ruido con el corazón latiéndome desbocado. Nada me hubiera preparado para lo que vi. A lo lejos, pero enfrente de mí, me regresaba la mirada un par de ojos blancos, tan fríos como el viento que me golpeaba la cara. Sentí el ramalazo de miedo recorrerme la espalda en cuestión de segundos; se me hundió el estómago y un vacío muy hondo ocupó su lugar; el corazón me latía desenfrenado y amenazaba con salírseme del pecho; mis piernas, más que de huesos, parecían estar formadas de goma; todo mi cuerpo estaba en estado de alerta ante semejante ¿peligro? ¡Ni siquiera sabía de quién o de qué se trataba! Lo único de lo que no tenía duda era de que esos ojos poseídos atravesaban mi ser cual filosas navajas y no había nada que yo pudiera hacer para evitarlo. Por un momento no hicimos nada, más que clavar nuestra mirada en los ojos del otro. Sólo había de dos: o se hartaba de mirarme y se daba la media vuelta o echaba a andar hacia mí y entonces sería yo la que pegara la carrera. En efecto, no se hartó de mirarme y pronto vi cómo esos ojos infernales se acercaban muy lentamente hacia mí. Quise correr, pero mis piernas no recibían la señal que mi cerebro les mandaba. Quise gritar, pero fue el silencio y no mi alarido lo que llenó el espacio entre aquellos ojos y yo. Más cerca, cada vez más cerca los sentía y ya no era el miedo, sino el pánico el que brotaba por las lágrimas que empañaban mis ojos. Sólo pude ver al dueño de esos ojos blancos y poseídos cuando estuvo a un par de metros de mí. Era alto, mucho más de lo que yo me había imaginado, y fuerte, o al menos eso dejaba denotar su musculatura.

Mi cuerpo había hecho caso omiso de la orden de huida, así que huir ya no era una alternativa viable para mí; pero ¿acaso podría hacerle frente…? ¡Por supuesto que no! Si a leguas se notaba que bastaría un brinco para que yo cayera acorralada en el piso. No hice más que enjugarme las lágrimas que me impedían ver mi fin y entonces esperé a que esos ojos poseídos, fríos como el viento otoñal, decidieran fulminarme. Sin embargo, eso nunca pasó. El perro, más alto de lo que había imaginado y tan fuerte como se veía, el mismo que era el dueño de esos ojos blancos, fríos e infernales, que miraban como poseídos, sólo atinó a olfatearme. Cuando tuvo suficiente, me miró por última vez y se fue por el camino que yo había andado con la cabeza gacha y la cola entre las patas. También así se fue septiembre y yo continúe andando…

Hiro postal

Deja un comentario

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s