En el desierto

En el desierto

Se dice que el cristianismo católico conoce mejor que cualquier doctrina la naturaleza humana, y que a partir de ese conocimiento se irguió triunfalmente. Este es parte del argumento para entender el cristianismo bajo el progreso moderno. Es una derivación de la interpretación meramente política de él; el lugar de los cristianos en la historia como congregación política con base retórica, la conformación del cristianismo como doctrina útil en el sentido actual, que requiere de la teoría a partir de las exigencias evidentes de la práctica. Del conflicto teológico reducido, surge el problema de preguntarnos por los actos cristianos con el nihilismo rondando en nuestras consciencias. La visita papal ha puesto en conflicto todas nuestras convicciones modernas, y la dificultad sutil de que ellas sean en verdad cristianas todavía.

El fantasma del progreso parece ser más notorio en países “apocados” como el nuestro, pero esa apariencia no debe engañarnos. La tragedia a que da lugar, así como las mentiras que los sostienen, permanecen en cualquiera que esté dispuesto a abrazar sus principios. Las virtudes cristianas nos parecen dignas de mirarse, pero nos quedamos atónitos en cuanto lo que ellas exigen. Confundimos fe con mera devoción interna, esperanza con ánimos para el futuro y caridad con obligación o amor fatuo. Las muestras sinceras de esas virtudes atacan fuerte y sutilmente nuestras teorías sobre el sentimiento moral, que es lo que comúnmente aceptamos como regla ética.

Con tristeza y conmoción acudimos al llamado por olvidar la exclusión y traspasar la barrera de la distancia, pero vemos difícil el superarla de verdad. Repetimos confiados que el futuro es de la gente joven, pero argumentamos falta de recursos. Afirmamos que somos conscientes de las tentaciones, pero las disolvemos en la historia, o nos importa poco aceptar lo que hemos hecho mal, buscando “sugerencias positivas”. Las virtudes cristianas no parten ni del sentimiento moral, ni de la construcción dogmática del catecismo. Los oídos y espíritu que ellas requieren se explican a partir del cambio que Cristo mismo hizo a la noción de “historia”.

No es que a partir de él haya un hito de la historia humana, es que la historia, a partir de él, dejó de explicarse sólo con el término de “humana” (lo cual no quiere decir que hizo de todos dioses). El cristianismo no acepta los historicismos modernos, hijos del progreso, por el complejo hecho de que después de la encarnación no hay nada más grande por cumplirse, en el sentido moderno de “cumplirse”. La esperanza, en esa idea, contrario a lo que podríamos creer, se llena de sentido, y no desfallece. Se mantiene uno en la esperanza, a sabiendas de dicho suceso, porque se sabe salvado. Hay razón para ella porque lo venidero puede ser dirigido al gran bien que nos fue legado, como fin de la Revelación. No es progreso material, es la dirección que el amor permite con su luz, participación en la felicidad y consolación del prójimo, bajo la Buena Nueva. Por eso el Papa pide renegar y evitar decir: “nada podemos hacer ya”, frase cincelada en la entrada a las ruinas del nihilismo, en donde todo se explica a partir de la verdad efectiva.

Las tentaciones están íntimamente ligadas con el autoconocimiento cristiano. Ese examen de consciencia que es el inicio del conocimiento de las faltas y aciertos propios llama al conocimiento del Bien. La educación y la cultura modernas pierden todo sentido de sensatez bajo la fundamentación de la axiología moderna, que conlleva inevitablemente al suicidio de la educación misma. En la tentación no hay ausencia definitiva de Dios, pero sí latencia de extravío. De hecho, no hay posibilidad de ser tentado bajo los principios modernos. Las tentaciones se vuelven necesidades o pasiones, contradicción del sentimiento con la razón. Por eso torna complicado explicar el mal en términos modernos. Las tentaciones, en cambio, son manifestación del mal a partir del pecado revelado. Orígenes las explicaba a partir de la búsqueda y la espera en el amor. Quien tiene fe no puede recelar de Dios sólo por la presencia del mal, pues eso sería dar pie al diálogo con el demonio, como lo llamó Francisco. La fe y la esperanza mantienen viva la búsqueda de la verdad ética en el autoconocimiento, y ellas trabajan para la caridad; el amor fiel aguanta tiempos oscuros.

La tentación no debe concebirse como producto de la imaginación, como prejuicio, a pesar de que los prejuicios se conviertan en tentaciones, y por ello el autoconocimiento en el bien práctico siempre se logra a partir de la presencia en nuestra consciencia de lo prohibido y su confrontación con el Bien, que no el deber. En las tentaciones uno puede notar cómo el mal que obramos da pie a un ciclo del infierno: se es tentado a caer por posibilidades a las que todo hombre puede estar sometido, y rendirse a ellas, aunque nos cueste creerlo, tiene consecuencias en los demás. Rendirse al odio es generar resentimiento; aceptar la avaricia es solapar los malos pensamientos, y mantener la distancia nos impide compadecer en la verdad. Las tentaciones son la negación de la historia moderna.

A la espera de la fundamentación moderna de la ética, pedimos principios evidentes y justificados universalmente. Se nos olvida que el mal no es una plaga o, mejor dicho, confundimos las manifestaciones del mal. Queremos que se denuncie de frente y enérgicamente al culpable, deseamos el escarnio público y político, argumentando que el mensaje papal pecó de delicadeza. Pero Francisco mejor que ninguno sabe que nadie puede tirar la primera piedra. Sabe que exhibir la cruenta evidencia no beneficia en nada a la verdad si no se buscan la sabiduría y la razón, y que no se ha de dar satisfacción a quienes hacen de la fe un instrumento retórico. Sabe que no hay solución para el mal en la inflamación del odio, sino que ello halaga el imperio de la injusticia. En el mejor de los casos, Francisco nos ha mostrado que no necesitamos señalar culpables, si ya no estamos dispuestos a velar incansablemente por el otro. Ha clamado por el conocimiento en la Ley y su fin, la encarnación, tratando de llamarnos a buscar resguardo de las tentaciones modernas cotidianas, tan cotidianas como el demonio.

Tacitus