Lo esencial y lo histórico
El uso común de la palabra historia está siempre ligado al pasado, al tiempo ido. Incluso la narración simple de los hechos sin aparente importancia es un ejercicio mnémico; contar historias, sean ficticias, sean relatos testimoniales, es referir a lo ocurrido. Nuestros padres tienen mil historias, y podrían referirlas todas en lo que nos empeñamos en llamar la historia de una vida. Esto no diluye la frontera entre el término acuñado al conocimiento documentado del pasado y los relatos personales ni esclarece más allá de lo obvio el significado profundo de lo histórico. En este terreno de lo obvio ¿a qué nos referimos con lo histórico, y qué diferencia tiene con la concepción de lo pasado? No se puede responder con honda claridad desde ese terreno, porque saber de nuestro pasado, del pasado de personas queridas o cercanas es apenas una dimensión básica del conocimiento pretérito. Los recuerdos traídos por la palabra nos permiten notar que es ella la que alumbra la conexión entre lo presente y lo pasado: la diferencia entre nuestras vidas y la de nuestros es posible por un puente en donde cortamos la maleza o nos tropezamos mientras vamos y venimos, mientras entendemos a pesar de la distancia, porque sabemos de las posibilidades presentes. Las diferencias económicas, por ejemplo, parecen sorprendentes y maravillosas sin saber de administración: basta con saber el valor de ciertas cosas. Esa dimensión mínima de lo histórico muestra que, si bien no conocemos la sucesión de los hechos pasados, podemos arrojar luz sobre lo presente de algún modo navegando en la memoria, sin que eso agote el entendimiento que se puede tener del mundo.
La sabiduría para lo política no se explica suficientemente con el conocimiento histórico. Entender el funcionamiento del sistema político mexicano a través de su larga existencia no es suficiente para ser prudente. No hacen falta pruebas. Sin embargo, es cierto también que la prudencia se vería limitada si no entendiera dicho sistema, viendo su rostro de adefesio y de organización empresarial, lo cual puede percibirse en el presente. Se presenta una oscuridad, pues parece que hay algo que orienta radicalmente al pensamiento a afirmar que el hombre, en tanto ser que realiza acciones, es un ser hecho para historia, y que la comprensión de la multiplicidad de su naturaleza práctica debe producir la renuncia a la univocidad de la verdad. Más complicado se vuelve negar esto cuando postulamos la evidencia de que la esencia de dicho carácter múltiple de lo práctica radica en la libertad humana. Pero esa afirmación es tremendamente oscura, porque no es evidente en primer lugar que la libertad sea la capacidad para ser imprevisibles u originales en todo momento. Si uno quisiera cuestionarse radicalmente sobre su propia naturaleza, podría llegar a sostener que la libertad es algo que explica sólo a medias el carácter de lo práctico: la ignorancia política es prueba de ello. Sobre todo, no esclarecer el significado de la libertad es renunciar a la sabiduría sobre el presente. Si el hombre es un ser histórico, ¿se debe a que cambia o a que permanece humano en cada distinción, en cada producto de su pensamiento, en cada progreso técnico y en cada obra de arte? Las obras literarias, por ejemplo, brindan un conocimiento histórico que no necesariamente es esquematismo sociológico: el fundamento de la relación entre poesía y lector radica en que éste pueda saber algo sobre su propia humanidad significa gracias a su posición en el tiempo, que se esclarece en hombres imaginados en un pasado, en otra circunstancia, pero con problemas semejantes, universales.
El ser histórico del hombre no le impide la autognosis. Sólo si pensáramos que el hombre se conoce y se vuelve consciente de sí mismo a través de la historia, teatro en el que las pasiones de otros hombres forman el mecanismo de lo ajeno a lo que se pertenece, la autognosis sería irrelevante. Por eso es muy seductora la idea de la dialéctica en la historia. Por eso es también preocupante y digna de meditación la posibilidad de que la historia no sea racional en lo más mínimo, porque nos reta a pensar si por racionalidad entendemos que los hechos históricos tienen un sentido definitivo. ¿Qué es, entonces la historia del ser que lleva en su definición la razón? Conocer los problemas de nuestros tiempos, sin embargo, sólo es posible auténticamente si podemos comprender lo mejor. Parece que el defecto principal de los hombres de estado consiste ahora en que niegan que ese conocimiento sea posible o incluso deseable: lo mejor es apenas una idea, y las ideas son, para ellos, producto de la imaginación. Si nos perdemos en el mar de la historia sin hacerle las preguntas que requerimos, no la volvemos presente y fallamos en la intención de que ella permanezca en la palabra. Lo histórico no nos explica la naturaleza entera del hombre, porque la sabiduría en la variabilidad de la práctica consiste en la virtud, que tiene ejemplos históricos, pero que ellos no por ser históricos nos hacen virtuosos. No sé si la confrontación aristotélica entre poesía e historia como modos del lógos se haga tomando en cuenta los efectos de la una o de la otra en el hombre. Parece más bien que la palabra de una, a través de la complejidad de lo mimético, da en el acto mejor muestra de lo que el hombre es. La particularidad de la historia la limita a ser fiel. La universalidad de la poesía no la convierte en producción arbitraria, porque entonces dejaría de ser arte. Los remedos se distinguen de las buenas imitaciones.
Tacitus